David Baldacci - A Cualquier Precio

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David Buchanan aplica sucias presiones para financiar causas honrosas. Robert Thornhill, un alto cargo de la CIA, descubre el juego y empieza a chantajearle, pues quiere devolver a la CIA el prestigio perdido. Faith Lockhart, una tercera persona implicada en este asunto, opina que se ha ido demasiado lejos y decide confesarlo todo al FBI. Su vida a partir de entonces tiene un precio

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– Deberías llamar, Lee.

– ¿Y qué demonios se supone que tengo que decir? Quieren que te cambie por ella.

Faith posó una mano sobre su hombro, le acarició la nuca y se apoyó en él.

– Llámalos. Y luego ya veremos qué hacemos. No le va a pasar nada a tu hija.

Lee la miró.

– No puedes garantizármelo.

– Puedo garantizarte que haré todo lo posible para asegurarme de que no sufra ningún daño.

– ¿lncluso entregarte?

– Si tengo que hacerlo, sí. No voy a permitir que una persona inocente sufra por mi culpa.

Lee se desplomó en el sofá.

– Se supone que tengo que ser capaz de funcionar bien bajo presión y ni siquiera consigo ordenar mis pensamientos.

– Llámalos -insistió Faith con gran firmeza.

Lee respiró a fondo y marcó los números. Faith estaba sentada a su lado escuchando. La señal de llamada sonó una vez y entonces obtuvieron respuesta.

– ¿Señor Adams?

Lee no reconoció la voz. Poseía cierta cualidad mecánica que le hizo pensar que la modificaban con algún medio. Sonaba lo bastante inhumana como para hacerle sentir un hormigueo en la piel que le producía un terror absoluto.

– Soy Lee Adams.

– Fue todo un detalle por su parte dejar su número de móvil en su apartamento. Así nos ha sido mucho más fácil ponernos en contacto con usted.

– Acabo de preguntar por mi hija. Está bien. Y he llamado a la policía, así que su plan de secuestro…

– No tengo la menor necesidad de secuestrar a su hija, señor Adams.

– Entonces no sé por qué estoy hablando con usted.

– No hace falta secuestrar a una persona para matarla. Su hija puede ser eliminada hoy, mañana, el mes que viene o el próximo año. Mientras se dirige a clase, juega al lacrosse, va en coche, incluso mientras duerme. Su cama está al lado de una ventana, en la planta baja. Suele quedarse hasta tarde en la biblioteca. La verdad es que no podría resultar más fácil.

– ¡Cabrón! ¡Hijo de puta! -Lee parecía querer partir el teléfono en dos.

Faith lo sujetó por los hombros, intentando calmarlo. La voz siguió hablando con una tranquilidad irritante.

– El histrionismo no ayudará a su hija. ¿Dónde está Faith Lockhart, señor Adams? Eso es todo lo que queremos. Entréguela y todos sus problemas habrán terminado.

– ¿Y se supone que debo aceptar eso como un acto de fe?

– No le queda otra opción.

– ¿Por qué da por sentado que tengo a esa mujer? -preguntó Lee.

– ¿Quiere que muera su hija?

– Pero si Lockhart se ha escapado.

– Muy bien, la semana que viene puede enterrar a Renee. Faith tiró a Lee del brazo y señaló el teléfono.

– ¡Espere, espere! -exclamó Lee-. De acuerdo, si yo tuviera a Faith, ¿qué propondría usted?

– Un encuentro.

– Ella no vendrá por voluntad propia.

– No me importa cómo consiga traerla -repuso la voz-. Eso es asunto suyo. Estaremos esperando.

– ¿Y me dejarán marchar?

– La deja a ella y se larga. Nosotros nos ocuparemos del resto. Usted no nos interesa.

– ¿Dónde?

Le indicaron una dirección en las afueras de Washington, D.C., en el lado de Maryland. Conocía bien el barrio: era una zona muy aislada.

– Tengo que conducir hasta allí. Y la poli está por todas partes. Necesito unos cuantos días.

– Mañana por la noche. A las doce en punto.

– Maldita sea, eso no es mucho tiempo.

– Entonces le sugiero que vaya arrancando el vehículo.

– Escúcheme bien -masculló Lee-, si le ponen la mano encima a mi hija, los encontraré, no sé cómo, pero lo haré. Se lo juro. Primero le romperé todos los huesos del cuerpo y luego le haré daño de verdad.

– Señor Adams, considérese el hombre más afortunado sobre la faz de la tierra porque no le consideramos una amenaza. Y hágase un favor: cuando se marche no se le ocurra mirar hacia atrás. No se convertirá en una estatua de sal pero no le gustará lo que vea. -El hombre colgó.

Lee dejó el teléfono. Durante unos minutos él y Faith permanecieron sentados en silencio.

– ¿Y ahora qué hacemos? -logró decir Lee finalmente. -Danny aseguró que llegaría aquí lo antes posible. -Fantástico. Me han dado un plazo: la medianoche de mañana. -Si Danny no Llega a tiempo, iremos al lugar que te ha indicado, pero antes pediremos refuerzos.

– ¿A quién, al FBI? -inquirió Lee. Faith asintió-. Faith, no estoy seguro de tener tiempo suficiente para explicar todo esto a los agentes federales en un año, y mucho menos en un día.

– Es todo lo que tenemos, Lee. Si Danny llega aquí a tiempo y tiene un plan mejor, lo ponemos en práctica. De lo contrario, llamaré a la agente Reynolds. Ella nos ayudará. La convenceré. -Le apretó el brazo con fuerza-. No le va a pasar nada a tu hija, te lo prometo.

Lee le estrechó la mano, deseando de todo corazón que Faith estuviera en lo cierto.

44

Buchanan tenía previstas varias reuniones en el Congreso a última hora de la tarde, para hablar ante un público que no quería recibir su mensaje. Era como lanzar una pelota contra una ola. 0 le golpearía en la cara o se perdería en el mar. Bueno, hoy era el último día. Después, se habría acabado.

El coche lo dejó cerca del Capitolio. Subió las escaleras principales y se encamino hacia la parte del edificio que ocupaba el Senado, donde ascendió por la amplia escalinata, que en su mayor parte era de zona restringida, y siguió hasta el segundo piso, donde se podía circular libremente.

Buchanan sabía que ahora lo seguían más personas. Aunque había muchos tipos con traje negro por ahí, había recorrido esos vestíbulos las suficientes veces como para darse cuenta de quién debía estar allí y quién parecía fuera de lugar. Supuso que eran los hombres del FBI y de Thornhill. Tras el encuentro en el coche, la Rana habría desplegado más recursos. Bien. Buchanan sonrió. A partir de ahora, llamaría Rana al hombre de la CIA. A los espías les gustaban los nombres en clave. Además, no se le ocurría otro más apropiado para Thornhill. Sólo esperaba que su aguijón fuera lo bastante potente y que la espalda reluciente e incitante de la Rana no resultara ser demasiado resbaladiza.

Lo primero con lo que uno se encontraba al llegar a la segunda planta y torcer a la izquierda era una puerta. Junto a ella había un hombre trajeado de mediana edad. No había ninguna placa que indicara de quién era aquel despacho. Justo al lado estaba el de Franklin Graham, el ujier del Senado. Su trabajo consistía en mantener el orden en la sala, prestar apoyo administrativo y encargarse del protocolo del Senado. Graham era buen amigo de Buchanan.

– Me alegro de verte, Danny -dijo el hombre trajeado. -Hola, Phil, ¿qué tal tu espalda?

El médico dice que debería operarme.

– Hazme caso, no permitas que te abran. Cuando te duela, tomate un buen trago de whisky, canta una canción a voz en grito y haz el amor con tu mujer.

– Beber, cantar y amar… A mí me parece un buen consejo -opinó Phil.

– ¿Qué esperabas de un irlandés?

Phil se rió.

– Eres un buen hombre, Danny Buchanan.

– ¿Sabes por qué estoy aquí?

Phil asintió.

– El señor Graham me lo ha dicho. Ya puedes entrar.

Abrió la puerta con una llave y Buchanan entró. Phil cerró y se quedó haciendo guardia. No reparó en los dos pares de personas que habían presenciado con disimulo esta conversación.

No sin razón, los agentes supusieron que podían esperar a que Buchanan saliera para continuar vigilándolo. Al fin y al cabo, estaban en la segunda planta, y el hombre no echaría a volar.

En el interior de la sala, Buchanan tomó un impermeable del colgador. Por suerte para él, estaba lloviznando. En otra percha había un casco amarillo. Se lo puso. Acto seguido, extrajo unas gafas de culo de botella y unos guantes de trabajo del maletín. Por lo menos desde cierta distancia, con el maletín oculto bajo el impermeable, el cabildero podía pasar por peón.

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