John Grisham - La Apelación

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La política siempre ha sido un juego sucio. Ahora la justicia también lo es. Corrupción política, desastre ecológico, demandas judiciales millonarias y una poderosa empresa química, condenada por contaminar el agua de la ciudad y provocar un aumento de casos de cáncer, que no está dispuesta a cerrar sus instalaciones bajo ningún concepto. Grisham, el gran mago del suspense, urde una intriga poderosa e hipnótica, en la que se reflejan algunas de las principales lacras que azotan a la sociedad actual: la justicia puede ser más sucia que los crímenes que pretende castigar.

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La siguiente visita -Vancona se quedó en la sala, ahora que era miembro del equipo- fue la de una mujer de la ciudad, llena de vitalidad, de unos sesenta años y experta en publicidad. Se presentó como Kat algo. Ron tuvo que echar un vistazo a su libreta para confirmarlo: Broussard. Su cargo estaba al lado del nombre: directora de publicidad.

¿Dónde habría encontrado Tony a esa gente?

Kat todavía llevaba el ritmo de la gran ciudad. Su empresa estaba especializada en elecciones estatales y había trabajado en más de un centenar.

Ron quería preguntar qué porcentajes de elecciones habían ganado, pero Kat apenas dejaba margen para encajar nada en medio de su discurso. Le encantaba la cara y la voz de Ron y estaba segura de que podría preparar el «material audiovisual» que transmitiera adecuadamente su profundidad y sinceridad. Con gran astucia, se dirigió a Doreen en casi todo momento mientras hablaba, y las mujeres conectaron. Kat se había ganado su puesto.

De las comunicaciones se encargaría una empresa de Jackson. Estaba dirigida por otra mujer de conversación fluida, llamada Candace Grume y, por descontado, contaba con una amplia experiencia en este campo. Les explicó que una campaña destinada al éxito debía coordinar las comunicaciones en todo momento.

– Por la boca muere el pez -dijo, risueña-, y por ella también se pierden las elecciones.

El gobernador actual era uno de sus clientes, pero se había guardado lo mejor para el final: su empresa había representado al senador Rudd durante más de una década. Con eso estaba todo dicho.

Cedió la palabra al especialista en encuestas, un estadístico sesudo llamado Tedford que se las arregló para asegurar, en menos de cinco minutos, que había predicho correctamente el resultado de casi todas las elecciones de la historia más reciente. Era de Atlanta. Por lo visto, ser de la gran ciudad de Atlanta y encontrarse en el interior conminaba a recordar a todo el mundo que se era de Atlanta. Al cabo de veinte minutos ya estaban hartos de Tedford.

El coordinador no era de Atlanta, sino de Jackson. Se llamaba Hobbs, y les pareció vagamente familiar, al menos a Ron. Se jactó de dirigir campañas de éxito en el estado-a veces al frente, otras en la retaguardia- durante quince años. Les leyó una larga lista de ganadores, aunque se guardó mucho de mencionar a los perdedores. Les sermoneó acerca de la necesidad de la organización local, de la importancia de hacer hincapié en los problemas cotidianos de la gente corriente, de ir de puerta en puerta, de arrancar votos, etc. Tenía una voz zalamera y a veces le brillaban los ojos con el fervor de un orador de calle. Ron le cogió manía desde el principio. Más tarde, Doreen admitiría que ella lo había encontrado encantador.

Dos horas después de que empezara el desfile, Doreen se sentía medio catatónica y la libreta de Ron estaba repleta de los garabatos que escribía para no perder el hilo.

El equipo estaba completo. Cinco profesionales bien pagados. Seis, incluyendo a Tony, aunque su salario corría a cargo de Visión Judicial. Ron estudió con atención su libreta mientras Hobbs seguía hablando por los codos y encontró la columna donde había anotado los «salarios de los profesionales»: doscientos mil dólares, y los de los «asesores»: ciento setenta y cinco mil. Añadió una nota para consultar más tarde esas cantidades con Tony. Le parecían demasiado altas, aunque ¿qué sabía él sobre los ingresos y los gastos de una campaña de altos vuelo

Hicieron una pausa para tomar un café, y Tony acompañó a los demás fuera de la sala. Se despidieron con calurosos apretones de manos, emocionados por la expectación creada por la campaña que tenían por delante y con promesas de volver a reunirse lo antes posible.

Al quedarse a solas de nuevo con sus clientes, Tony pareció repentinamente cansado.

– Mirad, sé que es mucho de golpe. Debéis perdonarme, pero todo el mundo está muy ocupado y el tiempo es fundamental. Pensé que una sola reunión sería más productiva que tener varias por separado.

– No te preocupes -dijo Ron; el café estaba haciendo efecto.

– Recordad, esta es vuestra campaña -continuó Tony, muy seno.

– ¿Estás seguro? -preguntó Doreen-. Pues no lo parece.

– Ya lo creo, Doreen. He reunido al mejor equipo que puedas encontrar, pero podéis prescindir de quien queráis ahora mismo. Solo tenéis que decirlo y me pongo de inmediato a buscar un sustituto. ¿Hay alguno que no os guste?

– No, solo es que…

– Es abrumador -admitió Ron-, nada más.

– Por supuesto que lo es, es una campaña muy seria.

– Las campañas serias no tienen por qué ser abrumadoras.

Sé que soy un novato en esto, pero no soy idiota. Hace dos años, en la campaña de McElwayne, el aspirante recaudó y se gastó unos dos millones de dólares e hizo una buena campaña. Nosotros estamos barajando cifras mucho mayores. ¿De dónde va a salir el dinero?

Airado, Tony cogió sus gafas de lectura y una de las carpetas.

– Bueno, creía que lo habíamos visto -dijo-. Vancona ha repasado las cifras.

– Sé leer, Tony -le contestó Ron, con brusquedad, desde el otro lado de la mesa-. Ya he visto los nombres y los números, pero esa no es la pregunta. Lo que quiero saber es por qué esas personas están dispuestas a aflojar tres millones de dólares para apoyar a alguien del que ni siquiera han oído hablar.

Tony se quitó las gafas lentamente, con cierta exasperación.

– Ron, ¿acaso no lo hemos discutido ya montones de veces? El año pasado, Visión Judicial invirtió casi cuatro millones de dólares para que un tipo saliera elegido en Illinois. Nos gastamos cerca de seis millones en Texas. Son cifras escandalosas, pero ganar se ha puesto muy caro. ¿ Quién firma los cheques? Los tipos que conociste en Washington, el movimiento a favor del desarrollo económico, los cristianos conservadores, los médicos que creen que el sistema abusa de ellos, personas que piden un cambio y que están dispuestas a pagar por él.

Ron bebió más café y miró a Doreen. Se hizo un largo silencio.

– Mira, si quieres dejarlo, solo tienes que decirlo -dijo Tony, con suavidad, arrellanándose en la silla y aclarándose la garganta-o No es demasiado tarde.

– No vaya dejarlo, Tony -contestó Ron-, pero esto es demasiado para un solo día. Todos esos asesores profesionales y…

– Yo me ocuparé de esa gente, ese es mi trabajo. El tuyo es salir ahí fuera y convencer a los votantes de que eres su hombre. Los votantes, Ron y Doreen, jamás verán a esas personas. Ni a ellos ni a mí, gracias a Dios. Tú eres el candidato y será tu rostro, tus ideas, tu juventud y tu entusiasmo lo que los convencerá. No yo. No unos cuantos asesores.

El cansancio se apoderó de ellos y pospusieron la conversación. Ron y Doreen recogieron las voluminosas carpetas y se despidieron. Regresaron a casa en silencio, aunque bastante tranquilos. Cuando atravesaron el desierto centro de Brookhaven, habían vuelto a recuperar la emoción ante el reto que tenían por delante.

Su señoría Ronald M. Fisk, juez del tribunal supremo del estado de Mississippi.

16

La jueza McCarthy entró despreocupadamente en su despacho a última hora de la mañana del sábado y lo encontró desierto. Dio un rápido repaso al correo mientras encendía el ordenador. Una vez conectada, revisó su cuenta oficial de correo electrónico, donde recibía la habitual correspondencia judicial, y su dirección personal, donde le había llegado un mensaje de su hija en el que esta le confirmaba la hora de la cena de esa noche en su casa, en Biloxi. También tenía mensajes de dos hombres, uno con el que había estado saliendo y otro con quien tal vez podría hacerlo.

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