Michael Connelly - Llamada Perdida

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Pierce es un investigador de informática molecular volcado en un estudio que podría revolucionar el mundo de la medicina. Su obsesiva dedicación al trabajo ha repercutido en su vida privada, dando al traste con su relación con Nicole. tras abandonar la vivienda que compartía con ella, Pierce se instala en un nuevo apartamento con vistas a la playa de Santa Mónica. Allí empieza a recibir extrañas llamadas telefónicas de hombres que buscan a una tal Lilly. Movido por la curiosidad, Pierce decide investigar quién es esa mujer y descubre su anuncio en L.A. Darlings, una web donde ofrecía sus servicios como chica de compañía. La obsesión de Pierce le arrastra al oscuro mundo del sexo en Internet, un ámbito desconocido para él y que no tardará en convertirse en una pesadilla.
En Llamada perdida, Connelly sustituye a Harry Bosch – el protagonista que le ha aportado fama mundial – por Henry Pierce, cuya curiosidad sirve de motor para abordar, desde el suspense, dos temas de gran actualidad: el sexo online y las nuevas tecnologías científicas.
«Connelly sabe jugar diabólicamente con los lectores. El resultado es esta novela que cuenta con un suspense al más puro estilo Hitchcock.» – Kirkus Reviews

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– ¿Sí? ¿Me equivoco? Bueno, deje que le diga lo que tengo. Tengo una mujer desaparecida y sangre en una cama. Tengo un montón de sus mentiras y un montón de sus huellas dactilares en las dos casas de la mujer.

Pierce cerró los ojos. Pensó en el apartamento de al lado de Speedway y en la casa de Altair. Sabía que lo había tocado todo. Había puesto las manos en todo. En su perfume, en sus armarios, en su correo.

– No…

Fue todo lo que se le ocurrió.

– No, ¿qué?

– Es todo un error. Lo único que hice… O sea… Me dieron su número. Sólo quería ver… Quería ayudarla… Verá, fue culpa mía… y creí que si…

No terminó. El pasado y el presente estaban demasiado juntos. Se estaban fundiendo en una sola cosa. Uno se movía enfrente del otro como en un eclipse. Abrió los ojos y miró a Renner.

– ¿Qué creía? -preguntó el detective.

– ¿Qué?

– Acabe la frase. ¿Qué creía?

– No lo sé. No quiero hablar de eso.

– Vamos, chico. Ha dado el primer paso. Termine el viaje. Es bueno descargarse. Es bueno para el alma. Es culpa suya la muerte de Lilly. ¿A qué se refiere? ¿Fue un accidente? Cuénteme cómo pasó. Quizá pueda entenderlo y podamos ir juntos al fiscal, y solucionarlo.

Pierce sintió que el miedo y el peligro inundaban su mente. Casi podía oler cómo transpiraba por su piel, como si fueran sustancias químicas -elementos compuestos que comparten moléculas- subiendo a la superficie para escapar.

– ¿De qué está hablando? ¿Lilly? Eso no es culpa mía. Ni siquiera la conocía. Yo traté de ayudarla.

– ¿ Estrangulándola? ¿ Cortándole la garganta? ¿ O hizo con ella el número de Jack el Destripador Creo que decían que el Destripador era un científico. Un doctor o algo. ¿Usted es el nuevo Destripador, Pierce? ¿Ése es su fardo?

– Salga de aquí. Está loco.

– No creo que sea yo el loco. ¿Por qué fue su culpa?

– ¿Qué?

– Ha dicho que fue todo culpa suya. ¿Por qué? ¿Qué hizo ella? ¿Insultó su masculinidad? ¿Tiene un pajarito pequeño, Pierce? ¿Es eso?

Pierce negó con la cabeza enfáticamente, sacudiéndose un amago de mareo. Cerró los ojos.

– Yo no he dicho eso. No fue culpa mía.

– Lo ha dicho. Yo lo he oído.

– No. Está poniendo palabras en mi boca. No es culpa mía. No tengo nada que ver en eso.

Abrió los ojos y vio que Renner hurgaba en el bolsillo y sacaba una grabadora. La luz roja estaba encendida.

Pierce se dio cuenta de que era una grabadora distinta de la que antes había estado en la bandeja de la comida y que luego había apagado. El detective había grabado toda la conversación.

Renner pulsó el botón de rebobinado durante unos segundos y después trasteó con la grabación hasta que encontró lo que quería y volvió a reproducir lo que Pierce había dicho momentos antes.

«Es todo un error. Lo único que hice… O sea… Me dieron su número. Sólo quería ver… Quería ayudarla… Verá, fue culpa mía… y creí que si…»

El detective apagó la grabadora y miró a Pierce con una sonrisa petulante. Renner lo había acorralado. Le había tendido una trampa. Todos sus instintos legales, por limitados que fueran, le decían que no dijera ni una palabra más. Pero Pierce no podía parar.

– No -dijo-. No estaba hablando de Lilly Quinlan. Estaba hablando de mi hermana. Fue…

– Estábamos hablando de Lilly Quinlan y dijo «fue culpa mía». Eso es un reconocimiento, amigo.

– No, le dije que yo…

– Sé lo que me dijo. Fue una bonita historia.

– No es una historia.

– Bueno, ¿sabe qué? Supongo que en cuanto encuentre el cadáver tendré la historia real contada. Le tendré en el saco, victoria asegurada.

Renner se inclinó sobre la cama hasta que su rostro quedó a sólo unos centímetros del de Pierce.

– ¿Dónde está, Pierce? Sabe que es inevitable. Vamos a encontrarla. Así que terminemos con esto. Dígame lo que hizo con ella.

Las miradas de ambos conectaron. Pierce oyó el clic de la grabadora que volvía a encenderse.

– Salga.

– Será mejor que hable conmigo. Se está quedando sin tiempo. Cuando consiga esto y llegue a los abogados, no podré ayudarle más. Hable, Henry. Vamos. Descárguese.

– Le he dicho que salga. Quiero un abogado.

Renner se incorporó y esbozó una sonrisa de complicidad. De manera exagerada levantó la grabadora y la apagó.

– Por supuesto que quiere un abogado -dijo-. Y va a necesitarlo. Voy a ir al fiscal, Pierce. Sé que para empezar le tengo por allanamiento de morada y por obstrucción a la justicia. Le tendré congelado con eso, pero en el fondo no son más que minucias. Quiero el premio gordo.

Brindó con la grabadora como si las palabras que había captado allí fueran el Santo Grial.

– En cuanto aparezca el cuerpo, se terminó el juego.

Pierce ya no estaba escuchando. Volvió el rostro a Renner y empezó a mirar al espacio, pensando en lo que iba a suceder. De repente cayó en la cuenta de que lo perdería todo. La empresa… todo. En una fracción de segundo las fichas de dominó cayeron en su imaginación, la última era Goddard echándose atrás y llevando su inversión a otro sitio, a Bronson Tech o a Midas Molecular o a cualquier otro de sus competidores. Goddard se iría y nadie querría participar. No bajo el escrutinio de una investigación criminal y un posible juicio. Se terminaría. Quedaría fuera de la carrera para siempre.

Volvió a mirar a Renner.

– He dicho que no voy a volver a hablar con usted. Quiero que se vaya. Quiero un abogado.

Renner asintió.

– Le aconsejo que se busque uno bueno.

Estiró el brazo hacia una mesita donde estaban los medicamentos y cogió un sombrero que Pierce no había visto antes. Era un porkpie con el ala hacia abajo. Pierce pensaba que ya nadie llevaba sombreros como ése en Los Ángeles. Nadie. Renner salió de la habitación sin decir ni una palabra más.

23

Pierce se quedó sentado un momento, pensando en el aprieto en el que estaba metido. Se preguntó cuánto de lo que Renner había dicho acerca de ir a la fiscalía había sido amenaza y cuánto realidad. Trató de desembarazarse de esa idea y buscó un teléfono en la habitación. No había nada en la mesita, pero la cama tenía barandillas laterales con todo tipo de botones electrónicos para posicionar el colchón y controlar la televisión instalada en la pared opuesta. Encontró un teléfono en la barandilla derecha. Junto al aparato, en un bolsillo de plástico, también encontró un espejito de mano. Lo levantó y se miró la cara por primera vez.

Esperaba algo peor. Cuando se había palpado la herida con la mano en los momentos posteriores a la agresión, le había parecido que le habían abierto el rostro y que sería inevitable una gruesa cicatriz. En ese momento no le había importado, porque se daba por satisfecho con estar vivo. Ahora estaba un poco más preocupado. Al mirarse la cara, vio que la hinchazón se había reducido. Tenía el rostro abotagado en torno a las comisuras de los ojos y en la parte inferior de la nariz. Llevaba algodón en ambas narinas y tenía los dos ojos amoratados. La cornea izquierda estaba inundada de sangre a un lado del iris. Y en la nariz tenía los minúsculos rastros de la microcostura.

La costura formaba una K con una línea que subía desde el puente de la nariz y los brazos de la K que se curvaban por debajo del ojo izquierdo y por encima de su ceja. Le habían afeitado la mitad de la ceja para facilitar la cirugía y a Pierce eso le pareció el elemento más extraño del rostro que estaba mirando.

Bajó el espejo y se dio cuenta de que estaba sonriendo. Tenía la cara casi destruida. Tenía a un poli del Departamento de Policía de Los Ángeles tratando de encarcelarlo por un crimen que él había descubierto, pero no cometido. Tenía a un macarra virtual con un monstruo por mascota que era una amenaza viva y real para él y los que estaban próximos a él. Aun así, él estaba sentado en la cama y sonriendo.

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