Ella se hundió en una silla.
– Lo siento. Acabo de hablar con el detective Crowe y no estoy de buen humor.
– Parece que tiene ese efecto sobre las mujeres.
Ambos rieron con risas agobiadas que derritieron toda hostilidad mutua.
– ¿Cómo va todo, Catherine?
– Tuvimos algunos momentos espeluznantes, pero creo que logré estabilizarla.
– No, me refería a ti. ¿Estás bien?
Era más que una pregunta de cortesía; notaba un verdadero interés en su voz, y no supo qué contestarle. Sólo sabía que era bueno sentir que se interesaban por ella. Que sus palabras habían logrado sonrojarla.
– ¿No volverás a casa, verdad? -dijo él-. Hasta que cambien las cerraduras.
– Me da tanta rabia. Me quitó el único lugar donde me sentía segura.
– Lo volveremos a hacer seguro. Me ocuparé de mandar a un cerrajero.
– ¿Un sábado? Eres un trabajador milagroso.
– No. Sólo tengo una excelente agenda.
Ella se reclinó, sintiendo que se aflojaba la tensión sobre sus hombros. Todo a su alrededor en la unidad de terapia intensiva zumbaba de actividad, pero su atención estaba completamente enfocada en el hombre cuya voz ahora la tranquilizaba, le brindaba seguridad.
– ¿Y cómo estás tú? -preguntó ella.
– Temo que mi día recién comienza. -Interrumpió la conversación para contestar a una pregunta, algo sobre qué evidencia guardar. Otras voces hablaban en el fondo. Se lo imaginó en el dormitorio de Nina Peyton, con todas las huellas del horror rodeándolo. Pero su voz era tranquila y serena.
– ¿Me llamarás en cuanto ella despierte? -dijo Moore.
– El detective Crowe anda rondando por aquí como un buitre. Estoy segura de que él se enterará antes que yo.
– ¿No crees que ella despierte?
– ¿Una respuesta sincera? -dijo Catherine-. No lo sé. No hago más que repetírselo al detective Crowe, y él se niega a aceptarlo.
– ¿Doctora Cordell? -Era la enfermera de Nina Peyton, llamándola desde el cubículo. El tono de su voz alarmó instantáneamente a Catherine.
– ¿Qué sucede?
– Tiene que venir a ver esto.
– ¿Algo anda mal? -dijo Moore en el teléfono.
– No cuelgues. Déjame averiguar. -Dejó el teléfono y caminó hasta el cubículo.
– Estaba limpiándola con una toalla -dijo la enfermera-. La trajeron del quirófano con un poco de sangre seca. Cuando la volteé de este lado, lo vi. Está detrás de su cadera izquierda.
– Muéstremelo.
La enfermera tomó a la paciente por el hombro y la empujó suavemente.
– Ahí está.
El terror dejó a Catherine clavada al piso. Observó el alegre mensaje que había sido escrito con marcador negro sobre la piel de Nina Peyton.
Feliz cumpleaños, ¿te gusta mi regalo?
Moore la encontró en la cafetería del hospital. Estaba sentada en una mesa del rincón, la espalda contra la pared, asumiendo la postura de alguien que se sabe amenazado y espera el ataque que se avecina. Todavía llevaba puesto el guardapolvos quirúrgico, y el pelo estaba recogido en una cola de caballo, resaltando sus atractivos rasgos angulosos, la cara lavada, los ojos brillantes. Necesariamente debía de estar tan exhausta como él, pero el miedo había hecho aumentar su nivel de alerta, y se veía como un gato feroz, observando cada movimiento cercano a la mesa. Frente a ella había una taza medio llena de café. «¿Cuántas habrá tomado ya?», se preguntó, y vio que temblaba mientras tomaba la taza. No era la mano firme de un cirujano, sino la mano de una mujer asustada.
Se sentó frente a ella.
– Habrá una patrulla estacionada frente a tu edificio toda la noche. ¿Tienes tus nuevas llaves?
Ella asintió.
– El cerrajero vino a dármelas. Me dijo que colocó el Rolls Royce de las cerraduras.
– Estarás bien, Catherine.
Ella miró su café.
– Ese mensaje estaba destinado a mí.
– Lo sabemos.
– Ayer fue mi cumpleaños. Lo sabe. Y sabe que tenía una guardia programada.
– Si es él el que escribió eso.
– No me digas tonterías. Sabes que era él.
Tras una pausa, Moore asintió.
Se quedaron sentados por un momento sin hablar. Ya era tarde, y casi todas las mesas estaban vacías. Detrás del mostrador, los empleados de la cafetería retiraban las bandejas con comida, y el vapor se elevaba en columnas etéreas. Un cajero solitario abrió con un crujido un paquete de monedas, que comenzaron a tintinear dentro de la caja.
– ¿Y qué hay de mi oficina? -dijo ella.
– No dejó huellas digitales.
– O sea que no tienes ninguna pista.
– No tenemos nada -admitió.
– Entra y sale de mi vida como el aire. Nadie lo ve. Nadie sabe cómo es. Podría poner rejas en todas mis ventanas y aun así seguiría con miedo de dormirme.
– No tienes que volver a casa. Te puedo llevar a un hotel.
– No importa dónde me oculte. Él sabrá dónde estoy. Por alguna razón, me eligió a mí. Ya me dijo que soy la próxima.
– No lo creo. Advertir a su próxima víctima hubiera sido un movimiento increíblemente estúpido de su parte. Y el Cirujano no es estúpido.
– ¿Y por qué me contactó? ¿Por qué me deja notas en…? -Tragó saliva.
– Podría ser un desafío para nosotros. Una manera de burlarse de la policía.
– ¡Entonces ese hijo de puta tendría que haberte escrito a ti! -El timbre de su voz fue tan agudo que una enfermera que se servía café se volvió para mirarla.
Sonrojándose, Catherine bajó a tierra. Se sentía incómoda por su arrebato, y se mantuvo en silencio mientras salían del hospital. Él quería tomarla de la mano, pero pensó que ella lo rechazaría, interpretándolo como un gesto condescendiente. Por sobre todo, no quería que ella pensara que él era condescendiente. Más que cualquier otra mujer que conociera, Catherine le inspiraba respeto.
Sentada en su auto, le dijo suavemente:
– Perdí el control allí. Lo siento.
– En estas circunstancias, cualquiera lo haría.
– No tú.
Su sonrisa era irónica.
– Yo, desde luego, nunca pierdo el control.
– Sí, ya lo noté.
«¿Y qué quiere decir con eso?», se preguntó mientras manejaba hacia Back Bay. ¿Que lo consideraba inmune a las tormentas que exasperan al común de los mortales? ¿Desde cuándo una lógica clara y distinta significaba ausencia de emociones? Sabía que sus compañeros en la Unidad de Homicidios se referían a él como Santo Tomás, el sereno. El hombre al cual dirigirse cuando las situaciones se volvían incontrolables y hacía falta una voz tranquila. No conocían al otro Thomas Moore, el hombre que se quedaba frente al armario de su esposa por la noche, inhalando la fragancia cada vez más tenue de sus ropas. Sólo veían la máscara que él les permitía ver.
– Es fácil para ti conservar la calma frente a todo esto. Tú no eres su blanco -dijo con una nota de resentimiento.
– Tratemos de considerarlo racionalmente…
– ¿Considerar la propia muerte? Por supuesto que puedo ser racional.
– El Cirujano ha establecido un patrón en el que se siente cómodo. Ataca por la noche, no durante el día. En el fondo es un cobarde, incapaz de enfrentar a una mujer en igualdad de condiciones. Quiere que su presa sea vulnerable. Que esté en la cama y dormida. Incapaz de defenderse.
– ¿Entonces nunca debería dormir? Es una solución fácil.
– Lo que quiero decir es que evitará atacar a alguien en horas del día, cuando la víctima es capaz de defenderse. Es en la oscuridad donde todo cambia.
Frenó el auto frente a la casa de Catherine. Aunque el edificio carecía del encanto de las viejas residencias de ladrillo sobre la avenida Commonwealth, tenía la ventaja de un estacionamiento cerrado y bien iluminado. Para acceder a la entrada principal se necesitaban tanto las llaves como el código de seguridad indicado, que Catherine marcó en un tablero.
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