Harlan Coben - Sólo una mirada

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El mundo de una madre de clase media se desmorona por culpa de una simple instantánea. Cuando Grace Lawson recoge unas fotos de la familia recién reveladas descubre una, de hace al menos veinte años, en la que aparecen cinco personas. Grace no reconoce a cuatro de ellas, pero la quinta guarda un sorprendente parecido con su marido, Jack. Cuando éste ve la foto, niega ser él. Mas esa noche, mientras Grace lo espera en la cama, se marcha en coche sin dar explicación alguna y llevándose la foto. Conforme transcurren los días, ella duda cada vez más de sí misma y de su matrimonio y se plantea muchas preguntas acerca de su esposo.

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– Ese hombre -Grace lo señaló-, el de la barba, ¿a quién se parece?

Cora entornó los ojos.

– Supongo que podría ser Jack.

– ¿Podría ser o es?

– Dímelo tú.

– Jack ha desaparecido.

– ¿Cómo dices?

Grace contó a Cora lo sucedido. Cora escuchó, tamborileando en el mantel con una uña demasiado larga pintada con laca Rouge Noir de Chanel, un color muy semejante al de la sangre. Cuando Grace acabó, Cora dijo:

– Ya sabes, claro, que tengo una mala opinión de los hombres.

– Lo sé.

– Creo que la gran mayoría está dos pisos por debajo de las cagadas de perro.

– Eso también lo sé.

– Así que la respuesta evidente es que sí, es una foto de Jack. Que sí, esa rubita, la que lo mira como si fuera el Mesías, es un viejo amor. Que sí, Jack y María Magdalena tienen una aventura. Que alguien, tal vez su marido actual, quería que te enteraras y por eso te envió la foto. Y que se lió todo cuando Jack se dio cuenta de que lo habías descubierto.

– ¿Y por eso se marchó?

– Exacto.

– Eso no tiene sentido, Cora.

– ¿Tienes una teoría mejor?

– Estoy en ello.

– Menos mal -dijo Cora-, porque a mí tampoco me convence. Sólo hablo por hablar. La regla es la siguiente: los hombres son todos unos cerdos. Sin embargo, siempre he creído que Jack era la excepción que confirmaba la regla.

– Te quiero, lo sabes.

Cora asintió.

– Todo el mundo me quiere.

Grace oyó un ruido y miró por la ventana. Una limusina negra y reluciente se detuvo en el camino de entrada con la suavidad de una corista de la Motown. El chófer, un hombre con cara de rata y la complexión de un galgo, se apresuró a abrir la puerta trasera.

Había llegado Carl Vespa.

Pese a su supuesta vocación, Carl Vespa no se vestía de terciopelo al estilo de la familia Soprano, ni con trajes tan relucientes como si llevasen encima una capa de sellador. Prefería los pantalones caquis, los abrigos deportivos de Joseph Abboud y mocasines sin calcetines. Contaba unos sesenta y cinco años pero parecía diez años más joven. El pelo le rozaba los hombros, y era de un tono rubio canoso. Tenía el rostro tostado por el sol, de una suavidad cérea en la que parecía adivinarse el uso de algún cosmético inyectable, como el Botox. Tan notable era la intervención del dentista en su boca que daba la impresión de que sus incisivos hubiesen tomado hormonas del crecimiento.

Con un gesto, dio una orden al conductor con aspecto de galgo y se acercó a la casa solo. Grace abrió la puerta para recibirlo. Carl Vespa le dedicó una radiante sonrisa. Grace se la devolvió, alegrándose de verlo. Él la saludó con un beso en la mejilla. No cruzaron una sola palabra. No hacía falta. Él le cogió las dos manos y la miró. Ella vio que se le humedecían los ojos.

Max apareció a la derecha de su madre. Vespa le soltó las manos y retrocedió un paso.

– Max -dijo Grace-, éste es el señor Vespa.

– Hola, Max.

– ¿Ese coche es tuyo?

– Sí.

Max miró el coche y luego a Vespa.

– ¿Tiene una tele?

– Sí.

– ¡Qué guay!

Cora se aclaró la garganta.

– Ah, y ésta es mi amiga Cora.

– Encantado -saludó Vespa.

Cora miró el coche y luego a Vespa.

– ¿Eres soltero?

– Sí.

– ¡Qué guay!

Grace repitió las instrucciones a Cora por sexta vez. Cora fingió escuchar. Grace le dio veinte dólares para que pidieran unas pizzas y ese pan con queso que a Max le gustaba tanto últimamente.

A Emma la llevaría a casa la madre de una compañera de clase al cabo de una hora.

Grace y Vespa se dirigieron a la limusina. El chófer con cara de rata ya tenía la puerta abierta y estaba esperando.

– Te presento a Cram -dijo Vespa, y señaló al conductor. Cuando Cram le estrechó la mano, Grace tuvo que contener un grito.

– Encantado -dijo Cram. Su sonrisa sugería imágenes de un documental de Discovery Channel sobre depredadores marinos. Grace entró en el coche y Carl Vespa la siguió.

Había vasos de Waterford y una licorera a juego medio llena de un líquido de color caramelo y aspecto caro. Tenía, efectivamente, un aparato de televisión. Encima del asiento de Grace estaban el DVD, un compact disc de carga múltiple, los mandos del climatizador y botones suficientes para confundir a un piloto de aviación. Todo ello -los vasos, la licorera, la electrónica- resultaba excesivo, pero tal vez eso era lo que se esperaba en una limusina.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Grace.

– Es un poco difícil de explicar. -Estaban sentados uno al lado del otro con la vista al frente-. Preferiría enseñártelo, si no te importa.

Carl Vespa había sido el primer padre afligido que apareció junto a su cama del hospital. Cuando Grace salió del coma, la primera cara que vio fue la suya. No tenía ni idea de quién era, de dónde estaba, ni de qué día era. Más de una semana se había borrado de su banco de memoria. Carl Vespa se pasó días y días sentado en la habitación del hospital, durmiendo en la silla a su lado. Se aseguró de que tuviera una buena vista, música relajante, suficiente medicación para el dolor, enfermeras privadas. Se aseguró de que, en cuanto Grace pudo comer, el personal del hospital no le diera la típica bazofia.

Él nunca le pidió que le contara los detalles de esa noche porque, la verdad, ella tampoco podía darlos. En los siguientes meses hablaron durante horas y horas. Él le contaba historias, la mayoría sobre sus fracasos como padre. Había recurrido a sus contactos para entrar en su habitación del hospital la primera noche. Había pagado a la empresa de seguridad -curiosamente, la empresa del hospital estaba controlada por el crimen organizado- y luego simplemente se había sentado a su lado.

Después otros padres lo imitaron. Era extraño. Querían estar cerca de ella. Sólo eso. Así se consolaban. Su hijo había muerto en presencia de Grace y era como si una pequeña parte de sus almas, su hijo o hija perdidos para siempre, de algún modo siguiera viviendo dentro de ella. No tenía sentido y, sin embargo, Grace creía entenderlo.

Esos padres desolados iban para hablar de sus hijos muertos, y Grace los escuchaba. Suponía que les debía al menos eso. Sabía que quizás esas relaciones no fueran sanas, pero le era imposible rechazarlas. La verdad era que Grace tampoco tenía familia. Había disfrutado, al menos durante un tiempo, de su atención. Ellos necesitaban una hija; ella necesitaba unos padres. No era tan sencillo -este síndrome de la proyección mutua-, pero Grace no sabía si podía explicarlo mejor.

La limusina avanzaba hacia el sur por la autopista de Garden State. Cram encendió la radio. Por los altavoces se oyó música clásica, al parecer un concierto de violín.

– Ya sabes, claro, que se acerca el aniversario.

– Sí -contestó ella, aunque había hecho todo lo posible para pasarlo por alto. Habían transcurrido quince años desde aquella terrible noche en el Boston Garden. Los periódicos habían publicado los típicos artículos de conmemoración titulados «¿Dónde están ahora?». Los padres y los supervivientes lo vivían de manera distinta. La mayoría participaba porque lo veía como una forma de mantener vivo el recuerdo de lo sucedido. Se publicaron artículos desgarradores sobre los Garrison, los Reed y los Weider. El guardia de seguridad, Gordon MacKenzie, a quien se atribuía el mérito de haber salvado muchas vidas porque abrió las salidas de emergencia cerradas con llave, en la actualidad era capitán de policía en Brookline, un barrio residencial de Boston. Hasta Carl Vespa había permitido que lo fotografiaran con su mujer, Sharon, los dos sentados en su jardín, todavía con el mismo aspecto que si los hubiesen vaciado por dentro.

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