¿Era el viento o los dedos de él lo que sentía sobre su piel?, ¿le había murmurado algo o había sido ella misma? Pierce la separó. Los ojos de Ryan se habían nublado. Poco a poco, fueron despejándose y empezando a enfocar, como si estuviese despertando de un sueño. Pero Pierce no estaba preparado para que el sueño finalizase.
La atrajo de nuevo, volvió a apoderarse de sus labios y paladeó el sabor profundo y misterioso de su boca. Tuvo que contener el impulso de estrujarla contra su propio cuerpo, de devorar sus labios, cálidos y dispuestos. Ryan era una mujer delicada. De modo que, aunque el deseo lo desgarraba, luchó por controlarlo. A veces, cuando estaba encerrado en una caja oscura y sin oxígeno, tenía que resistir la necesidad apremiante de escapar y salir corriendo. En ese momento, sentía los mismos síntomas de pánico. ¿Qué le estaba haciendo aquella mujer? La pregunta cruzó su cerebro al tiempo que acercaba a Ryan un poco más todavía. Lo único que Pierce sabía era que la deseaba con una desesperación inconcebible.
¿Habría seda pegada a su cuerpo como la noche en que la había sorprendido con el camisón?, ¿alguna prenda fina, ligeramente perfumada con su propia fragancia femenina? Quería hacerle el amor, ya fuese a la luz de las velas o en medio del campo, con el sol iluminándola. Santo cielo, jamás había deseado tanto a una mujer.
– Ryan, quiero estar contigo -susurró él labio contra labio-. Necesito estar contigo. Vamos, Ryan, deja que te ame. No puedo esperar -añadió después de inclinarle la cabeza para besarla desde otro ángulo.
– Pierce -dijo ella con voz trémula. Notaba que se estaba hundiendo y peleaba por encontrar algún punto firme sobre el que mantenerse en pie. Se apoyó sobre él al tiempo que negaba con la cabeza-. No te conozco.
Pierce controló un súbito arrebato salvaje. Estuvo tentado de meterla en el coche y llevársela a casa. Llevársela a su cama. Pero logró mantener la compostura.
– Es verdad, no me conoces. Y la señorita Swan necesita conocer a un hombre antes de acostarse con él -dijo Pierce, tanto para Ryan como para sí mismo. La apartó unos centímetros, la sujetó por los hombros y la miró a la cara. No le gustaba el ritmo desenfrenado al que le latía el corazón. La calma y el control eran cruciales para su trabajo y, por consiguiente, para él-. Cuando me conozcas, seremos amantes -añadió con voz más serena.
– No -repuso Ryan, a la que no le disgustaba tanto la idea en sí de hacer el amor con Pierce como el hecho de que éste diese por sentado que acabarían haciéndolo-. No seremos amantes a menos que yo quiera. Yo negocio contratos, nunca mi vida privada.
Pierce sonrió; más satisfecho con aquella reacción de enojo de lo que habría estado de haberse plegado Ryan a sus deseos. Desconfiaba de las cosas que llegaban con excesiva facilidad.
– Señorita Swan -murmuró mientras le agarraba un brazo-, la suerte ya está echada. Lo hemos visto en las cartas.
Ryan llegó sola a Las Vegas. Había insistido en que así fuera. Después de lograr sosegarse y tras recuperar la capacidad de pensar con una mente práctica, había decidido que lo más inteligente sería no tener demasiado contacto personal con Pierce. Cuando un hombre se las arreglaba para hacer que el mundo desapareciera a su alrededor con un beso, lo mejor era guardar la distancia. Ése era el objetivo que se había marcado Ryan.
Durante la mayor parte de su vida, había estado totalmente dominada por su padre. No se había atrevido a hacer nada sin contar con su aprobación. Podía ser que Bennett Swan no le hubiese dedicado mucho tiempo, pero siempre le había dado su opinión. Y ella nunca había actuado en contra de la opinión de su padre.
Sólo a partir de los veinte años, Ryan había empezado a explorar sus talentos, a confiar en su criterio y a valorar su independencia. El sabor de la libertad había sido muy dulce. No estaba dispuesta a dejarse dominar de nuevo y, desde luego, no para someterse al imperio del deseo físico. Sabía por experiencia que los hombres no solían ser de fiar. ¿Por qué había de ser una excepción Pierce Atkins?
Después de pagar al taxista, Ryan se apeó y se tomó un momento para mirar a su alrededor. Era su primer viaje a Las Vegas. Aunque no eran más que las diez de la mañana, la ciudad despertaba el interés de los turistas, atentos, por ejemplo, a los estudios cinematográficos de la Metro Goldwyn Mayer. Y también los hoteles atrapaban la mirada de los paseantes con sus fuentes, carteles luminosos y fabulosas flores.
No faltaban vallas publicitarias con nombres de famosos en letras gigantes. Estrellas, estrellas y más estrellas por todas partes. Las mujeres más bellas del mundo, los artistas de más talento, lo más colorido, lo más exótico… todo se daba cita allí. Era como si hubiesen reunido todo tipo de atractivos en un mismo sitio: parques, desierto, montañas; el sol bañaba las calles durante el día, iluminadas por neones al caer la noche.
Ryan se giró hacia el Palace. Miró el hotel durante unos segundos: era enorme, blanco, opulento. Arriba, en letras enormes, podía leerse el nombre de Pierce y las fechas de sus actuaciones. ¿Cómo se sentiría un hombre como él, se preguntó, al ver su nombre anunciado por todo lo alto?
Levantó las maletas y las dejó sobre el pasillo mecánico que la transportó por delante de unas estatuas italianas y una fuente resplandeciente. En la paz de la mañana, pudo oír el agua cayendo. Supuso que las calles serían mucho más bulliciosas de noche, llenas de coches y personas.
Nada más entrar en el vestíbulo del hotel, Ryan oyó el tintineo y las musiquillas de las máquinas tragaperras.
Refrenó el impulso de visitar el casino para echar un vistazo y se dispuso a registrarse directamente
– Ryan Swan -se presentó después de dejar las maletas a los pies de la gran mesa de recepción-. Tengo una reserva.
– Sí, señorita Swan -el recepcionista le dedicó una sonrisa radiante sin consultar siquiera los archivos-. El botones se ocupará de su equipaje. Disfrute de su estancia, señorita Swan. Si necesita cualquier cosa, no deje de decírnoslo, por favor -añadió al tiempo que hacía una seña a un botones, antes de entregarle una llave.
– Gracias -Ryan aceptó las atenciones del recepcioncita sin darle mayor importancia. Cuando la gente sabía que estaba ante la hija de Bennett Swan, lo normal era que la tratasen como a una embajadora en visita oficial. No era nada nuevo y, a decir verdad, la irritaba un poco.
El ascensor la condujo con suavidad hasta la planta superior mientras el botones la acompañaba guardando un silencio respetuoso. La condujo pasillo abajo hasta su habitación, le abrió la puerta y luego se retiró, dando un paso atrás, para dejarla entrar.
La primera sorpresa de Ryan fue constatar que no se trataba de una habitación, sino de una suite. La segunda, que ya estaba ocupada. Pierce estaba sentado en el sofá, estudiando unos papeles que tenía desperdigados encima de la mesa que tenía delante.
– Ryan -dijo él al tiempo que se levantaba. Luego se acercó al botones y le entregó un billete-. Gracias.
– Gracias a usted, señor Atkins.
Ryan esperó hasta que el botones se marchó y cerró la puerta.
– ¿Qué haces aquí? -quiso saber ella.
– Tengo ensayo esta misma tarde -le recordó Pierce-. ¿Cómo ha ido el vuelo?
– Bien -contestó Ryan, insatisfecha con la respuesta, de Pierce e inquieta por su presencia.
– ¿Quieres una copa?
– No, gracias -Ryan examinó la suite, miró un segundo por la ventana y se giró hacia Pierce-. ¿Se puede saber que es esto?
Pierce enarcó una ceja, pero se limitó a responder con naturalidad:
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