John Grisham - La Apelación

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La política siempre ha sido un juego sucio. Ahora la justicia también lo es. Corrupción política, desastre ecológico, demandas judiciales millonarias y una poderosa empresa química, condenada por contaminar el agua de la ciudad y provocar un aumento de casos de cáncer, que no está dispuesta a cerrar sus instalaciones bajo ningún concepto. Grisham, el gran mago del suspense, urde una intriga poderosa e hipnótica, en la que se reflejan algunas de las principales lacras que azotan a la sociedad actual: la justicia puede ser más sucia que los crímenes que pretende castigar.

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Sheila no tenía intención de mencionarlo. Como tampoco de seguir indagando. Los mecánicos se levantaron, se estiraron, cogieron un mondadientes y se dirigieron a la caja. Babe fue hacia ellos y los increpó mientras les cobraba, unos cuatro dólares cada uno. ¿Por qué trabajaban un sábado? ¿Qué creía su jefe que sacaba con ello? Sheila consiguió tragar la mitad del sándwich.

– ¿Quiere otro? -preguntó Babe, cuando regresó a su taburete.

– No, gracias. Tengo que irme.

Dos adolescentes entraron sin prisas y se acomodaron en una mesa.

Sheila pagó su consumición, agradeció a Babe la conversación y prometió volver a pasar por allí. Se dirigió a su coche y durante la siguiente media hora estuvo recorriendo el pueblo. El artículo de la revista mencionaba Pine Grove y al pastor Denny Ott. Condujo lentamente por el barrio de la iglesia y le sorprendió su estado decadente. El artículo había sido benévolo. Encontró el polígono industrial abandonado, luego la planta de Krane, sombría y apocada, pero protegida detrás de su valla de alambre de cuchillas.

Tras dos horas en Bowmore, Sheila se fue sin intención de volver nunca más. Comprendía la rabia que había conducido hasta aquel veredicto, pero el razonamiento judicial debía excluir cualquier emoción. No cabía duda de que Krane Chemical no había obrado bien, pero el asunto era si los vertidos habían causado los cánceres. El jurado así lo había creído.

Pronto sería tarea de la jueza McCarthy y de sus ocho colegas zanjar el asunto.

Siguieron sus movimientos hasta la costa, hasta su casa, tres manzanas más allá de la bahía de Biloxi. Estuvo allí sesenta y cinco minutos y luego condujo durante cerca de dos kilómetros hasta la casa de la hija, en Howard Street. Después de una larga cena con la hija, el yerno y dos nietos pequeños, regresó a su casa y pasó allí la noche, supuestamente sola. A las diez de la mañana del domingo siguiente, almorzó en el Grand Casino con una amiga. Tras una rápida comprobación de la matrícula, averiguaron que se trataba de una conocida abogada matrimonialista, tal vez una vieja amiga. Después del almuerzo, McCarthy regresó a su casa, se puso unos vaqueros azules y salió con su bolso de viaje. Condujo sin realizar ninguna parada hasta su piso en el norte de Jackson, donde llegó a las cuatro y diez. Tres horas después, una persona que respondía al nombre de Keith Christian (hombre blanco, cuarenta y cuatro años, divorciado, profesor de historia) se presentó con unas generosas provisiones de lo que parecía ser comida china para llevar. No abandonó el piso de McCarthy hasta las siete de la mañana siguiente.

Tony Zachary resumía aquellos informes él mismo, tecleándolos en un ordenador portátil del que echaba pestes. Ya antes de la aparición de internet no se le daba bien la mecanografía y sus aptitudes apenas habían mejorado. Sin embargo, no podía confiar los detalles a nadie, ni a un ayudante nia una secretaria. El asunto exigía la máxima discreción. De hecho, tampoco podía enviar el resumen de los informes por correo electrónico o fax. El señor Rinehart había insistido en que se los enviara todas las noches a través de Federal Express.

SEGUNDA PARTE. La campaña

17

En la vieja ciudad de Natchez existe un tramo de tierra cerca del río, bajo un risco, conocido como Under-the-Hill. Posee una larga y pintoresca historia que comienza con los primeros días de los barcos de vapor en el Mississippi y que atrajo a todo tipo de personajes -comerciantes, vendedores ambulantes, capitanes de barco, especuladores y jugadores- a Nueva Orleans. Sin embargo, en cuanto el dinero empezó a circular, llegaron rufianes, vagabundos, timadores, contrabandistas, traficantes, prostitutas y todo tipo de inadaptados sociales salidos de los bajos fondos. En Natchez abundaba el algodón, la mayoría del cual se enviaba y comercializaba a través del puerto, Under-the-Hill. El dinero fácil creó la necesidad de lugares donde gastarlo como bares, tugurios de apuestas, prostíbulos y pensiones de mala muerte. Un joven Mark Twain era uno de los clientes habituales, en sus días de piloto de un barco de vapor. Más adelante, la guerra de Secesión acabó con el tráfico fluvial, así como con muchas de las fortunas que se habían hecho en Natchez y con gran parte de su vida nocturna. Under-the- Hill sufrió un largo período de decadencia.

En 1990, la asamblea legislativa de Mississippi aprobó una ley que permitía el juego en las embarcaciones fluviales, con la idea de que unos cuantos barcos de vapor falsos con paletas pudieran remover las aguas del río arriba y abajo mientras paseaban a los jubilados que jugaban al bingo y al blackjack. Sin embargo, los empresarios no perdieron el tiempo y corrieron a montar sus casinos flotantes a lo largo del río Mississippi. Para sorpresa de todos, una vez revisada y analizada la ley, se descubrió que no hacía falta que los barcos abandonaran la orilla, ni siquiera estaban obligados a ir equipados con un motor que los propulsara. Mientras estuvieran tocando el río o alguno de sus saltos de agua, cenagales, meandros abandonados, canales construidos por el hombre o remansos, la ley consideraba que dichas estructuras podían calificarse de embarcaciones fluviales. Under-the-Hill resucitó brevemente.

Por desgracia, tras un análisis más concienzudo, comprendieron que la ley en realidad aprobaba sin restricciones, y sin que esa hubiera sido su intención, el juego de casino al estilo de Las Vegas y en pocos años esta nueva y floreciente industria se había establecido a lo largo de la costa del golfo y en el condado de Tunica, cerca de Memphis. Natchez y las otras ciudades fluviales no supieron aprovechar el auge económico, pero consiguieron aferrarse a unos cuantos de sus casinos inmóviles y sin motor.

Uno de estos establecimientos era el Lucky Jack. Clete Coley estaba sentado en su mesa favorita, con su crupier preferido, encorvado sobre una pila de fichas de veinticinco dólares mientras iba dando sorbos a un ron con soda. Había superado los mil ochocientos dólares y había llegado el momento de retirarse. Miró la puerta, esperando a su cita.

Coley era miembro del colegio de abogados. Tenía un título, la licencia, un anuncio en las páginas amarillas, un despacho con la palabra «Abogado» en la puerta, una secretaria que contestaba las esporádicas llamadas con un «despacho de abogados» muy poco entusiasta y tarjetas de visita con la información necesaria. Sin embargo, Clete Coley en realidad no era abogado. Contaba con muy pocos clientes que pudieran considerarse como tales y no sabría cómo se redactaba un testamento, una escritura o un contrato aunque estuvieran apuntándole con una pistola. No solía aparecer por los juzgados y no podía ni ver a la mayoría de los abogados de Natchez. Clete simplemente era un tunante, un abogado borrachuzo y un sinvergüenza de tomo y lomo que hacía más dinero en los casinos que en el despacho. En una ocasión tuvo algún escarceo con la política y se había salvado por los pelos de que formularan cargos contra él. También había metido mano en ciertos contratos públicos y había vuelto a eludir una condena. En sus tiempos, después de la facultad, había trapicheado con marihuana, pero abandonó esa carrera de la noche a la mañana cuando encontraron muerto a uno de sus socios. De hecho, su conversión fue tan radical que acabó siendo agente secreto de narcóticos. Asistía a la Facultad de Derecho en horario nocturno y al final aprobó el examen de obtención del título de abogado al cuarto intento.

Dobló la apuesta con un ocho y un tres, sacó una jota y se llevó otros cien dólares. Su camarera favorita le llevó otra copa. Nadie pasaba tanto tiempo en el Lucky Jack como el señor Coley. Lo que el señor Coley pidiera. Volvió a mirar la puerta, consultó la hora y siguió jugando.

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