Nora Roberts - Mágicos Momentos

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Para Ryan Swan, a la que la vida le había enseñado que sólo podía confiar en sí misma, Pierce Atkins era el último hombre al que debía confiarle el corazón. Pero ante la presencia cautivadora de Pierce, todas sus defensas parecían desvanecerse como por arte de magia.
A Pierce Atkins, obsesionado con huir de su pasado, no le costaría escapar del interior de una caja fuerte ante miles de espectadores. Pero, ¿estaba dispuesto a seguir huyendo toda la vida?, ¿o debía escuchar a su corazón y firmar el contrato de matrimonio que Ryan le ofrecía?

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Al final resultaba que tenía un gran corazón, se dijo con cierta inquietud. Actuaba en Las Vegas, cobraba treinta y seis euros por entrada y abarrotaba los mejores escenarios; pero luego se iba a un hospital para hacer pasar un rato agradable a un puñado de niños. Ni siquiera había periodistas presenciando aquel acto humanitario para escribirlo en las columnas del día siguiente. Pierce estaba entregando su tiempo y su talento por el mero hecho de procurar felicidad a los demás. O, para ser más precisa, pensó Ryan, para aliviar el sufrimiento de los enfermos.

Fue justo en ese momento, aunque entonces no se dio cuenta, cuando Ryan se enamoró.

Lo miró mientras jugaba con una pelotita en la mano. Ryan estaba tan fascinada como los niños. Con un movimiento fulgurante, la pelota desapareció para reaparecer instantes después por la oreja de un niño que chilló entusiasmado.

Se trataba de un espectáculo sencillo, compuesto por pequeños trucos que cualquier mago aficionado podría haber realizado. Pero la sala era un tumulto de risas, exclamaciones de asombro y aplausos. Era evidente que a Pierce le resultaba mucho más satisfactorio que el éxito más atronador de cuantos podía cosechar tras un número complicado sobre el escenario. Sus raíces estaban ahí, entre los niños. Nunca lo había olvidado. Recordaba de sobra el olor a desinfectante y los ambientadotes florales de las salas de enfermos, la sensación de no poder salir de una cama de hospital. El aburrimiento, pensó Pierce, podía ser la enfermedad que más estragos causara entre los niños.

– Os habréis fijado en que me acompaña una ayudante guapísima -señaló Pierce. Ryan necesitó unos segundos para darse cuenta de que se refería a ella. Se le agrandaron los ojos de sorpresa, pero él se limitó a sonreír-. Ningún mago viaja sin acompañante. Ryan -la llamó extendiendo una mano, con la palma hacia arriba.

Entre risillas y aplausos, no tuvo más remedio que unirse a Pierce.

– ¿Qué haces? -susurró ella.

– Convertirte en estrella -respondió Pierce con naturalidad antes de volverse hacia su público de niños en camas y sillas de ruedas-. Ryan tiene esta sonrisa tan bonita porque bebe tres vasos diarios de leche, ¿verdad que sí, Ryan?

– Eh… sí -dijo ella. Luego miró las caras expectantes que la rodeaban-. Tres vasos diarios -repitió. ¿Por qué le hacía eso Pierce? Nunca había visto tantos ojos enormes y curiosos pendientes de ella a la vez.

– Estoy seguro de que todos sabéis lo importante que es beber leche.

Lo que fue respondido con algunas afirmaciones poco entusiasmadas y un par de gruñidos de protesta. Pierce metió la mano en el maletín negro y sacó un vaso que ya estaba medio lleno de leche. Nadie le preguntó por qué no se había derramado.

– Porque todos bebéis leche, ¿verdad? -continuó él. Esa vez arrancó algunas risas aparte de algún gruñido más. Pierce sacudió la cabeza, sacó un periódico y empezó a doblarlo en forma de embudo-. Éste es un truco difícil. No sé si podré hacerlo si no me prometéis todos que esta noche os tomaréis vuestro vaso de leche.

Un coro de promesas llenó la sala de inmediato. Ryan comprendió que Pierce era tan bueno con los niños como con la magia, tenía la misma destreza como psicólogo que como artista. Quizá no eran cosas distintas y el secreto de su arte consistía en conocer a su público. De pronto, advirtió que Pierce la estaba mirando con una ceja enarcada.

– Sí, sí, yo también lo prometo -accedió sonriente. Estaba tan encantada como cualquiera de los niños.

– Veamos qué pasa. ¿Te importa echar la leche en este embudo? -le preguntó Pierce a Ryan al tiempo que le entregaba la leche. Luego le guiñó un ojo al público-. Despacio, que no se caiga nada. Es leche mágica, ¿sabíais? La única que bebemos los magos.

Pierce le agarró una mano y la guió, manteniendo la parte superior del embudo justo sobre los ojos de Ryan. Tenía la mano caliente. Y lo envolvía un aroma que Ryan no acertaba a concretar. Era un aroma campestre, del bosque. Pero no era pino, decidió, sino algo más intenso, más próximo a la tierra. Su respuesta al contacto fue tan inesperada como indeseada. Ryan trató de concentrarse en volcar el vaso por la apertura del embudo. El pico de abajo goteó un poco.

– ¿Dónde se compra leche mágica? -quiso saber uno de los niños.

– La leche mágica no se compra. Tengo que levantarme muy temprano todos los días y hacerle un conjuro a una vaca -contestó Pierce con seriedad. Entonces, cuando Ryan terminó de verter la leche, él lo devolvió al maletín. Volvió a girarse hacia el embudo y frunció el ceño-. Ésta era mi leche, Ryan. Podías haberte tomado la tuya luego -dijo con un ligero tono de censura.

Antes de que ella pudiera abrir la boca para hablar, Pierce deshizo el embudo. Automáticamente, Ryan se retiró para que no le cayese la leche encima. Pero el embudo estaba vacío.

Los niños gritaron entusiasmados al tiempo que ella lo miraba perpleja.

– Es una glotona -le dijo Pierce al público-. Pero sigue siendo guapísima -añadió justo antes de inclinarse para besarle la mano.

– Yo misma eché la leche en el embudo -comentó Ryan horas después mientras recorrían el pasillo del hospital camino del ascensor-. Estaba goteando por abajo. Lo vi.

– Las cosas no son siempre lo que parecen -dijo él después de invitarla a entrar en el ascensor-. Fascinante, ¿verdad?

Ryan notó cómo empezaba a descender el ascensor. Permaneció unos segundos en silencio.

– Tú tampoco eres del todo lo que pareces, ¿no?

– No, ¿y quién sí?

– Has hecho más en una hora por esos niños de lo que podrían haber hecho una decena de médicos -dijo Ryan y él bajó la mirada-. Y no creo que sea la primera vez que haces una cosa así.

– No lo es.

– ¿Por qué?

– Los hospitales son un sitio espantoso cuando se es pequeño -se limitó a responder. Era la única respuesta que podía darle.

– Para estos niños hoy no ha sido así.

Pierce volvió a tomarle la mano cuando llegaron a la primera planta.

– No hay público más exigente que los niños. Se lo toman todo al pie de la letra.

Ryan rió.

– Supongo que tienes razón. ¿A qué adulto se le habría ocurrido preguntarte dónde compras leche mágica? -Ryan lo miró-. Pero has reaccionado enseguida.

– Cuestión de experiencia. Los niños te obligan a estar siempre atento. Los adultos se distraen más fácilmente -Ryan se encogió de hombros. Luego le sonrió-. Incluida tú. A pesar de que me estabas mirando con esos ojos tan verdes e intrigados.

Ryan miró hacia el aparcamiento cuando salieron del ascensor. Le resultaba casi imposible no fijarse en Pierce cuando éste le hablaba.

– ¿Por qué me has pedido que venga contigo esta tarde? le preguntó.

– Quería que me hicieras compañía.

– No sé si lo entiendo -dijo ella mirándolo a la cara.

– ¿Tienes que entenderlo todo? -repuso Pierce. A la luz del sol, el cabello de Ryan tenía el color del trigo. Pierce deslizó los dedos por él. Luego enmarcó la cara de Ryan, posando las manos en sendas mejillas-. ¿Siempre?

Ryan notó que el corazón le latía en la garganta.

– Sí, creo…

Pero la boca de Pierce cayó sobre la de ella y Ryan no pudo seguir pensando. Fue tal como había sido la primera vez. El beso, delicado, la desarmó por completo. Ryan sintió un pinchazo cálido y trémulo por el cuerpo mientras Pierce le acariciaba las sienes. Luego notó un cosquilleo delicioso justo bajo el corazón. De repente, el mundo parecía haber desaparecido a su alrededor. No había sombras ni mágicos fantasmas siquiera. Lo único que tenía solidez eran las manos y la boca de Pierce.

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