John Grisham - La Apelación

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La política siempre ha sido un juego sucio. Ahora la justicia también lo es. Corrupción política, desastre ecológico, demandas judiciales millonarias y una poderosa empresa química, condenada por contaminar el agua de la ciudad y provocar un aumento de casos de cáncer, que no está dispuesta a cerrar sus instalaciones bajo ningún concepto. Grisham, el gran mago del suspense, urde una intriga poderosa e hipnótica, en la que se reflejan algunas de las principales lacras que azotan a la sociedad actual: la justicia puede ser más sucia que los crímenes que pretende castigar.

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Cuando terminó recibió un clamoroso aplauso, seguido de una tanda de ruegos y preguntas improvisada. ¿Qué expertos habían resultado útiles? ¿A cuánto ascendían los costes del proceso? (Wes se negó educadamente a decir la cantidad. Aunque se encontrara en una sala llena de profesionales acostumbrados a grandes cifras, la suma era demasiado dolorosa para convertirla en un tema de debate.) ¿En qué estado estaban las conversaciones para llegar a un acuerdo, si es que estas se estaban llevando a cabo? ¿ Cómo afectaría la demanda conjunta al demandado? ¿Y la apelación? Wes podría haber seguido hablando durante horas sin peder la atención del público.

Esa misma tarde, durante un cóctel temprano, volvió a recibir en audiencia, contestó nuevas preguntas y disolvió rumores. Un grupo, que estaba cercando un vertido tóxico en el norte del estado, cayó sobre él con zalamerías en busca de consejo. ¿Le importaría echarle un vistazo a su caso? ¿Podría recomendarles a algún experto? ¿Y si fuera a visitar el lugar? Al final consiguió escapar en dirección al bar, donde tropezó con Barbara Mellinger, la inteligente y veterana directora ejecutiva de la ALM Y uno de los miembros más importantes del grupo de presión.

– ¿Tienes un minuto? -le preguntó Mellinger, mientras se apartaban a un rincón donde nadie pudiera oírles-o He oído un rumor escalofriante -dijo, dando un sorbo a su ginebra y mirando a los presentes. Mellinger se había pasado veinte años en las salas del Capitolio y conocía como nadie el terreno que pisaba. Además, no era dada a los chismorreos. Le llegaban más que a nadie, pero cuando ella decidía contar uno, por lo general era porque se trataba de algo más que un simple rumor-. Van a por McCarthy -dijo.

– ¿Ellos? -preguntó Wes a su lado, mirando a los presentes.

– Los sospechosos habituales: la Junta de Comercio y ese hatajo de matones.

– No pueden con McCarthy.

– Bueno, pero pueden intentarlo.

– ¿Ella lo sabe?

Wes acababa de perder el interés en su refresco sin calorías.

– No creo. No lo sabe nadie.

– ¿Tienen un candidato?

– Si lo tienen, no sé quién es, pero tienen una gran habilidad en dar con la persona adecuada.

¿Qué se suponía que debía decir o hacer Wes? Contar con unos buenos fondos de campaña era la única defensa posible y él no podía contribuir ni con un solo centavo.

– ¿Y ellos lo saben? -preguntó Wes, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a los corrillos que se habían formado.

– Todavía no. En estos momentos estamos intentando no hacer ruido, a la espera. McCarthy, como suele ocurrir, no tiene ni un centavo en el banco. Los jueces del supremo se creen invencibles, piensan que están por encima de la política y todo eso, y cuando de repente aparece un rival, les han hecho la cama.

– ¿Tienes un plan?

– No. Por ahora me limito a observar y esperar. Y a rezar, para que solo sea un rumor. Hace dos años, en las elecciones de McElwayne, esperaron hasta el último minuto para anunciar la candidatura y para entonces ya tenían un millón en el banco.

– Sin embargo, ganamos esas elecciones.

– Así es, pero dime que no se te pusieron por corbata.

– Y que lo digas.

Un hippie entrado en años y con coleta avanzó hacia ellos con paso inestable y una deslumbrante sonrisa.

– Les habéis dado una buena patada en el culo por ahí abajo, ¿eh?

La frase de presentación parecía anunciar que iba a ocupar como mínimo la siguiente media hora de la vida de Wes, así que Barbara decidió despedirse.

– Continuará -le susurró.

De camino a casa, Wes disfrutó recordando la celebración durante unos kilómetros antes de dejarse vencer por el pánico al acordarse del rumor sobre McCarthy. Se lo contó todo a Mary Grace, con pelos y señales, y después de cenar, salieron del piso y fueron a dar un largo paseo. Ramona y los niños se quedaron viendo una película antigua.

Como buenos abogados, siempre seguían de cerca las resoluciones del tribunal supremo. Leían y comentaban todas las opiniones que se redactaban, una costumbre que se había iniciado en el momento de asociarse y que habían seguido cultivando con convicción. En los viejos tiempos, los integrantes del tribunal apenas cambiaban. Las vacantes se debían a la muerte del que había ocupado el cargo y los nombramientos temporales solían acabar haciéndose vitalicios. Con los años, los gobernadores habían escogido a los sustitutos con criterio y el tribunal seguía siendo respetado. Una campaña ruidosa era algo insólito. El tribunal se enorgullecía de mantener la política alejada de sus asuntos y decisiones. Sin embargo, esos días habían pasado a la historia.

– Pero con McElwayne les ganamos -repitió Mary Grace una vez más.

– Por tres mil votos.

– Es una victoria.

Hacía dos años, el juez Jimmy McElwayne había sido víctima de una emboscada, y aunque por entonces los Payton estaban demasiado empantanados con el juicio de Bowmore para contribuir económicamente, habían dedicado el poco tiempo libre que tenían a un comité local. Incluso habían trabajado de voluntarios el día de las elecciones.

– Hemos ganado el juicio, Wes, y no vamos a perder la apelación -dijo Mary Grace.

– Estoy de acuerdo.

– Seguramente solo es un rumor.

El siguiente lunes por la tarde, Ron y Doreen Fisk salieron de Brookhaven sin decir nada a nadie y fueron a Jackson para encontrarse con Tony Zachary. Tenían que conocer a ciertas personas.

Habían llegado al acuerdo de que Tony sería el director oficial de la campaña. La primera persona que hizo pasar a la sala de reuniones fue al director financiero que proponía, un joven elegante y con un largo historial de campañas estatales en no menos de doce estados. Se llamaba Vancona y, desbordando seguridad en sí mismo, les presentó la estructura básica de su plan financiero en un abrir y cerrar de ojos. Encendió el portátil y un proyector y expuso la información con vivos colores en una pantalla blanca. En la columna de ingresos, la coalición de simpatizantes contribuiría con dos millones y medio de dólares. Gran parte procedería de las personas que Ron había conocido en Washington y, por si acaso, Vancona les pasó una larga lista de grupos. Los nombres estaban borrosos, pero la cantidad era abrumadora. Podían contar con otros quinientos mil, que provendrían de donantes de todo el distrito, dinero que se generaría cuando Ron iniciara la campaña y empezara a ganarse amistades y a impresionar a la gente.

– Sé cómo recaudar dinero -repitió Vancona en más de una ocasión, aunque sin intención de parecer agresivo.

Tres millones de dólares era la cifra mágica, la que prácticamente garantizaba una victoria. Ron y Doreen estaban aturdidos.

Tony los observaba con atención. No eran idiotas, simplemente se sentían tan perdidos como lo estaría cualquiera en sus mismas circunstancias. Hicieron varias preguntas, pero solo porque era lo que se esperaba de ellos.

En la columna de gastos, Vancona lo tenía todo controlado: anuncios en televisión, radio y periódicos, publicidad por correo, viajes, salarios (el suyo sería de noventa mil dólares), el alquiler de la oficina y todo lo demás, hasta las pegatinas, los carteles, las vallas publicitarias y los coches de alquiler. La suma total era de dos millones ochocientos mil dólares, lo que les dejaba un margen.

Tony deslizó sobre la mesa dos gruesas carpetas, cada una de ellas rotulada con un rimbombante: «TRIBUNAL SUPREMO, DISTRITO SUR, RON FISK CONTRA SHEILA MCCARTHY. CONFIDENCIAL».

– Está todo ahí -dijo.

Ron pasó unas cuantas páginas e hizo varias preguntas inocentes.

Tony asintió con solemnidad, como si su hombre poseyera una gran perspIcaCIa.

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