Mary Clark - Noche de paz
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Ojalá lo recordara. Mientras se esforzaba, tenía la sensación de que algo en su subconsciente pugnaba por trasmitirle a gritos esa información. ¡Si lograra escucharla!
Entretanto, cada centímetro de su metro noventa y dos de estatura le advertía que el tiempo se acababa para el niño desaparecido.
Jimmy hervía de impaciencia. ¿Que sucedía con todos aquellos coches? Parecían conducidos por ancianas. Hacía media hora que se acercaba a la siguiente salida, y sabía que tenía que abandonar la autopista en aquel preciso instante. Un cartel le indicó que faltaban quinientos metros para la salida 41, que llevaba a un pueblo llamado Waterloo.
"Waterloo, buen nombre para el chaval", pensó, con una sonrisa satisfecha.
Había dejado de nevar; pero no estaba seguro de que eso le favoreciera. El aguanieve estaba convirtiéndose en hielo, y eso lo obligaba a ir más despacio aún. Además, a los polis que pasaran por allí, buscándolo, les sería más fácil verlo sin nieve.
Pasó al carril de la derecha. Al cabo de un minuto saldría de la Thruway. De repente, unas luces rojas de freno se iluminaron en el coche que tenía delante, y Jimmy vio con creciente enfado y frustración que aquel vehículo empezaba a colear.
– ¡Gilipollas! -chilló-. ¡Gilipollas! ¡Gilipollas!
Brian se enderezó, con los ojos abiertos de par en par, completamente despierto. Jimmy comenzó a maldecir con una ininterrumpida serie de groserías mientras se percataba de lo ocurrido. Un vehículo quitanieves, cinco o seis coches más adelante, acababa de pasarse al carril de salida, y él, de manera instintiva, había girado el volante del Toyota hacia el carril del centro, esquivando a duras penas al coche que coleaba delante. Mientras adelantaba al quitanieves, se pasó la salida.
Dio un puñetazo contra el volante. Tendría que esperar hasta la salida 42 para abandonar la Thruway. ¿A qué distancia estaba?, Se preguntó.
Pero cuando miró por el retrovisor la salida que acababa de saltarse, se dio cuenta de que había tenido mucha suerte. En la rampa había un montículo; por eso el quitanieves había invadido aquel carril. Si hubiese intentado salir, quizá se hubiera quedado atascado durante horas.
Por fin vio el cartel indicador de que la siguiente salida estaba a diez kilómetros. Incluso a esa velocidad, tardaría más de quince minutos. Notó que los neumáticos se agarraban mejor al asfalto. Seguramente habían limpiado aquel trecho. Jimmy palpó el arma debajo de la chaqueta. ¿Debía sacarla y esconderla debajo del asiento?
No, decidió, si un poli trataba de pararlo la necesitaba donde la llevaba. Miró el cuentakilómetros parcial. Lo había puesto a cero al salir. Indicaba que habían recorrido poco más de cuatrocientos ochenta kilómetros.
Aún faltaba bastante, pero el simple hecho de saber que estaba más cerca de la frontera canadiense y de Paige le producía una sensación tan excitante que casi la saboreó.
Esa vez le saldría bien, y no importaba qué hiciera, no sería tan tonto como para dejarse coger por la bofia.
Notó que el niño se movía a su lado, tratando de acomodarse para volver a dormir. "¡Qué horror! -pensó-. Debería haberlo abandonado a los cinco minutos de salir. Tenía el coche y el dinero, ¿para qué lo necesitaba?"
Ansiaba que llegara el momento en que pudiera deshacerse del chico y sentirse a salvo.
El agente Ortiz acompañó a Catherine, la madre de ésta y Michael a la entrada de la calle Cincuenta de la catedral de San Patricio. Un guardia de seguridad los aguardaba fuera.
– Tenemos asientos para ustedes en la sección reservada, señora -dijo a Catherine mientras le abría la pesada puerta.
El majestuoso sonido de la orquesta encabezada por el órgano y acompañada por el coro llenaba la gran catedral, que estaba repleta de fieles.
Aleluya, aleluya, cantaba el coro.
"Aleluya, aleluya -pensó Catherine-. Dios quiera que esta noche termine así."
Pasaron junto al pesebre. Las figuras de la Virgen, José y los pastores, todas de tamaño natural, rodeaban la cuna de heno vacía. Sabía que la imagen del Niño Jesús sería puesta dentro durante la misa.
El guardia de seguridad les mostró los asientos que tenían en la segunda fila del pasillo central. Catherine indicó a su madre que pasara primero.
– Tú ponte entre nosotras, Michael -susurró a su hijo, porque ella quería estar en el extremo de la fila, para así ver cuándo se abría la puerta.
– Señora Dornan -dijo el agente Ortiz, inclinándose-, vendré en cuanto tengamos noticias. Si no, cuando la misa termine, el guardia los acompañará y yo estaré esperándoles fuera.
– Gracias -respondió Catherine, y se hincó de rodillas.
La música se transformó en un brioso himno triunfal cuando empezó la procesión: coro, acólitos, diácono, sacerdotes y obispos precedían al cardenal, que llevaba el cayado en la mano.
"Cordero de Dios -rezó Catherine-, ten piedad, ten piedad, salva a mi corderito."
El inspector jefe Folney, que seguía con la vista clavada en el mapa de la Thruway en la pared de su oficina, sabía que las posibilidades de encontrar a Brian Dornan con vida disminuían con cada minuto que pasaba. Mort Levy y Jack Shore estaban delante de él, al otro lado del escritorio.
– Canadá -dijo recalcando la palabra-. Se dirige a Canadá, y cada vez está más cerca de la frontera.
Acababan de recibir más noticias de Michigan. Paige Laronde había liquidado todas sus cuentas bancarias al irse de Detroit. Y, en un arranque de confianza, había comentado con otra bailarina que había conocido a un hombre que era un genio en la falsificación de carnés de identidad.
Según el informe, había dicho que, con los papeles que tenía, ella y su novio podían "desaparecer" sin más.
– Si Siddons consigue cruzar la frontera… -murmuró Bud Folney, más para sí que para los otros-. ¿Se sabe algo de los muchachos de la Thruway? -preguntó por tercera vez en quince minutos.
– Nada, señor-respondió Mort en voz baja.
– Llámalos otra vez. Quiero hablar con ellos personalmente. Cuando se enteró por sí mismo a través del supervisor de Chris McNally de que no había novedad, decidió hablar con McNally.
– Sí, como si eso sirviera de mucho… -murmuró Jack Shore a Mort Levy.
Pero antes de que Folney hablara con McNally, entró otra llamada.
– Una buena pista -exclamó un agente que se precipitó en el despacho de Folney-. Un policía de tráfico ha visto a Siddons y al niño hace una hora en un área de descanso de la Carretera 41, en Vermont, cerca de la desembocadura del White River. Dice que el hombre coincide perfectamente con la descripción de Siddons, y que el niño lleva una medalla.
– Olvida a McNally -ordenó Folney tajante-. Quiero hablar con el policía que los vio. Ahora mismo. Llama a la policía de Vermont y que pongan controles en todas las salidas hacia el norte del lugar. Por lo que sabemos, es posible que la chica esté escondida, aguardándolo en alguna casa de campo, a este lado de la frontera.
Mientras esperaba, miró a Mort.
– Llama a Cally Hunter y cuéntale lo que acabamos de saber. Pregúntale si Jimmy ha estado alguna vez en Vermont. Si es así, ¿adónde solía ir? Tal vez se dirija a algún lugar en particular.
Brian se dio cuenta de que el coche iba más deprisa. Abrió los ojos, pero los cerró al instante. Era más fácil seguir tumbado y acurrucado en el asiento, como si estuviese dormido, en lugar de fingir que no estaba asustado cuando Jimmy lo miraba.
También había oído la radio. Aunque el volumen estaba bajo, oyó lo que decían acerca de que Jimmy Siddons, el asesino de un policía, había disparado contra un guardián y secuestrado a Brian Dornan.
Su madre les había leído, a él y a Michael, un libro que se titulaba Secuestrado. Y le había gustado mucho, pero Michael había dicho que era una estupidez, que si alguien intentaba secuestrarlo, le daría una patada y un puñetazo, y se escaparia.
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