Deambuló un cuarto de hora entre los puestos antes de ir al café. Intentaba aturdirse con el trajín a su alrededor, los reclamos de los vendedores y la gente entre los tenderetes, pero mantuvo el ceño fruncido y la mirada absorta. Max estaba olvidado; ahora el motivo era otro. El cuadro, la muerte de Álvaro, la partida de ajedrez, retornaban como una obsesión, planteándole preguntas sin respuesta. Tal vez el jugador invisible también estaba cerca, entre la gente, observando sus movimientos mientras planeaba la siguiente jugada. Miró alrededor, recelosa, antes de estrechar en el regazo su bolso de cuero, donde llevaba la pistola de César. Aquello era absurdo de puro atroz. O tal vez fuese al revés: atroz, de puro absurdo.
El café tenía el piso de madera y viejos veladores de hierro forjado y mármol. Julia pidió un refresco y se quedó muy quieta, junto a los cristales empañados, intentando no pensar en nada, hasta que la borrosa silueta del anticuario apareció en la calle, desdibujada por el vaho que cubría la ventana. Fue a su encuentro como si acudiera en busca de consuelo, lo que se ajustaba bastante a los hechos.
– Cada vez estás más guapa -la piropeó César con afectada admiración, los brazos en jarras, espectacularmente parado en mitad de la calle-… ¿Cómo lo consigues, hija mía?
– No seas bobo -se cogió de su brazo, con una infinita sensación de alivio-. Sólo hace una hora que nos hemos separado.
– A eso me refiero, princesa -el anticuario bajaba la voz como susurrando secretos-. Eres la única mujer que conozco capaz de embellecer aún más en el intervalo de sesenta minutos… Si hay un truco, deberíamos patentarlo. De veras.
– Idiota.
– Bellísima.
Fueron calle abajo, hacia el lugar en que estaba aparcado el coche de Julia. Por el camino, César la puso al corriente del éxito de la operación que venía de rematar: una D olorosa que podía atribuirse a Murillo ante un comprador no demasiado exigente, y un secreter Biedermeier, firmado y fechado en 1832 por Virienichen, maltrecho pero auténtico; nada que no remediase un buen ebanista. Dos verdaderas gangas, adquiridas a un precio razonable.
– El secreter sobre todo, princesita -César balanceaba el paraguas, encantado con el negocio-. Ya sabes que hay una clase social, bendita sea ella, que no puede vivir sin la cama que perteneció a Eugenia de Montijo, o el bureau donde Tayllerand firmaba sus perjurios… Y una nueva burguesía de parvenus cuyo mejor símbolo de triunfo, a la hora de imitarlos, es un Biedermeier… Llegan y te lo piden así, por las buenas, sin especificar si desean mesa o escritorio; lo que quieren es un Biedermeier a toda costa, sea lo que diablos sea. Incluso algunos creen ciegamente en la existencia histórica del pobre señor Biedermeier, y se sorprenden mucho al ver el mueble firmado por otro… Primero sonríen desconcertados, luego se dan con el codo y acto seguido me preguntan si no tengo ningún otro Biedermeier auténtico … -suspiró el anticuario, deplorando sin duda los duros tiempos-. Si no fuera por sus talonarios de cheques, te aseguro que a más de uno lo mandaría chez les grecs .
– Alguna vez lo has hecho, que yo recuerde.
Suspiró de nuevo César, componiendo un mohín de desolación.
– Mi lado osado, querida. A veces me pierde el carácter, ese pronto mío de vieja reina escandalosa… Como Jeckill y mister Hyde. Menos mal que ya casi nadie habla francés como es debido.
Llegaron junto al coche de Julia, aparcado en un callejón, justo cuando ella refería su encuentro con Max. La sola mención del nombre bastó para que César arrugase el entrecejo, bajo el ala del sombrero que seguía llevando inclinado con coquetería.
– Me alegro de no haber visto a ese proxeneta -comentó con malhumor-. ¿Sigue haciéndote pérfidas insinuaciones?
– Apenas nada. Supongo que en el fondo tiene miedo de que Menchu se entere.
– Ahí le duele al canalla. En el sustento -César rodeó el coche en dirección a la portezuela derecha-. Anda, mira. Nos han puesto una multa.
– No me digas.
– Pues sí te digo. Ahí tienes el papelito, en el limpiaparabrisas -el anticuario golpeaba el suelo con la contera del paraguas, irritado-. Parece mentira. En pleno Rastro, y los guardias se dedican a poner multas, en vez de capturar delincuentes y gentuza, como es su obligación… Qué vergüenza -lo repitió en voz alta, mirando a su alrededor con aire de desafío-. ¡Qué vergüenza!
Julia apartó un bote de spray vacío que alguien había colocado sobre el capó del coche y cogió el papel, en realidad una cartulina del tamaño de una tarjeta de visita. Entonces se quedó inmóvil, como si la hubiera sorprendido un rayo. Aquello debió de pintársele en el rostro, porque César la miró, alarmado, y fue hasta ella a toda prisa.
– Chiquilla, te has puesto pálida… ¿Qué ocurre?
Tardó algunos segundos en responder, y cuando lo hizo no reconoció su propia voz. Sentía un terrible deseo de echar a correr hacia algún lugar cálido y seguro, donde ocultar la cabeza y cerrar los ojos para sentirse a salvo.
– No es una multa, César.
Sostenía entre los dedos la tarjeta, y el anticuario emitió un juramento absolutamente impropio de la persona educada que era. Porque allí, con siniestro laconismo, en caracteres que ambos ya conocían bien, alguien había escrito a máquina unos signos:
… Pa7 Í Tb6
Sintió que le daba vueltas la cabeza mientras miraba, aturdida, a su alrededor. El callejón estaba desierto. La persona más próxima era una vendedora de imágenes religiosas, sentada en una silla de enea en la esquina, a veinte metros de allí, atenta a la gente que pasaba ante su mercancía expuesta en el suelo.
– Ha estado aquí, César… ¿Te das cuenta?… Ha estado aquí.
Ella misma comprendió que había temor, pero no sorpresa, en sus palabras. El miedo -la conciencia llegó con oleadas de infinito desconsuelo- no era ya a lo inesperado, sino que se convertía en una especie de lúgubre resignación; como si el jugador misterioso, su presencia próxima y amenazante, fraguara en maldición irremediable con la que tendría que vivir, ya, el resto de su vida. Suponiendo, se dijo con pesimista lucidez, que aún quedara mucha vida por delante.
César tenía el rostro demudado mientras daba vueltas y vueltas a la tarjeta. La indignación apenas le dejaba articular palabra:
– Ah, el canalla… El infame…
De pronto, Julia dejó de pensar en la tarjeta. El envase vacío que había encontrado sobre el capó reclamaba su atención. Lo cogió, sintiendo al inclinarse que se movía entre las nieblas de un sueño, y pudo fijarse lo bastante en la etiqueta para comprender qué era aquello. Movió la cabeza, desconcertada, antes de mostrárselo a César. Todavía un absurdo más.
– ¿Qué es eso? -preguntó el anticuario.
– Un spray para reparar neumáticos pinchados… Lo aplicas a la toma de aire y se hincha la rueda. Lleva una especie de pasta blanca que repara el pinchazo por dentro.
– ¿Y qué hace ahí?
– Eso quisiera saber yo.
Comprobaron los neumáticos. No había nada extraño en los del lado izquierdo, y Julia rodeó el coche para comprobar los otros dos. Todo estaba en orden; pero cuando iba a tirar al suelo el envase, atrajo su atención un detalle: la boquilla del neumático trasero derecho no tenía el tapón enroscado. En su lugar había una burbuja de pasta blanca.
– Alguien ha hinchado la rueda -concluyó César, tras observar, atónito, el envase vacío-. Quizás estaba pinchada.
– No cuando lo aparcamos -respondió la joven, y ambos se miraron, llenos de oscuros presentimientos.
– No subas al coche -dijo César.
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