J. Robb - Una muerte extasiada

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Tres hombres aparecen muertos con una sonrisa en los labios. Los presuntos suicidas no tienen nada en común, ni aparentes motivos para querer quitarse la vida, La teniente Eve Dallas pone en tela de juicio la tesis del suicidio y las autopsias le dan la razón. En los cerebros de las tres víctimas se detectan pequeñas quemaduras. En su investigación, Eve se adentra en el inquietante mundo de la realidad virtual donde los mismos mecanismos concebidos para despertar el deseo pueden inducir a la mente a su propia destrucción.

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– ¿Y comprendes esos derechos y alternativas tal como están estipulados?

– Los entendí entonces y los entiendo ahora.

– ¿Deseas esta vez hacer uso de tu derecho a solicitar un abogado o representante?

– No necesito a nadie aparte de mí mismo.

– Muy bien. -Eve se sentó, entrelazó las manos y sonrió-. Empecemos. En tu declaración anterior admitiste haber diseñado y utilizado un equipo concebido para alterar los patrones de conducta y las ondas cerebrales personales.

– No admití ni un carajo.

– Eso es cuestión de interpretaciones -replicó ella sin dejar de sonreír-. No negarás que en el curso de un acto social que tuvo lugar anoche en mi casa, utilizaste un programa que has diseñado para influenciar subliminalmente sobre Roarke, ¿verdad?

– Eh, si tu marido te sacó de allí para levantarte las faldas, es tu problema.

Eve siguió sonriendo.

– Desde luego. -Necesitaba pillarlo por allí para acusarlo de todo lo demás-. Peabody, es posible que Jess no esté enterado de la pena por falso testimonio en un interrogatorio.

– La pena consiste en un máximo de cinco años en un calabozo. ¿Pongo la grabación del primer interrogatorio, teniente? Puede que le falle la memoria a causa de la herida que sufrió durante el asalto a un oficial.

– ¿Asalto? Y una mierda -replicó Jess-. ¿Crees que puedes manipularme de ese modo? Ella me golpeó sin que yo la provocara, y luego dejó que ese cabrón de su marido entrara y…

Se interrumpió al recordar la advertencia que Roarke le había susurrado con voz sedosa mientras el dolor, si placentero de puro intenso, se extendía por todo su organismo.

– ¿Deseas formalizar una denuncia? -preguntó Eve.

– No -respondió él. Le cayó una gota de sudor del lab¡o superior y Eve volvió a preguntarse qué le había heho Roarke-. Anoche estaba alterado. Las cosas se me fueron de las manos. -Respiró hondo-. Escucha, soy musico y estoy muy orgulloso de mi trabajo, del arte que conlleva. Me gusta pensar que lo que hago influye en la gente, le llega a lo más hondo. Puede que este orgullo haya creado la impresión equivocada acerca del alcance de mi trabajo. La verdad, no sé a qué viene tanto revuelo.

Volvió a sonreír con una gran dosis de su encanto habitual al tiempo que alargaba sus esbeltas manos.

– Toda esa gente de la que hablabas anoche, no la conozco. He oído hablar de ellos, desde luego, pero no los conozco personalmente ni he tenido nada que ver con su decisión de quitarse la vida. Yo mismo me opongo a ella. En mi opinión la vida es demasiado corta tal y como es. Todo esto es un malentendido, y estoy deseando olvidarlo.

Eve se recostó en su asiento y lanzó una mirada a su ayudante.

– Peabody, está deseando olvidarlo.

– Es generoso de su parte, teniente, y no es sorprendente en estas circunstancias. La pena por violar el estatuto de la intimidad personal mediante la electrónica es muy severa. Y, por supuesto, está el cargo añadido de diseñar y utilizar un equipo con subliminales individuales. En estos momentos estamos hablando de diez años como mínimo de cárcel.

– No puedes demostrar nada. Nada. No tienes argumentos.

– Te estoy dando la oportunidad de confesar, Jess. Te ponen las cosas más fáciles cuando confiesas. Y en lo que se refiere a la demanda que mi marido y yo tenemos derecho a poner contra ti, que conste en acta que renunciaré a ese derecho siempre que admitas tu culpa en los cargos mencionados, y que esa admisión llegue en treinta segundos. Piénsalo.

– No tengo nada que pensar porque no he hecho nada. -Jess se echó hacia adelante-. No eres la única que tiene gente detrás. ¿Qué crees que ocurrirá con tu gran carrera si voy a la prensa con esta historia?

Ella le sostuvo la mirada y luego echó un vistazo al reloj de la grabadora.

– La oferta ha sido denegada. -Eve asintió hacia la cámara-. Peabody, por favor, descodifica la puerta para que entre el capitán Feeney.

Feeney entró con una radiante sonrisa. Dejó en la mesa un disco y un dosier, y tendió la mano a Jess.

– Tengo que decirte que tu trabajo es lo mejor que he visto nunca. Es un auténtico placer conocerte.

– Gracias. -Jess adoptó la actitud que adoptaba al tratar con el público y estrechaba manos calurosamente-. Me gusta mi trabajo.

– Y se nota. -Feeney se sentó-. Hacía años que no disfrutaba tanto como lo he hecho desmontando esa consola.

En otro momento, en otro lugar, habría resultado cómica la transformación que sufrió el rostro de Jess: de una expresión amable a una palidez mortal y a rojo de ira.

– ¿Me has jodido el equipo? ¿Lo has desmontado? ¡No tenías ningún derecho a tocarlo! Eres hombre muerto. ¡Estás acabado!

– Que conste en acta que el interrogado está exaltado -recitó Peabody con serenidad-. Sus amenazas contra la persona del capitán Feeney son aceptadas como emocionales antes que literales.

– Bueno, al menos por esta vez -repuso Feeney alegremente-. Pero ándate con cuidado, amigo. Si constan en acta muchas cosas así, solemos cabrearnos. -Se apoyó en los codos-. En fin, hablemos del trabajo. Tenías un sistema de seguridad admirable. Tardé un rato en anularlo. Pero llevo en el oficio tanto como años tienes tú. Diseñar ese escáner cerebral ha sido todo un logro. Es tan consistente y tan sensible al tacto. Calculé que tenía un alcance de dos metros. Vamos, eso es muchísimo para un aparato tan pequeño y portátil.

– No entraste en mi equipo -replicó Jess con voz temblorosa-. Estás fingiendo. No pudiste llegar al centro.

– Bueno, los tres dispositivos de seguridad eran peliagudos -reconoció Feeney-. Me pasé cerca de una hora con el segundo, pero el último sólo estaba acolchado. Supongo que nunca creíste que necesitarías nada a ese nivel.

– ¿Has revisado los discos, Feeney? -preguntó Eve.

– He empezado. Estás en ellos, Dallas. Roarke no está en el archivo. Es un civil, ya sabes. Pero encontré el tuyo y el de Peabody.

La oficial parpadeó.

– ¿El mío?

– Y estoy comprobando si aparecen los nombres que me has pedido, Dallas. -Volvió a dedicar una sonrisa radiante a Jess-. Has estado ocupado coleccionando especímenes. Has diseñado una bonita opción de almacenamiento, con una increíble capacidad de compresión de datos. Me va a partir el corazón tener que destruir ese equipo.

– ¡No puedes hacerlo! -exclamó Jess. Los ojos se le llenaron de lágrimas-. He puesto en él todo lo que tengo. No sólo dinero, sino tiempo, ideas, energía. Tres años de mi vida, sin un descanso. Dejé mi carrera para diseñarlo. ¿Tienes idea de lo que puedo llegar a hacer con él?

Eve recogió la pelota.

– ¿Por qué no nos lo dices, Jess? Con tus propias palabras. Nos encantaría saberlo.

17

Jess Barrow empezó a hablar despacio y a trompicones de sus experimentos e investigación, de su fascinación por la influencia de los estímulos externos sobre el cerebro humano, de los sentidos y la agudización de los mismos por medio de la tecnología.

– Aún no hemos rascado siquiera la superficie de lo que somos capaces de hacer para obtener placer o dolor -explicó-. Eso quería hacer yo. Rascar la superficie y colarme por debajo. Los sueños, Dallas. Los deseos, los temores, las fantasías. En toda mi vida la música ha sido el motor de… todo: el hambre, la pasión, la tristeza, la alegría. ¿Cuánto más intenso sería todo si pudiéramos entrar y utilizar realmente la mente para explotar y explorar?

– Así que te volcaste en el tema -lo instó ella-. Te consagraste a ello.

– Tres años. Más en realidad, pero tres dedicados exclusivamente al diseño, experimentación y perfeccionamiento. Cada penique que tenía lo dedicaba a ello. Ya no me queda prácticamente nada. Por eso necesitaba apoyo, os necesitaba a vosotros.

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