Arturo Pérez-Reverte - La Tabla De Flandes

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A finales del siglo XV un viejo maestro flamenco introduce en uno de sus cuadros, en forma de partida de ajedrez, la clave de un secreto que pudo cambiar la historia de Europa. Cinco siglos después, una joven restauradora de arte, un anticuario homosexual y un excéntrico jugador de ajedrez unen sus fuerzas para tratar de resolver el enigma.
La investigación les conducirá a través de una apasionante pesquisa en la que los movimientos del juego irán abriendo las puertas de un misterio que acabará por envolver a todos sus protagonistas.
La tabla de Flandes es un apasionante juego de trampas e inversiones -pintura, música, literatura, historia, lógica matemática- que Arturo Pérez- Reverte encaja con diabólica destreza.

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– Lo hemos hecho -el policía estaba picado por la impertinencia de César, y tascaba el freno con esfuerzo-. La verdad es que investigamos a todo el mundo -mostró las palmas de las manos, asumiendo lo que estaba dispuesto a reconocer como un monumental patinazo-. Desgraciadamente, este trabajo es así.

– ¿Y han puesto algo en claro?

– Lamento decir que no -Feijoo se rascó una axila bajo la chaqueta y se removió en el asiento, incómodo-. Si he de ser franco, nos encontramos como al principio… Los forenses tampoco se ponen de acuerdo sobre la causa de la muerte de Álvaro Ortega. Nuestra esperanza, si realmente hay un asesino, es que dé un paso en falso.

– ¿Para eso me han estado siguiendo? -preguntó Julia, todavía furiosa. Estaba sentada, apretando el bolso en el regazo, y un cigarrillo le humeaba entre los dedos-. ¿Para ver si el paso en falso lo daba yo?

El policía la miró hoscamente.

– No debe tomárselo tan a pecho. Es pura rutina… Una simple táctica policial.

César enarcó una ceja.

– Como táctica no parece muy prometedora. Ni rápida.

Feijoo tragó al mismo tiempo saliva y el sarcasmo. En aquel momento, pensó Julia con malvado regocijo, el policía renegaba, con toda el alma, de sus inconfesables relaciones comerciales con el anticuario. Bastaría con que César abriese la boca en un par de lugares oportunos para que, sin acusaciones directas ni papeleo oficial, del modo discreto en que solían hacerse aquellas cosas a cierto nivel, el inspector jefe terminara su carrera en cualquier oscuro despacho de una ignota dependencia policial. De chupatintas y sin plus.

– Lo único que puedo asegurarles -dijo por fin, una vez hubo digerido parte del despecho que, se le pintaba en la cara, tenía clavado en mitad del estómago- es que seguiremos investigando… -pareció recordar algo, de mala gana-. Y por supuesto, la señorita gozará de protección especial.

– Ni hablar -dijo Julia. La humillación de Feijoo no bastaba para hacerle olvidar la suya propia-. No más coches azules, por favor. Ya basta.

– Se trata de su seguridad, señorita.

– Ya han visto que puedo protegerme sola.

El policía desvió la mirada. Aún tenía que dolerle la garganta tras la bronca dirigida, minutos antes, a los dos inspectores por haberse dejado sorprender de aquel modo. «¡Panolis! -les había gritado-… ¡Domingueros de mierda!… ¡Me habéis dejado con el culo al aire y os voy a crucificar por esto!…» César y Julia lo habían oído todo a través de la puerta, mientras aguardaban en el pasillo de la comisaría.

– En cuanto a eso -empezó a decir, tras larga reflexión. Saltaba a la vista que había estado librando una dura lucha interior, deber o conveniencia, antes de derrumbarse ante el peso de la última-. Dadas las circunstancias, no creo que… Quiero decir que esa pistola… -tragó de nuevo saliva, antes de mirar a César-. Después de todo se trata de una pieza antigua, no un arma moderna propiamente dicha. Y usted, como anticuario, tiene la debida licencia… -miró la superficie de la mesa. Sin duda meditaba sobre la última pieza, un reloj del siglo Xviii, que César le había pagado a buen precio semanas atrás-. Por mi parte, y hablo también en nombre de los dos inspectores implicados… -otra vez sonrió atravesadamente, conciliador-. Quiero decir que estamos dispuestos a ignorar los detalles del asunto. Usted, don César, recupera su Derringer, prometiendo, eso sí, cuidar más de ella en el futuro. Por su parte, la señorita nos tiene al corriente de cualquier novedad y, por supuesto, nos telefonea en el acto cuando se crea con problemas. Y aquí no hay de por medio pistola que valga… ¿Me explico?

– A la perfección -dijo César.

– Bien -la concesión sobre la pistola parecía haberle dado algún ascendiente moral, así que Feijoo estaba más relajado al dirigirse a Julia-. En cuanto a la rueda de su coche, es conveniente saber si desea poner denuncia.

Lo miró, sorprendida.

– ¿Una denuncia?… ¿Contra quién?

El inspector jefe tardó en contestar, como si esperase que Julia adivinara sin necesidad de palabras.

– Contra persona o personas desconocidas -dijo-. Responsables de intento de homicidio.

– ¿El de Álvaro?

– El de usted -los dientes despuntaron otra vez bajo el mostacho-. Porque, sea quien sea el que envía esas tarjetas, su intención es algo más seria que jugar al ajedrez. El spray con el que hincharon su neumático después de haberlo desinflado, se compra en cualquier tienda de repuestos de automóvil… Sólo que éste había sido previamente rellenado con una jeringuilla que sirvió para meterle gasolina… Esa mezcla, con el gas y la substancia plástica que contiene el envase original, se convierte en muy explosiva a partir de cierta temperatura… Habría bastado recorrer unos cientos de metros para que se calentara el neumático, produciéndose la explosión justo debajo del depósito de combustible. El coche se habría convertido en una antorcha, con ustedes dentro -seguía sonriendo encantado, con manifiesta mala fe, como si contarles aquello supusiera una pequeña revancha que se había estado reservando-… ¿No es terrible?

El jugador de ajedrez llegó a la tienda de César una hora más tarde, con las orejas asomando por encima del cuello de la gabardina y el pelo mojado. Parecía un perro flaco y vagabundo, pensó Julia, mientras lo miraba sacudirse la lluvia en el umbral de la tienda, entre tapices, porcelanas y cuadros que no habría podido costearse con el sueldo de un año. Muñoz estrechó la mano de la joven -un apretón breve y seco, sin calor, el simple contacto que no comprometía a nada-, y saludó a César con una inclinación de cabeza. Después, mientras procuraba mantener sus zapatos mojados lejos de las alfombras, escuchó sin pestañear lo ocurrido en el Rastro. Movía de vez en cuando la cabeza haciendo un vago gesto afirmativo, como si la historia del Ford azul y el atizador de César no le interesaran lo más mínimo, y sus ojos apagados sólo se animaron cuando Julia sacó la tarjeta del bolso y se la puso delante. Minutos después tenía desplegado ante sí el pequeño tablero, del que no le habían visto separarse en los últimos días, y estudiaba la nueva posición de las piezas.

– Lo que no entiendo -comentó Julia, que miraba por encima de su hombro- es por qué dejaron el envase vacío sobre el capó. Allí teníamos que verlo forzosamente… A menos que quien lo hizo tuviera que irse a toda prisa.

– Tal vez se trataba sólo de una advertencia -sugirió César, sentado en su sillón de cuero, bajo la ventana emplomada-. Una advertencia de pésimo gusto.

– Pues se tomó mucho trabajo, ¿verdad? Preparar el spray , vaciar el neumático y volver a inflarlo… Sin contar con que se arriesgaba a ser vista mientras lo hacía -contaba con los dedos, incrédula-. Es bastante ridículo -en ese momento hizo una mueca, sorprendida de sus palabras-… ¿Os dais cuenta? Ahora me refiero a nuestro jugador invisible en femenino, como si fuese una mujer… La misteriosa dama del impermeable no deja de rondarme la cabeza.

– Puede que estemos yendo demasiado lejos -sugirió César-. Si lo piensas bien, esta mañana habría en el Rastro docenas de mujeres rubias con impermeable. Algunas, incluso, llevarían gafas de sol… Sin embargo, tienes razón en lo del envase vacío. Allí, encima del coche, tan a la vista… Realmente grotesco.

– Quizá no tanto -dijo Muñoz, y ambos se lo quedaron mirando. El jugador de ajedrez se hallaba sentado en un taburete ante la mesita baja con el pequeño tablero. Se había quitado gabardina y chaqueta y estaba en camisa; una camisa arrugada, de confección barata, cuyas mangas se veían acortadas con sendos pliegues sobre los codos para evitar que los puños quedaran demasiado largos. Había hablado sin apartar los ojos de las piezas, con las manos sobre las rodillas. Y Julia, que estaba a su lado, vio en un extremo de su boca aquel gesto indefinible que había llegado a conocer bien, a medio camino entre la reflexión silenciosa y la sonrisa apenas esbozada. Entonces comprendió que Muñoz había logrado descifrar el nuevo movimiento.

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