Mary Clark - Noche de paz
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Volvió a concentrarse en la nevada carretera que tenía delante. Se dio cuenta de que empezaba a helarse cuando comenzaron a deslizarse las ruedas. "Por suerte, este coche lleva neumáticos especiales para la nieve", pensó.
Recordó a los dueños del vehículo. "¿Qué le había dicho el tipo a la mujer? ¿Algo de que estaba loco por ver la expresión de Bobby? Sí, eso era", se dijo mientras sonreía al imaginar las de ellos cuando se encontraran vacío el lugar donde habían dejado el coche, o quizá ocupado por otro.
Llevaba la radio puesta, con el volumen bajo, sintonizada en una emisora local para tener noticias del tiempo.
Pero en aquel momento, a causa de la estática, la señal se fue haciendo cada vez más floja. Jimmy movió el dial con impaciencia hasta que encontró una emisora de noticias, y se quedó helado cuando oyó una voz que decía: "La policía ha confirmado con reticencias la noticia difundida por la WYME acerca de que el niño de siete años, Brian Dornan, desaparecido desde las cinco de la tarde, ha caído en manos del acusado de asesinato Jimmy Siddons. Se cree que se dirigen hacia Canadá".
Jimmy lanzó una maldición y apagó la radio de un manotazo. Cally. Seguro que había llamado a la policía.
"Es probable que la autopista esté llena de polis… todos buscándome… y buscando al niño", razonó enloquecido.
Miró a su izquierda, al coche que estaba adelantándolo en ese momento. Seguro que estaba llena de vehículos oficiales sin identificación.
"Calma. Tranquilo", se dijo. Ignoraban qué coche llevaba, y él no iba a ser tan idiota como para empezar a correr o, lo que era peor, a circular lo bastante despacio como para despertar sospechas.
Pero el niño suponía un problema. Tenía que deshacerse de él, de inmediato. Sopesó deprisa la situación.
Cogería la siguiente salida. Se ocuparía del crío, tirándolo lejos de allí, y volvería a la autopista. Echó una mirada al niño que dormía a su lado. "Lo siento, chaval, pero así son las cosas", se dijo.
A la derecha vio un cartel de salida. "Muy bien -pensó-. Esta es la mía."
Brian se movió como si empezara a despertarse, pero se durmió otra vez. Adormilado, pensó que había oído su nombre, aunque quizá lo hubiese soñado.
Al Rhodes vio la perturbada expresión en el rostro de Catherine Dornan cuando ésta se dio cuenta de qué significaba el hecho de que Brian estuviera con Jimmy Siddons. La observó cerrar los ojos, listo para sostenerla si se desmayaba.
Pero Catherine, en cambio, abrió los ojos y se apresuró a tender los brazos para apoyar las manos sobre los hombros de su hijo mayor.
– No debemos olvidar que Brian lleva la medalla de San Cristóbal -dijo, sin añadir nada más.
La máscara de adulto valiente que Michael había logrado mantener durante la confusión de aquella tarde comenzó a desmoronarse.
– No quiero que le ocurra nada a Brian -empezó a sollozar.
Catherine le acarició la cabeza.
– Nada le ocurrirá -replicó su madre, con voz tranquila-. Créelo y aférrate a ello.
Rhodes vio el enorme esfuerzo que le costaba hablar. ¿Quién demonios habra filtrado a los medios de comunicación la noticia de que Brian Dornan está con Jimmy Siddons?", se preguntó enfadado. Rhodes sintió que las ganas que tenía de partirle la boca al canalla que con tanta inconsciencia había puesto en peligro la vida del niño iban en aumento. La idea de que, si estaba escuchando la radio, Siddons lo primero que haría sería deshacerse del niño contribuyó a alimentar su ira.
– Madre -decía Catherine en ese momento-, ¿recuerdas la historia que nos contaba papá sobre aquella Nochebuena, cuando sólo tenía veintidós años y, en medio de la batalla, llevó a unos soldados de su compañía a un pueblo que estaba cerca del frente? ¿Por qué no se la cuentas a Michael?
La anciana continuó con la historia.
– Habían recibido un informe sobre movimientos enemigos que resultó ser falso. Cuando regresaban al batallón, pasaron por delante de la iglesia del pueblo. La Misa del Gallo acababa de comenzar y vieron que la iglesia estaba repleta. Pese al miedo y al peligro, todos los habitantes habían salido de sus casas para asistir a misa. Cantaban Noche de paz, y sus voces llegaron hasta el escuadrón. Tu abuelo decía que era la canción más bella que había oído nunca. -Bárbara Cavanaugh sonrió a su nieto-. Entonces, el abuelo y los soldados entraron en la iglesia.
El solía decirme que todos habían tenido mucho miedo hasta que vieron la valentía de aquellos aldeanos. Allí estaban, en medio de una batalla feroz. No tenían casi comida. Sin embargo creían que algo los había ayudado a sobrevivir en aquellos tiempos terribles. -El labio inferior le tembló, pero su voz no perdió firmeza mientras continuaba-: El abuelo me dijo que en aquel momento supo que volvería a casa conmigo. Y, una hora más tarde, la medalla de San Cristóbal evitó que una bala penetrara en su corazón.
– ¿Sería tan amable de llevarnos a la catedral? -preguntó Catherine al agente Ortiz, mirándolo por encima de la cabeza de Michael-. Quiero ir a la Misa del Gallo, y me gustaría sentarme en un lugar en que ustedes me encuentren enseguida si hay alguna noticia.
– Conozco a Ray Hickey, el sacristán. No se preocupe -dijo Ortiz.
– ¿Me informarán de inmediato si hay alguna novedad? -inquirió al agente Rhodes.
– Por supuesto -respondió éste, y no pudo evitar añadir-: Es usted muy valiente, señora Dornan. Y le aseguro una cosa: todos los policías de la zona noreste están trabajando para devolverle a Brian, sano y salvo.
– Le creo, y la única forma que tengo de ayudar es rezar.
– La filtración no ha salido de nosotros -informó brevemente Mort Levy al inspector jefe Folney-. Al parecer, un enterado de la WYME vigilaba el apartamento de Cally, nos vio entrar y se dio cuenta de que ocurría algo.
Siguió a Aika Banks, que iba camino de su casa, le dijo que era policía y le sacó la información. Se llama Pete Cruise.
– Qué suerte que no haya sido uno de los nuestros. Cuando todo esto termine, echaremos el guante a ese Cruise por suplantar a un policía -dijo Folney-. Pero, mientras tanto, hay mucho que hacer.
Se hallaba de pie, delante de un enorme mapa de la región noreste pegado a la pared. Las carreteras estaban marcadas con colores distintos. Bud Folney cogió un puntero.
– Nos encontramos en este punto, Mort. Debemos suponer que Siddons tenía un coche preparado cuando dejó el apartamento de su hermana.
Según ella, se marchó poco después de las seis. Si no nos equivocamos y se puso en camino enseguida, hace unas cinco horas y media que está en la carretera. -El puntero se movió-. La capa de nieve fina se extiende desde la ciudad hasta cerca de Herkimer, salida treinta de la Thruway. Por Nueva Inglaterra es más espesa. Pero aun así, probablemente Siddons esté a unas cuatro o seis horas de la frontera.
– Folney dio un golpe contra el mapa-. Una extensión tan grande que será como buscar una aguja en un pajar.
Mort esperó. Sabía que su jefe no quería comentarios.
– Hemos puesto a toda la frontera en estado de alerta especial -continuó Folney-. Pero con el tráfico tan denso que hay, no le resultará difícil pasar, y es seguro que alguien como Siddons sabe entrar en Canadá sin cruzar por un puesto fronterizo.
En aquel momento esperó los comentarios.
– ¿Y si fingimos un accidente en las principales autopistas y reducimos la circulación a un solo carril, unos treinta kilómetros antes de la frontera? -sugirió Mort.
– Yo no lo haría. Es lo mismo que poner una barrera, se formarían colas en dos minutos, y Siddons trataría de largarse por la primera salida que encontrara. Si lo hacemos, tendríamos que poner barreras de control en todas las salidas.
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