Leo Perutz - El Marques De Bolibar

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En el invierno de 1812, en plena guerra de los españoles contra el invasor napoleónico, dos regimientos alemanes que combaten al lado de los franceses son aniquilados en extrañas circunstancias, aparentemente por uno de sus propios miembros. Sólo el lugarteniente von Jochberg sobrevive a la masacre y en sus memorias trata de esclarecer el misterioso suceso.
Una espléndida novela fantástica, en la que se entremezclan el amor, la guerra y los celos, escrita con el inimitable e inquietante estilo de Leo Perutz, que narra la historia de dos regimientos alemanes que, empujados por el espectro del Marqués de Bolívar, precipitan su propia perdición.

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Vacilé. No quería salir. Pero mientras buscaba un pretexto para quedarme, oí pasos y voces en la otra habitación. La puerta se abrió y entró Eglofstein. Tras él apareció un individuo alto y escuálido en el que reconocí a un cabo del regimiento de Hessen.

– ¡No griten! -dijo el coronel, señalando con un gesto al herido-. ¿Qué pasa, Eglofstein?

– Mi teniente, este hombre es de la compañía del teniente Lohwasser, que tiene a su cargo el mantenimiento del orden público en la ciudad…

– Ya lo sé. Lo conozco. ¿Qué quiere usted, cabo?

– ¡Tumultos, desórdenes, insubordinaciones, mi coronel! -profirió el hombre, casi sin aliento-. Los españoles atacan a los guardias y a los centinelas.

Lancé a Eglofstein una mirada de admiración. Pues estaba totalmente seguro de que aquello no era más que un ardid hábilmente tramado y acordado con aquel hombre a fin de sacar por las buenas al coronel de la alcoba de Günther.

Pero el coronel meneó la cabeza y sonrió burlón.

– ¿Que esos buenos cristianos se han rebelado? Cabo, ¿quién le envía?

– El teniente Lohwasser.

– Me lo figuraba. Me lo figuraba -dijo el coronel, dirigiéndose risueño hacia nosotros-. Lohwasser es un chiflado, no hace más que ver fantasmas. Mañana mandará a alguien a avisarme que ha visto a tres hombres de fuego o a un duende jorobado.

Pero en aquel instante oímos un taconeo afuera, la puerta se abrió de un golpe y el teniente Donop se precipitó dentro de la estancia.

– ¡Rebelión! -gritó, acalorado y sin aliento por la carrera-. En la plaza del mercado han atacado a los guardias.

El coronel dejó de reírse y se puso blanco como el papel. Y en el silencio que se hizo se escuchó el balbuceo absurdo de Günther, que ya era incapaz de distinguir la noche del día:

– ¡Por los clavos de Cristo, encended la luz! ¿O es que queréis jugar conmigo a la gallina ciega?

– ¿Es que los españoles se han vuelto locos? -prorrumpió el coronel-. ¡Atacar a los centinelas! Por cosas así se ha ahorcado a centenares. ¿Qué mosca les ha picado?

– Brockendorf… -empezó Donop y se calló.

– ¿Qué pasa con Brockendorf? ¿Dónde está? ¿Dónde se ha metido?

– Está todavía en la iglesia.

– ¿En la iglesia? ¡Aleluya! ¿Es momento de escuchar sermones? ¿Es que ha ido a rezar por una buena cosecha de vino mientras los españoles se amotinan por la calle?

– Brockendorf se ha alojado con su compañía en la iglesia de Nuestra Señora.

– En la iglesia… ¡Se ha alojado! -el coronel respiró hondo y se puso morado de ira; parecía que en cualquier momento fuera a asfixiarse o a caer al suelo víctima de un ataque de apoplejía. Günther gemía y se revolvía en la cama:

– Que Dios se apiade de mí, me voy a morir. ¡Ay, amor mío! ¡Hasta siempre!

– Dice… Brockendorf dice que el señor coronel le dio la orden -osó comentar Donop.

– ¿Que yo le di la orden? -rugió el coronel-. ¿Conque esas tenemos? Ahora ya entiendo por qué se amotinan los españoles.

Hizo un esfuerzo para tranquilizarse y se dirigió al cabo, que aún estaba en la habitación.

– Vaya corriendo y envíeme aquí al momento al capitán Brockendorf. Y usted, Donop, tráigame aquí al cura y al alcalde. ¡Rápido! ¿A qué espera? ¡Eglofstein!

– ¿Sí, mi coronel?

– Los cañones que hay en las bocacalles ¿están cargados?

– Con bombas de metralla, mi coronel. ¿Quiere que…?

– Ni un solo disparo sin orden mía. Dos patrullas de caballería despejarán las calles.

– ¿A tiros de fusil…?

– ¡A culatazos en las costillas! -rugió el coronel-. Ni un disparo sin orden mía, ya se lo he dicho. ¿Es que quiere usted echarme encima a la guerrilla?

– Comprendido, mi coronel.

– Doble la vigilancia. Tome diez hombres, ocupe el ayuntamiento y arreste a los miembros de la junta, si están reunidos. ¡Jochberg!

– ¿Sí, mi coronel?

– ¡Al capitán Castel-Borckenstein! Que forme con su compañía en el patio posterior del cuerpo de guardia. Ni un tiro mientras yo no dé la orden. ¿Comprendido?

– Sí, mi coronel.

– Entonces vaya usted con Dios.

Medio minuto después nos hallábamos todos en camino hacia nuestros destinos.

Bajé a toda prisa por la Calle de los Carmelitas con Eglofstein y sus hombres. A lo lejos, más allá de las ruinas negruzcas de los muros del convento, vimos escabullirse a dos españoles que iban armados con lanzas u horquillas. En la esquina se separaban nuestros caminos. Eglofstein ya se iba, pero de repente me vino algo a la mente y retuve al capitán cogiéndolo de la mano.

– Mi capitán -dije apresuradamente-, todo ha ido saliendo tal como lo quería el marqués de Bolibar.

– Se diría que tiene usted razón, Jochberg -afirmó, queriendo marcharse.

– Escúcheme: la primera señal la dio Günther, lo sé. La segunda señal la dimos nosotros: usted y yo, Brockendorf y Donop. La revuelta la ha provocado Brockendorf. Por el amor de Dios, ¿dónde está el cuchillo?

– ¿De qué cuchillo habla, Jochberg?

– La Nochebuena, cuando usted ordenó fusilar al marqués de Bolibar, se quedó usted con su puñal. Un cuchillo con el mango de marfil y la imagen de la Virgen María con Cristo muerto, ¿lo recuerda? Es la última de las tres señales. ¿Dónde tiene usted el cuchillo, mi capitán? No puedo estar tranquilo mientras sepa que está en sus manos.

– El cuchillo… -repitió Eglofstein, pensativo-. El puñal… El coronel lo vio y me lo pidió, por el hermoso trabajo del puño. Ya no lo tengo.

Se me quitó un peso de encima del corazón al oír aquello.

– Entonces todo está bien -dije-. Me doy por satisfecho. El coronel no dará la tercera señal, de eso estoy seguro.

– No, él seguro que no -dijo Eglofstein con una risa cavernosa en la que resonaban el sentimiento de culpabilidad y el arrepentimiento.

Luego nos separamos y cada uno se fue por su lado.

El ranúnculo azul

Llegué sin dificultades a la casa donde se alojaba Castel-Borckenstein, pues en esos momentos la rebelión no estaba más que en sus comienzos. Mucho más difícil y lleno de peligros fue el regreso, y no tardé en lamentar no haberme hecho escoltar por algunos de los hombres de Castel-Borckenstein. Pues en esos momentos se desbordaba por las calles una multitud exaltada; cientos de voces enfurecidas se desgañitaban maldiciéndonos, gritando que éramos unos herejes y no teníamos otro empeño que ultrajar la santísima religión y profanar las iglesias, e incluso que nos proponíamos raptar a los niños y llevárnoslos a Argel para venderlos como esclavos. Es bien sabido lo útil que resulta pintar al enemigo lo más oscuro posible. Y así, los curas ponían en circulación las más negras mentiras sobre nosotros, y la muchedumbre enconada se lo creía todo, hasta las invenciones más absurdas y descaradas.

El pensamiento de que el coronel se había quedado a solas con Günther me impulsó a apresurarme, y a pesar del escándalo y el alboroto que reinaban por las calles elegí el camino más corto. En la calle de las Arcadas me salió al paso un viejo que me advirtió de la presencia de treinta españoles armados al otro extremo de la calle, y me aconsejó que no siguiera adelante. Aquello no me inquietó, pues, en caso de emergencia, yo tenía mis pistolas, y ellos solamente cachiporras, guadañas y primitivos cuchillos caseros, ya que al día siguiente a nuestra llegada nos habíamos incautado de todos los fusiles. Pero, así que proseguí la marcha, una piedra pasó zumbando a muy poca distancia de mi cabeza, y, desde una ventana una voz de mujer gritó que éramos enemigos de la Santísima Trinidad y escarnecedores de la Virgen María, y que Alemania estaba llena de herejes que escupían fuego, a quienes habría que exterminar. Finalmente preferí evitar las calles principales y hacer mi recorrido por callejuelas y huertos. Con algo de retraso, pero sano y salvo, llegué por fin a la Calle de los Carmelitas.

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