Mary Clark - Noche de paz
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Mientras Siddons cruzaba una bocacalle, Chris vio, horrorizado, que casi había chocado contra otro coche. Conducía como un loco. Estaba seguro de que causaría un accidente.
– Cruzamos la avenida Lakewood -informó.
Dos manzanas más adelante, el Toyota patinó y casi se estrelló contra un árbol.
– ¡El niño! -gritó al cabo de un minuto.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Folney.
– Acaba de abrir la portezuela del copiloto. Se ha encendido la luz interior y veo que el niño forcejea. ¡Dios mío… Siddons ha sacado el arma! ¡Parece que va a disparar contra el pequeño!
Kyrie Eleison, cantó el coro.
"Señor, ten piedad de nosotros", rezó Barbara Cavanaugh.
"Salva a mi cordero", suplicó Catherine.
"Huye, bobo, huye de él", gritó Michael mentalmente.
Jimmy Siddons estaba loco. Brian nunca había visto a nadie correr tanto. No sabía muy bien qué ocurría, pero debía de haber alguien siguiéndolos.
Apartó por un instante la vista del camino y miró a Jimmy. Había sacado el arma. Sintió que forcejeaba con su cinturón de seguridad y se lo soltaba. Después pasó el brazo por delante de Brian y le abrió la portezuela. Brian sintió una ráfaga de aire frío.
Se quedó paralizado de miedo por un momento, pero enseguida se incorporó y se sentó muy erguido. Se dio cuenta de qué iba a pasar: Jimmy dispararía contra él y arrojaría su cuerpo del coche de un empujón.
Debía huir. Todavía tenía la medalla apretada en la mano derecha. Sintió que Jimmy le clavaba el arma en el costado izquierdo y lo empujaba hacia la portezuela abierta y la calle, que pasaba veloz por debajo del coche.
Se cogió al cinturón de seguridad con la mano izquierda mientras agitaba con fuerza la derecha. La medalla voló, colgada de la cadena, y golpeó a Jimmy en el rostro, justo en el ojo izquierdo.
Jimmy gritó, soltó el volante e, instintivamente, pisó el pedal del freno. Al llevarse la mano al ojo, la pistola se le disparó y la bala silbó junto a la oreja de Brian. El vehículo, fuera de control, empezó a girar como un trompo.
Se subió al bordillo, entró en un jardín y chocó contra un arbusto. Sin parar de girar, arrastró el arbusto por el jardín y volvió al borde de la calzada.
Jimmy maldecía, con una mano en el volante y la otra empuñando el arma. Le entraba sangre en el ojo de un arañazo que le cruzaba la frente y la mejilla.
"Vete, vete." Brian oyó la orden en su cabeza como si alguien se la gritara. En el momento en que una segunda bala le pasaba por encima del hombro, agachó la cabeza, saltó por la portezuela y rodó sobre el jardín cubierto de nieve.
– ¡Dios mío, el niño está fuera del coche! -exclamó Chris. Apretó el pedal del freno; el coche patinó y se detuvo detrás del Toyota-. Se está levantando. ¡Dios mío!
– ¿Está herido? -gritó Bud Folney, pero Chris no lo oía. Se encontraba fuera del patrullero y corría hacia el pequeño.
Siddons había retomado el control del Toyota y daba la vuelta, con la clara intención de pasarle a Brian por encima. En lo que le pareció una eternidad, pero que sólo fueron unos segundos, Chris cruzó el espacio entre él y Brian y levantó al chiquillo en brazos.
El Toyota avanzaba veloz contra ellos, con la portezuela todavía abierta y la luz interior encendida, de modo que la maníaca ira de Jimmy Siddons se veía con claridad.
Chris apretó al niño con fuerza contra su pecho, se lanzó hacia un lado y rodó cuesta abajo por una pendiente nevada mientras las ruedas del Toyota pasaban a pocos centímetros de sus cabezas. Al cabo de un instante, con un espantoso ruido de metal y cristales rotos, el vehículo arremetió contra el porche de la casa y volcó.
Por un momento, sólo hubo silencio, y, de repente, el gemido de las sirenas rompió la calma nocturna. Las luces de montones de coches patrulla iluminaron la calle, mientras un enjambre de policías corría para rodear el vehículo volcado. Chris se quedó unos segundos sobre la nieve, abrazando a Brian, mientras oía la confusión de ruidos. En aquel momento, una vocecita aliviada le preguntó:
– ¿Es usted San Cristóbal?
– No, pero ahora mismo me siento como si lo fuera, Brian -respondió Chris, emocionado-. Feliz Navidad, hijo.
El agente Manuel Ortiz entró con sigilo por la puerta lateral de la catedral e instantáneamente se encontró con la mirada de Catherine. Sonrió y asintió con la cabeza. Ella se levantó de un salto y corrió a su encuentro.
– ¿Está…?
– El niño está bien. Viene hacia aquí en un helicóptero de la policía. Llegará antes de que la misa haya acabado.
Ortiz, al ver que una de las cámaras de televisión los enfocaba, levantó la mano e hizo un círculo con los dedos pulgar e índice, un gesto que en ese momento y en el más especial de los días, significaba que todo había terminado bien.
Los que estaban sentados cerca se percataron del cambio y empezaron a aplaudir suavemente. Los demás se volvieron, se pusieron de pie, y, poco a poco, un aplauso se extendió por la gigantesca catedral. Pasaron cinco minutos antes de que el diácono pudiera comenzar a leer el Evangelio de Navidad.
– Y sucedió que…
– Voy a llamar a Cally para contarle lo ocurrido -dijo Mort Levy a Bud Folney-. Señor, sé que ella debería habernos llamado antes, pero espero que…
– No te preocupes. Esta noche no pienso causarle más problemas. Ha colaborado con nosotros y creo que se merece un descanso -repuso Folney, tajante-. Además, la señora Dornan ha dicho que no presentará denuncia contra ella. -Se interrumpió por un instante, después prosiguió-: Oye, seguro que debe de haber un montón de juguetes que sobran en las comisarías. Di a los muchachos que se ocupen de ello y recojan algunos para la pequeña de Cally, y que nos los traigan a su edificio dentro de cuarenta y cinco minutos. Mort, tú y yo iremos a llevárselos. Shore, vete a casa.
Era el primer viaje en helicóptero de Brian, y aunque sentía un cansancio increíble, la excitación no le permitía cerrar los ojos. Era una lástima que el agente McNally -Chris, como le había dicho que lo llamara- no hubiera podido acompañarlo. Pero él estaba con Brian cuando habían cogido a Jimmy Siddons, y le había dicho que no se preocupara porque era un sujeto que nunca más saldría de la cárcel. Y después le había cogido la medalla de San Cristóbal de dentro del coche y se la había dado.
Mientras el helicóptero descendía, parecía que iban a aterrizar en el mismo río. Reconoció el puente de la calle Cincuenta y nueve y el tranvía de Roosevelt Island. Papá lo había llevado una vez a dar una vuelta. De repente se preguntó si él sabía lo que le había pasado.
Se volvió hacia uno de los policías.
– Mi papá se encuentra en un hospital cerca de aquí. Tengo que ir a verlo. Quizá esté preocupado.
– Lo verás pronto, hijo -le dijo el policía, que conocía bien el problema de la familia Dornan-. Pero ahora, tu madre te espera. Está en la Misa del Gallo, en la catedral de San Patricio.
Cuando el timbre sonó en el apartamento de Cally en la avenida B, ella fue hacia la puerta con la resignada seguridad de que iban a detenerla. El detective Levy la había llamado por teléfono para decirle que él y otro agente pasarían por allí. Pero cuando abrió se encontró con dos radiantes Papá Noel, cargados de muñecas, juguetes y un cochecito de mimbre, blanco y brillante.
Mientras los miraba, incrédula, ellos dejaron los regalos debajo del árbol de Navidad.
– La información que nos dio sobre su hermano nos ha resultado muy útil -dijo Bud Folney-. El niño Dornan está bien, y viene de camino a la ciudad. Jimmy va de camino a la cárcel. De nuevo se halla bajo nuestra responsabilidad, y le prometo que esta vez no dejaremos que se escape. Espero que, de ahora en adelante, las cosas vayan mejor para usted.
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