David Baldacci - A Cualquier Precio

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David Buchanan aplica sucias presiones para financiar causas honrosas. Robert Thornhill, un alto cargo de la CIA, descubre el juego y empieza a chantajearle, pues quiere devolver a la CIA el prestigio perdido. Faith Lockhart, una tercera persona implicada en este asunto, opina que se ha ido demasiado lejos y decide confesarlo todo al FBI. Su vida a partir de entonces tiene un precio

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– Estoy seguro de que ya ha descubierto lo que hice y ahora mismo estará intentando averiguar cuáles son mis intenciones.

– Bueno, mi intención es que llames a ese capullo de inmediato y le adviertas que no se le ocurra tocar a mi hija. Quiero que me lo jure por sus muertos. Y como no me fío de ese cabrón quiero que haya una brigada del cuerpo de elite de la Marina apostada en la puerta de su habitación. Además, estoy por ir yo mismo a ese lugar. Por si acaso. ¿Quieren a Renee? Pues tendrán que pasar por encima de mi cadáver.

– No estoy seguro de que sea buena idea -repuso Buchanan.

– No recuerdo haber pedido tu opinión -le espetó Lee.

– Lee, por favor -rogó Faith-. Danny intenta ayudarnos.

– No estaría viviendo esta pesadilla si este tipo hubiera sido sincero conmigo desde el principio. Así que perdóname si no lo trato como a mi mejor amigo.

– No te culpo por lo que sientes -manifestó Buchanan-. Pero me pediste ayuda y haré lo que pueda por ayudarte. Y a tu hija también. No lo dudes.

La actitud defensiva de Lee se suavizó ante aquella declaración, aparentemente sincera.

– De acuerdo -dijo a regañadientes-. Reconozco que te llevas unos puntos por haber venido aquí, pero obtendrás más cuando detengas a los asesinos. Y luego deberíamos largarnos de aquí. Ya he llamado a ese psicópata una vez desde mi teléfono móvil. Supongo que en algún momento acabará por localizarnos. Cuando lo llames tú, dispondrán de incluso más información para hacerlo.

– Entendido. Tengo un avión a mi disposición en una pista de aterrizaje privada no muy lejos de aquí.

– Tus amigos de las altas esferas?

– Amigo. Un senador de este estado, Russell Ward.

– El bueno de Rusty -dijo Faith sonriendo.

– ¿Estás seguro de que no te han seguido? -Lee lanzó una ojeada hacia la puerta delantera.

– Nadie me ha seguido. No estoy seguro de mucho más, pero de eso sí.

– Si este tipo es tan hábil como tú pareces creer, yo no estaría seguro de nada. -Lee levantó el teléfono-. Ahora haz esa llamada, por favor.

47

Thornhill estaba en el estudio de su casa cuando recibió la llamada de Buchanan. Su conexión telefónica no permitía que se localizase el aparato por el que hablaba Thornhill, aunque Buchanan estuviese en la central del FBI. Además, contaba con un codificador de voz que impedía su identificación. Por otro lado, los hombres de Thornhill trabajaban para averiguar el origen de la llamada de Buchanan aunque todavía no lo habían conseguido. Incluso la CIA tenía sus límites, sobre todo debido a los avances en el campo de las telecomunicaciones. Había tantas señales electrónicas surcando el aire que era prácticamente imposible localizar con precisión una llamada realizada desde un inalámbrico.

La Agencia Nacional de Seguridad podría rastrear la llamada con su antena circular del tamaño de un estadio. Thornhill era perfectamente consciente de que la supersecreta ANS poseía tecnología que dejaba en ridículo todos los medios de la CIA. Se decía que la información que la ANS recogía continuamente del aire podía llenar la Biblioteca del Congreso cada tres horas, engullendo una avalancha de bytes. Thornhill había recurrido en otras ocasiones a los servicios de la ANS. Sin embargo, la ANS (internamente bromeaban diciendo que el acrónimo significaba «agencia nada segura») resultaba más bien difícil de controlar. Así pues, Thornhill no quería implicarlos en ese asunto tan delicado. Se encargaría en persona del mismo.

– ¿Sabes por qué llamo? -preguntó Buchanan.

– Por una cinta. Muy personal.

– Me gusta hablar de negocios con alguien que se cree omnisciente.

– Te agradecería que me ofrecieras alguna prueba, si no es mucho pedir -dijo Thornhill tranquilamente.

Buchanan reprodujo un fragmento de la conversación que habían mantenido con anterioridad.

– Gracias, Danny. ¿Cuáles son tus condiciones?

– Punto uno: no te acerques a la hija de Lee Adams. Retira a tus hombres. Para siempre.

– ¿Acaso estás ahora con el señor Adams y la señorita Lockhart?

– Punto dos: nosotros tres también somos intocables. Si ocurre algo remotamente sospechoso, la cinta irá directa al FBI.

– Durante nuestra última conversación dijiste que ya disponías de los medios para destruirme -comentó Thornhill.

– Mentía.

– ¿Saben Adams y Lockhart que estoy implicado?

– No.

– ¿Cómo puedo confiar en ti?

– Si lo supieran correrían todavía más peligro. Lo único que quieren es sobrevivir. Hoy día parece un objetivo bastante habitual. Y me temo que tendrás que confiar en mi palabra.

– Aunque acabas de reconocer que me habías mentido? -Exactamente. Dime, ¿cómo te sientes? -inquirió Buchanan.

– ¿Y mi plan a largo plazo?

– Ahora mismo me importa un bledo.

– ¿Por qué huiste?

– Ponte en mi lugar; ¿qué habrías hecho?

– Nunca me habría permitido acabar en tu lugar -aseveró Thornhill.

– Menos mal que no todos podemos ser como tú. ¿Hemos llegado a un acuerdo?

– No tengo elección, ¿verdad?

– Bienvenido al club -dijo Buchanan-. No obstante, puedes estar absolutamente seguro de que si nos ocurre algo a alguno de los tres estás acabado. Pero si juegas limpio, alcanzarás tu objetivo. Todo el mundo vivirá para celebrarlo.

– Es un placer negociar contigo, Danny.

Thornhill colgó y se quedó ahí sentado hirviendo de indignación durante unos minutos. Telefoneó a otra persona pero no obtuvo los resultados esperados. No habían localizado la llamada. Bueno, no era tan grave. Apenas confiaba en que lo lograran. Todavía tenía un as en la manga. Marcó otro número y en esta ocasión la información le hizo esbozar una sonrisa. Tal como había dicho Danny, Thornhill sabía todo lo que había que saber y dio gracias a Dios por su omnisciencia. Cuando uno se preparaba para cualquier eventualidad, era difícil que saliese derrotado.

Buchanan estaba con Lockhart, de eso no cabía la menor duda. Sus dos pájaros dorados ocupaban el mismo nido. Eso simplificaba su tarea sobremanera. Buchanan se había pasado de listo.

Estaba a punto de servirse otro whisky cuando su esposa asomó la cabeza a la puerta. ¿Le apetecía ir al club con ella? Había un torneo de bridge. Acababan de llamarla. Una pareja había anulado su participación y querían saber si los Thornhill tendrían a bien ocupar su lugar.

– De hecho -dijo él-, estoy absorto en una partida de ajedrez. -Su esposa echó un vistazo alrededor de la estancia vacía-. Oh, es a distancia, querida -explicó Thornhill señalando con la cabeza al ordenador-. Ya sabes la de cosas que permite la tecnología actual. Puedes enfrentarte con alguien sin verlo siquiera.

– Bueno, no te acuestes tarde -dijo ella-. Has estado trabajando mucho y ya no eres un jovencito.

– Veo luz al final del túnel -afirmó Thornhill. Y en ese momento estaba diciendo la pura verdad.

48

Reynolds y Connie llegaron a Duck, Carolina del Norte, alrededor de la una de la madrugada tras una única parada para repostar y comer algo, y poco después se hallaban en Pine Island. Las calles estaban oscuras y los comercios cerrados. Sin embargo, tuvieron la suerte de encontrar una gasolinera que permanecía abierta toda la noche. Mientras Reynolds compraba dos cafés y unos bollos, Connie preguntó al empleado dónde estaba la pista de aterrizaje. Se sentaron en el aparcamiento de la gasolinera, comieron y reflexionaron sobre la situación.

– He llamado a la Oficina de Campo -informó Connie a Reynolds mientras removía el azúcar del café-. Un giro interesante. Buchanan ha desaparecido.

Reynolds engulló un trozo de bollo y lo miró de hito en hito.

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