– Diez centímetros cúbicos -observó-. En otras palabras, equivale a una cucharada -colocó los tubos en el papel desechable y los guardó en su bolso, tal como Nina lo había hecho-. Supongo que quieres los resultados, digamos, para ayer, ¿verdad?
– Me sería muy útil.
– Pasado mañana es lo más que puedo hacer. Bebimos más champaña, desempacamos la comida, que según dijo era un obsequio delicioso de un restaurante que gozaba de una indiscutible reputación como el mejor de Escocia: La Potinière, localizado en Gullane, en East Lothian. Los propietarios eran amigos cercanos de Lizzie, y esta vez habían enviado pechugas de pollo rellenas con una salsa de crema batida, avellanas y licor francés de manzana; ensalada, seguida de un pastel de queso con limón que se derretía como ambrosía en el paladar.
Disfrutando de la mutua compañía, vimos la primera parte de las carreras de Cheltenham por televisión, y Lizzie se dedicó a observarme mientras yo, a mi vez, observaba a los jockeys.
– Alégrate de que ya no tienes de qué preocuparse -comentó.
El teléfono sonó. Era Isobel.
– El nuevo conductor, Aziz, acaba de telefonear desde Yorkshire para avisar que quieren que transporte ocho animales, no siete, y el octavo es un viejo poni, medio calvo, que apenas puede tenerse en pie. ¿Qué le digo?
– Dile que le pida a Tigwood una nota absolviéndonos en caso de que el caballo muera. Que la firme y que le ponga fecha.
– ¿Qué sucede? -preguntó Lizzie cuando colgué el auricular. Le expliqué acerca de la expedición geriátrica y le di todos los pormenores sobre John Tigwood, el filántropo que gustaba del lucro.
Isobel volvió a llamar a la mitad de la competencia, alrededor ha a de las cuatro, para informar que todo estaba bien y que se iba acasa. Uno de los caballos locales que Harvey había llevado a Cheltenham había ganado. "¿Estaba enterado?"
– Sí. ¡Es fantástico!
Cuando terminaron las carreras, Lizzie y yo apagamos el televisor y conversamos de temas generales. Más tarde Aziz telefoneó directamente a mi casa.
– Estoy en una cabina ubicada en la gasolinera de Chieveley -indicó-. Quería hablar contigo sin que me escucharan.
– ¿Qué sucede?
– Es mi primer día de trabajo contigo y yo… -se detuvo, tratando de encontrar las palabras adecuadas-. ¿Te importaría mucho -preguntó apresuradamente- venir a encontrar este camión a dondequiera que vaya a entregarlo?
– Centaur Care.
– Sí. Estos caballos no están en condiciones de viajar. Se lo advertí a Tigwood, pero insistió en que los trajéramos. La señora Lipton está preocupada de que mueran antes de descargarlos.
– De acuerdo -repuse con decisión-. Cuando te aproximes a Pixhill, llama otra vez del teléfono del camión e iré a encontrarte de inmediato. Por ningún motivo permitas que bajen las rampas sino hasta que yo llegue ahí. ¿Comprendes?
– Gracias.
Cuando le conté a Lizzie acerca del problema, ella se ofreció para acompañarme, y después de que Aziz volvió a llamar, nos pusimos en camino.
El potrero de Centaur Care había sido herbajado en exceso hasta el punto en que la tierra oscura sobresalía entre montículos dispersos de césped. En la parte trasera de la zona de estacionamiento, los establos se veían tan frágiles como si una brisa leve pudiera derribarlos. Lizzie miró a su alrededor sin poder decir nada cuando nos detuvimos cerca de la entrada principal.
Llegamos apenas un minuto antes de que Aziz diera vuelta despacio y detuviera el camión con suavidad. Caminé hasta su ventanilla, mientras Tigwood y Loma bajaban por el otro lado.
Aziz bajó el cristal y dijo:
– Espero que todavía estén vivos.
Se oyó entonces el sonido de las rampas al desatrancarlas en el extremo del camión y me apresuré a decirle a John Tigwood y a Lorna que se detuvieran.
– No seas tonto -replicó Tigwood-. Claro que debemos descargarlos. Pronto anochecerá.
– Me sentiría mejor si los veo primero -repuse.
Abrí la puerta posterior de la caballeriza y subí hasta el nivel donde se encontraban los caballos. Tres pares de pacientes ojos viejos me miraron. Por la posición de los cuellos y las letárgicas orejas se traslucía el cansancio.
En la caballeriza de en medio había un trío tembloroso; tenían las cabezas gachas por la fatiga. Me deslicé por el tercer compartimiento, que estaba vacío, de las caballerizas delanteras y revisé el resto de la carga: había un caballo tan débil que parecía estar sostenido sólo por las divisiones, y un poni patético con grandes extensiones de piel sin pelo y los ojos cerrados.
Bajé al suelo y le dije a Tigwood y a Loma que quería que viniera un veterinario para que revisara a los caballos antes de bajarlos del camión. Deseaba tener una opinión autorizada, les informé cortésmente que mi empresa los había entregado en la mejor condición posible.
A través de la puerta abierta de pasajeros le pedí a Aziz que me pasara el teléfono y sin más alharaca me comuniqué con el médico veterinario local. Me prometió que iría en seguida y cumplió con su palabra. Realizó la misma breve inspección que yo ya había hecho y, al final, me lanzó una mirada de desaliento que dejaba traslucir mucho más que sus palabras.
– ¿Y bien? -demandó Tiewood enojado.
– Están un poco deshidratados y probablemente hambrientos. Necesitarán mucho reposo, agua y comer buena paja. Me quedaré mientras los desembarcan.
Bajé la rampa y Tigwood desató al primer pasajero. Lo guió hasta el suelo, las viejas patas se resbalaban y no podían estar erguidas. Llegó a tierra firme y permaneció sin moverse, trémulo.
– Loma, ¿cuántos años tienen?
Sacó una lista y me la entregó sin decir nada. Los nombres, edades y propietarios de los caballos se encontraban ahí, algunos de ellos me eran familiares.
– ¡Caramba, yo monté a dos de ellos! -exclamé-. Algunos fueron caballos grandiosos. ¿Cuál es cuál?
– Tienen etiquetas en los collares que llevan.
Me dirigí al caballo que Tigwood estaba sosteniendo mientras el veterinario lo examinaba y leí el nombre PETERMAN. Acaricié el viejo hocico y pensé en las carreras que habíamos ganado y perdido juntos hacía más de doce años, época en que el ahora armazón tembleque había sido firme y poderoso, cuando ese animal era un príncipe bello y altivo. Sus veintiún años de edad eran equivalentes a noventa años de un ser humano.
– Está bien -afirmó el veterinario-. Sólo tiene cansancio.
Tigwood me dirigió una mirada triunfante, como diciéndome: "Te lo advertí" y llevó a mi antiguo amigo hacia las caballerizas.
El veterinario dio su visto bueno provisional a todos los viajeros, excepto a los dos de las caballerizas que estaban hasta adelante. El poni anciano se encontraba en peor estado que los demás. La criatura apenas podía mantenerse en pie.
– Tiene laminitis avanzada -sentenció el veterinario-. Será mejor sacrificarlo.
– Desde luego que no -se pronunció Tigwood con indignación-. Es una mascota muy amada. Su dueña tiene sólo quince años. Me hizo prometérselo -después de decir eso tiró literalmente de la pobre bestia y la obligó a descender a lo largo de la rampa. Los cascos adoloridos retrocedían a cada paso; debido al dolor la cabeza colgaba lacia.
– Es espantoso -susurró Lizzie.
John Tigwood soltó al poni en el potrero y regresó para abrir la puerta de su oficina. Todos entramos juntos detrás de él, mientras Tigwood atravesaba la habitación hasta llegar a un par de escritorios metálicos. Sobre uno de ellos había una computadora y una impresora. Los anaqueles para libros exhibían conspicuamente publicaciones sobre los problemas médicos y el cuidado de los ancianos caballos pura sangre.
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