David Baldacci - A Cualquier Precio
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Se dirigió a otra puerta situada al fondo de la sala, retiró la cadena de la cerradura y la abrió. Enfiló escaleras arriba y tiró de una pequeña trampilla, tras la cual apareció una escalera. Buchanan colocó los pies en los travesaños y empezó a subir. Al final, abrió otra trampilla y se encontró en lo alto del Capitolio.
Por aquel desván los conserjes accedían a la azotea para cambiar las banderas que ondeaban en el Capitolio. Lo gracioso del caso era que cambiaban las banderas constantemente, pues algunas ondeaban sólo durante unos segundos, de modo que los representantes podían obsequiar continuamente con barras y estrellas que habían «ondeado» en el Capitolio a los electores generosos de su correspondiente estado. Buchanan se frotó la frente. Dios mío, qué ciudad.
Bajó la mirada hacia los terrenos delanteros del Capitolio. La gente corría de un lado a otro, camino de reuniones con personas cuya ayuda necesitaba desesperadamente. Y a pesar de todos los egos, facciones, programas, crisis tras crisis e intereses creados, en cierto modo todo parecía funcionar. Mientras observaba la escena pensó que parecía un hormiguero. La máquina bien engrasada de la democracia. Por lo menos las hormigas lo hacían para sobrevivir. «Quizá nosotros en cierto modo también lo hagamos por eso», se dijo.
Alzó los ojos hacia Lady Liberty, encaramada desde hacía un siglo y medio sobre la cúpula del Capitolio. Recientemente se la habían llevado con ayuda de un helicóptero y un cable rígido para limpiar a conciencia la mugre acumulada a lo largo de ciento cincuenta años. Qué lástima que los pecados de la gente no fueran tan fáciles de eliminar.
Por unos instantes de locura, Buchanan se planteó la posibilidad de saltar. Podía haberlo hecho pero el deseo de vencer a Thornhill resultaba demasiado intenso. Además, habría sido una solución cobarde. Buchanan tal vez mereciera muchos apelativos pero no el de cobarde.
Una pasarela que rodeaba la azotea del Capitolio condujo a Buchanan a la segunda parte de su recorrido. 0, para ser más precisos, de su huida. El ala correspondiente a la Cámara de Representantes del edificio del Capitolio poseía un desván similar, que los pajes también utilizaban para izar y bajar sus banderas. Rápidamente, Buchanan cruzó la pasarela y entró por la trampilla del edificio de la Cámara de Representantes. Descendió por la escalera y entró en el desván, donde se quitó el casco y los guantes, si bien se quedó con las gafas puestas. Extrajo un sombrero del maletín y se lo encasquetó. Se levantó el cuello del impermeable, inspiró profundamente, abrió la puerta del desván y la atravesó. La gente iba de un lado a otro pero nadie pareció reparar en él.
Al cabo de un minuto ya había salido del Capitolio por una puerta trasera que sólo conocían los más veteranos del lugar. Allí lo aguardaba un coche. Media hora más tarde llegaba al aeropuerto nacional, donde un avión privado, con los motores gemelos en marcha, esperaba a su único pasajero. Allí era donde el amigo «de las altas esferas» se ganaba su dinero. El avión recibió la autorización para despegar al cabo de unos minutos. Poco después, Buchanan contemplaba por la ventanilla del avión la capital que desaparecía poco a poco de su vista. ¿Cuántas veces había visto aquella imagen desde el aire?
– ¡Hasta nunca! -musitó.
45
Thornhill se dirigía a su casa tras un día productivo. Ahora que Adams ya estaba controlado, pronto tendrían en sus manos a Faith Lockhart. Quizá Lee intentara engañarlos, pero Thornhill lo dudaba. Había oído el pánico que traslucía la voz de Adams. Menos mal que existía la familia. Sí, en conjunto, había sido un día productivo. El timbre del teléfono pronto cambiaría esa sensación.
– Sí? -La expresión segura de Thornhill se esfumó en cuanto el hombre le informó de que, de alguna manera, inesperadamente, Danny Buchanan había desaparecido, nada menos que en la última planta del Capitolio.
– ¡Encontradlo! -bramó Thornhill por teléfono antes de colgarlo con brusquedad. ¿Qué pretendía ese hombre? ¿Había decidido emprender la huida un poco antes? ¿0 era por otro motivo? ¿Había conseguido ponerse en contacto con Lockhart? Todo aquello resultaba de lo más perturbador. A Thornhill no le interesaba que intercambiasen información. Rememoró el encuentro mantenido en el coche. Buchanan había mostrado su carácter de siempre, había hecho sus pequeños juegos de palabras, meras bravatas en realidad, pero por lo demás se había contenido bastante. ¿Qué podía haber precipitado esta última acción?
Preso de la inquietud, Thornhill tamborileó sobre el maletín que tenía sobre las rodillas. Cuando contempló el cuero rígido, se quedó boquiabierto. ¡El maletín! ¡El dichoso maletín! Le había dado uno a Buchanan. Llevaba una grabadora oculta. Durante la conversación del coche, Thornhill había reconocido que había mandado matar al agente del FBI. Buchanan le había tirado de la lengua para que se traicionara a sí mismo y lo había grabado. ¡Lo había grabado con los dispositivos de la propia CIA! ¡El taimado hijo de puta!
Thornhill agarró el teléfono; le temblaban tanto los dedos que se equivocó dos veces al marcar.
«El maletín, la cinta del interior. Encontradla. Y a él también. Tenéis que encontrarlo. Es una orden.»
Colgó y se recostó en el asiento. El cerebro de más de mil operaciones clandestinas estaba absolutamente anonadado ante esa situación. Buchanan podría destrozarlo si quisiera. Andaba por ahí sin vigilancia con pruebas suficientes para acabar con él. No obstante, Buchanan también se hundiría; era inevitable, no quedaba otra salida.
Un momento. ¡El escorpión! ¡La rana! Ahora todo cobraba sentido. Buchanan iba a hundirse y a arrastrar a Thornhill consigo. El hombre de la CIA se aflojó la corbata, se revolvió en el asiento e intentó combatir el pánico que lo atenazaba.
«Esto no va a acabar así, Robert -se dijo-. Después de treinta y cinco años éste no va a ser el fin. Tranquilízate. Ahora necesitas pensar. Ahora es cuando te ganarás un lugar en la historia. Este hombre no acabará contigo.» Poco a poco, la respiración de Thornhill se normalizó.
Quizá Buchanan se limitara a utilizar la cinta como medida de seguridad. ¿Por qué pasar el resto de su vida en prisión cuando podía desaparecer discretamente? No, de nada le serviría llevar la cinta a las autoridades. Tenía tanto que perder como Thornhill, y era imposible que fuera tan vengativo. De repente, se le ocurrió una idea: quizá había sido por lo del cuadro, ese estúpido cuadro. Tal vez aquello hubiera sido el origen de todo. Thornhill no debió habérselo llevado. Dejaría un mensaje en el contestador de Buchanan ahora mismo, diciéndole que le había devuelto su precioso cuadro. Así lo hizo y a continuación ordenó que llevaran el cuadro a la casa de Buchanan.
En cuanto se reclinó en el asiento y miró por la ventanilla recuperó la serenidad. Tenía un as en la manga. Un buen comandante siempre se reservaba algo. Thornhill realizó otra llamada y recibió buenas noticias, una información secreta que acababa de entrar. Se le iluminó el semblante y las imágenes catastrofistas se alejaron de su mente. Al final todo saldría bien. Esbozó una sonrisa. Arrancar la victoria de las fauces de la derrota podía envejecer a un hombre varias décadas de la noche a la mañana o volverlo invencible. A veces incluso sucedían ambas cosas.
Al cabo de unos minutos Thornhill salía de su coche y enfilaba el sendero que conducía a su hermosa casa. Su esposa, impecablemente vestida, lo recibió en la puerta y le dio un mecánico beso en la mejilla. Acababa de llegar de una recepción del club de campo. De hecho, siempre acababa de llegar de una recepción del club de campo, farfulló Thornhill para sus adentros. Mientras él combatía contra los terroristas que se introducían en el país con arsenales nucleares, ella pasaba las horas en desfiles de moda donde mujeres jóvenes y superficiales con piernas que les llegaban hasta sus pechos inflados se contorneaban con trajes que ni siquiera les tapaban el trasero. Él se dedicaba cada día a salvar el mundo y su esposa comía canapés y bebía champaña por la tarde en compañía de otras damas pudientes. Los ricos ociosos eran igual de estúpidos que los pobres sin educación, con menos cerebro que las vacas, en opinión de Thornhill. Por lo menos las vacas tenían cierta conciencia de ser esclavas. «Soy un funcionario público mal pagado -reflexionó Thornhill-, y si alguna vez bajo la guardia, lo único que quedará de los ricos y los poderosos de este país serán los ecos de sus alaridos.» Era una idea fascinante.
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