J. Robb - Una muerte extasiada

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Tres hombres aparecen muertos con una sonrisa en los labios. Los presuntos suicidas no tienen nada en común, ni aparentes motivos para querer quitarse la vida, La teniente Eve Dallas pone en tela de juicio la tesis del suicidio y las autopsias le dan la razón. En los cerebros de las tres víctimas se detectan pequeñas quemaduras. En su investigación, Eve se adentra en el inquietante mundo de la realidad virtual donde los mismos mecanismos concebidos para despertar el deseo pueden inducir a la mente a su propia destrucción.

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– La compensaré. -Su telenexo portátil emitió un pitido. Leyó la pantalla y ordenó una impresión-. Aquí tenemos la orden judicial.

– ¿Orden? -Feeney cogió una trufa y se la metió en la boca-. ¿Para qué?

Eve se volvió y señaló la consola.

– Para ella. ¿Listo para utilizar tu magia?

Feeney tragó la trufa y miró la consola. Los ojos se le llenaron de una luz que muchos habrían llamado amor.

– ¿Quieres que toque algo? Caray.

Se puso de pie de un salto y casi corrió hasta el equipo. Lo recorrió reverente con las manos y Eve lo oyó murmurar algo así como TX-42, con ondas sonoras de alta velocidad.

– ¿Me autoriza la orden a anular el código de la cerradura?

– Sí, Feeney. Esto es algo serio.

– ¡A quién se lo vas a decir! -Levantó las manos y se rotó los dedos como un experto en abrir cajas fuertes a punto de dar el gran golpe-. Esta criatura sí es algo serio. El diseño es todo un acierto, y tiene una potencia que está fuera de escala. Es…

– Probablemente la causa de cuatro muertes -dijo Eve. Se acercó y añadió-: Déjame ponerte al día.

Al cabo de veinte minutos, utilizando el equipo portátil que llevaba en el coche, Feeney trabajaba absorto. Eve no podía entender qué murmuraba, y él se impacientaba cuando ella se inclinaba por encima de su hombro.

Esto permitió a Eve pasearse por la habitación y hacer una llamada para informarse del estado de Jess. Acababa de ordenar a Peabody que la relevara un agente y volviera a casa para dormir un poco cuando Roarke entró.

– Me he disculpado por ti a nuestros invitados -dijo y se sirvió otro brandy-. Les he explicado que te surgió un imprevisto. Me han compadecido por vivir con una policía.

– Traté de advertirte que hacías un mal negocio. -Él sonrió.

– Eso ha aplacado a Mavis. Espera tu llamada mañana.

– La llamaré. Tendré que explicarle algunas cosas. ¿Ha preguntado por Barrow?

– Le dije que se había sentido… indispuesto de repente. -Roarke no la rozó siquiera. Deseaba hacerlo, pero aún no estaba preparado-. Te duele todo, Eve. Salta a la vista.

– Vuelve a taparme la nariz y te tumbo. Feeney y yo tenemos mucho que hacer aquí, y debo estar despierta. No soy frágil, Roarke. -Le suplicó con los ojos que lo olvidara-. Métetelo en la cabeza.

– No lo consigo. -Dejó a un lado el coñac y se metió las manos en los bolsillos-. Podría echar una mano allí -añadió, inclinando la cabeza hacia Feeney.

– Es un asunto policial. No estás autorizado a tocar el aparato.

Cuando él volvió a mirarla con algo del viejo humor, ella soltó un suspiro.

– Es cosa de Feeney -replicó-. Está jerárquicamente por encima de mí, y si quiere meterte en esto, es asunto suyo. Yo no quiero saber nada. Tengo informes que preparar.

Se encaminó a la puerta con aire irritado.

– Eve. -Cuando ella se detuvo y lo miró con ceño, él negó con la cabeza-. Nada. -Y se encogió de hombros, impotente.

– Déjalo estar, maldita sea. Me estás hartando -replicó ella saliendo a grandes zancadas y casi haciéndole sonreír.

– Yo también te quiero -murmuró él. Luego se acercó a Feeney y preguntó-: ¿Qué tenemos aquí?

– Es tan hermoso que hace que me salten las lágrimas, te lo juro. Te digo que ese tipo es un auténtico genio. Ven aquí y mira este panel de mandos. Sólo míralo.

Roarke se quitó la americana, se agachó y se puso manos a la obra.

Ella no se acostó. Por una vez olvidó sus prejuicios y se tomó su autorizada dosis de anfetas, que le disiparon el cansancio y le sacudieron la mayoría de las telarañas de la cabeza. Utilizó la ducha, se puso un vendaje de hielo en la rodilla dolorida y se dijo que se ocuparía de las contusiones más tarde.

Eran las seis de la mañana cuando volvió a la terraza del tejado. Habían desmotando la consola metódicamente, y los cables, tableros, chips, discos y paneles estaban distribuidos por el reluciente suelo en lo que supuso eran pilas ordenadas.

Con su elegante camisa de seda y los pantalones hechos a medida, Roarke se hallaba sentado con las piernas cruzadas en medio de ellas, introduciendo datos en una tarjeta-diario. Se había recogido el cabello para impedir que le cayera sobre la cara y tenía una expresión concentrada, sus ojos azules increíblemente abiertos para la hora que era.

– Ya lo tengo -murmuró Feeney-. He visto algo parecido antes. Muy parecido. Los componentes se están comprobando ellos mismos. -Le pasó la tarjeta-diario por debajo del panel inferior de la consola-. Echa un vistazo.

Roarke se la arrebató.

– Sí, podría servir. Podría jodidamente servir. ¡Chúpamela!

– Los irlandeses tienen un bonito lenguaje.

Ante el tono seco de Eve, Feeney levantó la cabeza de golpe. Tenía el cabello en punta, como si hubiera sufrido una descarga al toquetear el equipo. Los ojos le brillaban desorbitados.

– Eh, Dallas. Creo que lo tenemos.

– ¿Por qué habéis tardado tanto?

– Muy graciosa. -La cabeza de Feeney volvió a desaparecer.

Eve cruzó una larga y seria mirada con Roarke.

– Buenos días, teniente.

– No estás aquí -respondió ella pasando por su lado-. No te veo. ¿Qué tienes, Feeney?

– Hay un montón de opciones en esta criatura -empezó él, y volvió a salir para acomodarse en la silla de la consola-. Un montón de chismes, todos impresionantes. Pero el que más nos ha costado encontrar, porque estaba escondido bajo varios dispositivos de seguridad, es una auténtica maravilla. Volvió a pasar las manos por la consola, acariciando la lisa superficie que ahora sólo cubría entrañas vacías. -El diseñador habría hecho una gran carrera en el departamento electrónico. La mayoría de los tipos por debajo de mí no saben hacer lo que él ha hecho. La creatividad -la señaló con un dedo- no está en las fórmulas y los teclados. La creatividad convierte un triste rincón en un campo abierto. Y este tipo ha recorrido ese campo. Es su jodido dueño. Y esto es lo qúe él llamaría su mayor logro.

Le tendió la tarjeta-diario sabiendo que ella iba a fruncir el entrecejo al ver los códigos y componentes.

– ¿Y bien?

– Requiere cierta pericia llegar a esto. Lo tenía oculto tras su pase privado, con su propia voz y la palma de su mano. Y bajo varios dispositivos de seguridad. Casi saltamos por los aires hace una hora, ¿verdad, Roarke?

Roarke se levantó y metió las manos en los bolsillos.

– No he dudado de ti ni por un momento, capitán.

– ¡Y un cuerno! -Feeney sonrió con complicidad-. Si tú no estabas rezando tus oraciones, muchacho, yo sí. Y sin embargo no puedo pensar en muchas otras personas con quienes me gustaría saltar por los aires.

– El sentimiento es casi mutuo.

– Si habéis terminado vuestras varoniles muestras de afecto, ¿os importaría explicarme qué demonios debería estar viendo aquí?

– Es un escáner. El más intrincado que jamás he visto aparte de en Reconocimiento.

– ¿Reconocimiento?

Se trataba de un examen que todos los policías temían, y al que debían enfrentarse cuando se habían visto obligados a utilizar sus armas para matar.

– Aun cuando tenemos archivados los patrones de las ondas cerebrales de cada miembro del DPSNY, durante los reconocimientos se hace un escáner. Se buscan las posibles lesiones, defectos y anomalías que pueden haberle llevado a utilizar la máxima fuerza. Este escáner se compara con el último realizado, y el individuo debe realizar un par de viajes de realidad virtual en los que se utilizan los datos obtenidos a partir del escáner. Un asunto desagradable.

Feeney sólo había pasado por ello en una ocasión y esperaba no tener que volver a hacerlo.

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