– O con Catherine Cordell -dijo Moore.
La cartera de la víctima descansaba encima de la cómoda. Con las manos enguantadas, Moore revisó su contenido.
– Billetera con treinta y cuatro dólares. Dos tarjetas de crédito. Carta triple A. Identificación laboral de Suministros Científicos Lawrence, departamento de ventas. Licencia de conducir, Nina Peyton, veintinueve años de edad, un metro sesenta y cuatro, cincuenta y nueve kilos. -Dio vuelta la tarjeta-. Es donante de órganos.
– Creo que acaba de hacerlo -dijo Rizzoli.
Abrió el cierre del bolsillo interno.
– Hay una agenda.
Rizzoli volvió la cara con interés.
– ¿Sí?
Abrió el cuaderno en el mes en curso. Estaba en blanco. Pasó las páginas hacia atrás, hasta que encontró una anotación escrita cerca de ocho semanas atrás: pagar alquiler. Pasó un par de páginas más y encontró diversas anotaciones: Cumpleaños de Sid. Tintorería. Concierto a las 8:00. Reunión de personal. Todos los pequeños detalles mundanos que constituían una vida.
¿Por qué las anotaciones se habían detenido súbitamente ocho semanas atrás? Pensó en la mujer que había escrito esas palabras, imprimiéndolas nítidamente con tinta azul. Una mujer que probablemente esperaba con ansiedad llegar a la página de diciembre y que se imaginaba la Navidad y la nieve con todas las razones para creer que estaría viva para verlo.
Cerró el cuaderno, y de pronto lo embargó una tristeza tan grande que por un momento no pudo hablar.
– No hay nada más entre las sábanas -dijo Frost encorvado sobre la cama-. No hay hilos quirúrgicos ni instrumental ni nada.
– Para un tipo que supuestamente estaba apurado por largarse -dijo Rizzoli- hizo un muy buen trabajo de limpieza. Y miren. Tuvo tiempo para doblar el camisón. -Apuntó a un camisón de algodón pulcramente doblado sobre una silla-. Esto no concuerda con su supuesto apuro.
– Pero dejó a su víctima viva -dijo Moore-. El peor error de todos.
– Hay algo que no cierra, Moore. Dobla el camisón, recoge todas sus cosas. ¿Y luego es tan descuidado como para dejar una testigo? Es demasiado astuto como para cometer un error de esa clase.
– Hasta el más astuto puede arruinarlo todo -dijo Zucker-. Ted Bundy fue descuidado al final.
Moore miró a Frost.
– ¿Tú llamaste a la víctima?
– Sí. Cuando revisábamos esa lista de números telefónicos que nos dio la biblioteca. Llamé a esta casa cerca de las dos, dos y cuarto. Me atendió un contestador. No dejé mensaje.
Moore miró alrededor del cuarto, pero no vio ningún contestador. Caminó hasta el living y ubicó el teléfono sobre una mesa. Tenía un identificador de llamadas, y el botón de la memoria estaba manchado de sangre. Utilizó la punta de un lápiz para apretar el botón, y el número del teléfono de la última llamada apareció en la pantalla digital: Departamento de Policía de Boston. 2:14 A.M.
– ¿Será eso lo que lo asustó? -preguntó Zucker, que lo había seguido hasta el living.
– Estaba aquí cuando Frost llamó. Hay sangre en el botón del identificador.
– Entonces el teléfono sonó. Y nuestro asesino no había terminado. Nohabía colmado su satisfacción. Pero el teléfono que sonó en medio de la noche debe de haberlo sacudido. Vino hasta aquí, al living, y vio el número en el identificador de llamadas. Vio que era la policía tratando de localizar a la víctima. -Zucker hizo una pausa-. ¿Qué harías tú en su lugar?
– Saldría de aquí.
Zucker asintió, y una sonrisa se dibujó en sus labios.
«Todo esto es un juego para ti», pensó Moore. Se acercó a la ventana y miró hacia la calle, que ahora se iluminaba con un brillante caleidoscopio de relampagueantes luces azules. Media docena de patrulleros estaban estacionados frente a la casa. La prensa estaba allí también; podía ver las camionetas de la televisión local instalando sus conexiones satelitales.
– No llegó a disfrutarlo -dijo Zucker.
– Completó la extirpación.
– No, eso es sólo el recuerdo. Un pequeño recordatorio de su visita. No vino aquí sólo para llevarse un órgano. Vino en busca del estremecimiento total: sentir cómo se va agotando la vida de una mujer. Pero esta vez no lo consiguió. Fue interrumpido, distraído por el miedo de que la policía llegase. No se quedó lo suficiente para ver morir a su víctima. -Zucker hizo una pausa-. La próxima será muy pronto. Nuestro asesino está frustrado, y la tensión se le volverá insoportable. Lo que significa que ya está un busca de una nueva víctima.
– O tal vez ya la eligió -dijo Moore. Y pensó: «Catherine Cordell».
Las primeras franjas de claridad encendían el cielo. Moore no dormía desde hacía cerca de veinticuatro horas, había estado ocupado casi toda la noche, funcionando sólo con café. No obstante, cuando miró el cielo no fue cansancio lo que sintió, sino una agitación renovada. Había alguna conexión entre Catherine y el Cirujano, una conexión que se le escapaba. Algún trazo invisible que la ataba a ese monstruo.
– Moore.
Se volvió hacia Rizzoli, y captó en el acto la ansiedad de su mirada.
– Acaban de llamar de Crímenes Sexuales -dijo-. Nuestra víctima es una dama muy desafortunada.
– ¿Qué quieres decir?
– Hace dos meses, Nina Peyton fue atacada sexualmente.
La noticia lo aturdió. Pensó en las páginas en blanco en la agenda de la víctima. Las anotaciones se habían interrumpido hacía ocho semanas. Era allí donde la vida de Nina Peyton había pegado una brusca frenada.
– ¿Hay alguna clase de informe para consultar? -dijo Zucker.
– No sólo un informe -dijo Rizzoli-. Se recogieron muestras.
– ¿Dos víctimas de violación? -dijo Zucker-. ¿Puede ser tan fácil?
– ¿Crees que es el violador el que vuelve para matarlas?
– Tiene que haber algo más que una posibilidad azarosa. El diez por ciento de los violadores seriales se comunica con sus víctimas. Es la manera que tiene el sujeto de prolongar el tormento. La obsesión.
– La violación como preludio del asesinato. -Rizzoli lanzó un chasquido de disgusto-. Maravilloso.
Una nueva idea se le ocurrió a Moore.
– Dijiste que hay muestras de la violación. ¿Se hizo un examen vaginal?
– Sí. Falta el ADN.
– ¿Quién recogió esas muestras? ¿Fue a una sala de emergencias? -Estaba casi seguro de que le contestaría: «Hospital Pilgrim».
Pero Rizzoli negó con la cabeza.
– No fue a emergencias. Se dirigió a la Clínica para Mujeres Forrest Hill. Queda al final de la ruta.
Sobre la pared de la sala de espera de la clínica, un póster en colores de los genitales femeninos se desplegaba por encima de las palabras: «Mujer. Fascinante belleza». Aunque Moore estaba de acuerdo en que la mujer era una maravillosa creación de la naturaleza, se sentía como un sucio voyeur mientras observaba ese diagrama tan explícito. Notó que varias mujeres en la sala de espera lo miraban como las gacelas miran a un depredador en su entorno. El hecho de que lo acompañara Rizzoli no parecía alterar el factor de que se trataba de un varón intruso.
Sintió alivio cuando la recepcionista finalmente dijo:
– Los atenderá ahora, detectives. Es la última puerta a la derecha.
Rizzoli encabezó la marcha por el pasillo, dejando atrás pósters como «Los diez indicios de que tu compañero es abusivo» o «¿Cómo sé si es violación?». Con cada paso sentía que una mancha de culpabilidad masculina se le adhería como grasa a la ropa. Rizzoli no sentía nada de eso; estaba en un terreno familiar. El territorio de las mujeres. Golpeó una puerta con el cartel: «Sarah Daly, enfermera practicante».
– Adelante.
La mujer que se puso de pie para saludarlos era joven y de aspecto moderno. Bajo su uniforme blanco llevaba unos pantalones y una camiseta negra, y su corte varonil ponía de relieve sus ojos de muchacho y los elegantes pómulos. Pero lo que Moore no pudo dejar de mirar fue el pequeño arito de oro en su narina izquierda. Durante casi toda la entrevista sintió que le hablaba a ese aro.
Читать дальше