El detective pulsó un botón y la luz roja se apagó. Se metió la grabadora en el bolsillo derecho de su americana.
– Muy bien, ¿qué es?
– No se llama Robin. Me dijo que su nombre es Lucy LaPorte. Es de Nueva Orleans. Tiene que encontrarla. Está en peligro. Puede que ya sea demasiado tarde.
– ¿En peligro de qué?
Pierce no contestó. Pensó en la amenaza de Wentz respecto a que hablara con la policía. Pensó en las advertencias del detective privado, Glass.
– Billy Wentz -dijo finalmente.
– Otra vez Wentz -dijo Renner-. Es el coco de todo esto, ¿eh?
– Oiga, puede creer lo que le digo o no. Pero encuentre a Robin (quiero decir, a Lucy) y asegúrese de que está bien.
– ¿Eso es todo? ¿Es todo lo que tiene que ofrecerme?
– Su foto de la Web es auténtica. Yo la vi.
Renner asintió como si lo hubiera supuesto desde el principio.
– La cosa se va aclarando un poco -dijo-. ¿Qué más puede decirme de ella? ¿Cuándo la vio?
– El sábado por la noche. Ella me llevó al apartamento de Lilly. Pero se fue antes de que yo entrara. Ella no vio nada, de manera que traté de mantenerla al margen. Era parte del trato que hicimos. Tenía miedo de que Billy Wentz lo descubriera.
– Eso fue brillante. ¿Le pagó?
– Sí, pero ¿qué importa eso?
– Importa porque el dinero influye en los motivos. ¿Cuánto?
– Unos setecientos dólares.
– Un montón de pasta sólo por un paseo por Venice. ¿También le dio el otro paseo?
– No, detective.
– Y entonces si ese cuento que me ha explicado de que Wentz es un chulo virtual muy malo, entonces que ella le mostrara el apartamento de Lilly de alguna forma la pone en peligro, ¿no es así?
Pierce asintió. Esta vez su cabeza no pasó por el efecto pecera. Con el movimiento vertical no había problema. Eran los movimientos horizontales los que le causaban problemas.
– ¿Qué más? -dijo Renner, que seguía insistiendo.
– Ella comparte el apartamento del puerto con una mujer llamada Cleo. Supuestamente está en la misma Web, aunque no lo comprobé. Tal vez hablando con Cleo consigan alguna pista.
– Tal vez sí, y tal vez no. ¿Es todo?
– Lo último: la vi en un taxi verde y amarillo en Speedway el sábado por la noche. Tal vez puedan seguirle la pista hasta su casa.
Renner sacudió levemente la cabeza.
– Eso funciona en las películas. Pero es muy difícil en la vida real. Además, probablemente ella volvió al apartamento. Las noches de sábado son movidas.
La puerta de la habitación se abrió y entró Mónica Purl, pero al ver a Renner se detuvo en el umbral.
– Oh, lo siento. ¿Estoy…?
– Sí -dijo Renner-. Asunto policial. ¿Puede esperar fuera, por favor?
– Ya volveré.
Mónica miró a Pierce y su rostro reaccionó con horror ante lo que vio. Pierce trató de sonreír y levantó la mano izquierda para saludar.
– Te llamaré -dijo Mónica, y a continuación se fue y cerró la puerta.
– ¿Quién era? ¿Otra amiga?
– No, mi secretaria.
– Entonces, ¿quiere hablar de lo que ocurrió en ese balcón el domingo? ¿Fue Wentz?
Pierce no dijo nada durante un largo rato, mientras sopesaba las consecuencias de contestar a la pregunta. Por un lado quería denunciar a Wentz. Pierce se sentía profundamente humillado por lo que Wentz y su gigante le habían hecho. Incluso si la cirugía facial tenía éxito y no le quedaban cicatrices físicas, sabía sin lugar a dudas que sería difícil convivir con aquella agresión, que nunca la olvidaría. Habría cicatrices d é todos modos.
Aun así, la amenaza de Wentz se había alojado en su mente como algo muy real, para él, para Robin, incluso para Nicole. Si Wentz podía encontrarle e invadir su casa con tanta facilidad, también podría encontrar a Nicole.
Al final habló.
– Es un caso de la policía de Santa Monica. ¿Qué le importa?
– Es todo el mismo caso, y lo sabe.
– No quiero hablar de eso. No recuerdo lo que ocurrió. Recuerdo que estaba llevando comida a mi apartamento y luego me desperté en una camilla.
– La mente juega malas pasadas, ¿no cree? Tiene una curiosa forma de bloquear las cosas malas.
El tono era sarcástico y Pierce supo por la expresión de Renner que no se creía su amnesia. Los dos hombres se miraron durante unos segundos, hasta que el detective buscó en su americana.
– ¿Y esto le sacude algo suelto?
Sacó una foto de diez por quince y se la mostró a Pierce. Era una foto con mucho grano del apartamento del Sands tomada desde larga distancia. Desde la playa. Pierce se acercó la foto y vio pequeñas imágenes de gente en uno de los balcones más altos. Sabía que era el piso doce. Sabía que eran él, Wentz y el hombre musculoso, Dosmetros. Pierce estaba siendo sostenido por los tobillos en el vacío. Las figuras de la foto eran demasiado pequeñas para resultar reconocibles. Se la devolvió al detective.
– No, nada.
– Ahora mismo es lo mejor que tenemos, pero en cuanto anuncien en las noticias que estamos buscando fotos, vídeos o el material que sea puede que consigamos algo decente. Había mucha gente por ahí. Puede que alguien tenga una buena toma.
– Buena suerte.
Renner se mantuvo en silencio, estudiando a Pierce durante un buen rato antes de volver a hablar.
– Oiga, si le amenazó podemos protegerle.
– Le he dicho que no recuerdo qué ocurrió. No recuerdo nada en absoluto.
Renner asintió.
– Claro, claro. Muy bien, entonces olvidémonos del balcón. Deje que le pregunte otra cosa. Dígame, ¿dónde escondió el cadáver de Lilly?
Los ojos de Pierce se abrieron desmesuradamente. Renner lo había despistado para asestarle un golpe bajo.
– ¿Qué? ¿Está…?
– ¿Dónde está, Pierce? ¿Qué hizo con ella? ¿Y qué hizo con Lucy LaPorte?
Pierce empezó a notar en su pecho una incontenible sensación de miedo. Miró a Renner y supo que el detective hablaba muy en serio. Y de repente cayó en la cuenta de que no era un sospechoso. Era el sospechoso.
– ¿Se está burlando de mí? Ni siquiera sabrían nada de esto si yo no les hubiera llamado. Yo fui el único que se preocupó.
– Sí, y tal vez al llamarnos y recorrer toda la escena del crimen y la casa estaba preparando una buena defensa. Y tal vez el trabajo que encargó que Wentz o alguno de sus otros colegas le hiciera en la cara era parte de la defensa. Al pobre chico le aplastan la nariz por meterla donde no le llaman. No se ha ganado mi compasión, señor Pierce.
Pierce se quedó mirando a Renner sin decir nada. Renner percibía todo lo que él había hecho o todo lo que le habían hecho desde un ángulo completamente distinto.
– Deje que le cuente una historia muy corta -dijo Renner-. Yo trabajaba en el valle de San Fernando y una vez hubo un caso de una chica desaparecida. Tenía doce años, de buena casa, y sabíamos que no se había fugado. Algunas veces simplemente lo sabes. De manera que organizamos a los vecinos y voluntarios en una partida de búsqueda en las colinas de Encino. ¡Y quién lo iba a decir!, uno de los vecinos la encontró. Violada y estrangulada y metida en una alcantarilla. Era un caso feo. Y ¿sabe?, resultó que el chico que la había encontrado era el culpable. Nos costó bastante rodearle, pero lo hicimos y confesó. Lo llaman el complejo del buen samaritano. El que primero lo huele… Ocurre constantemente. Al culpable le gusta estar cerca de los polis, le gusta ayudar, le hace sentir mejor que ellos y mejor respecto a lo que ha hecho.
Pierce tenía dificultades incluso para calibrar cómo todo se había vuelto contra él.
– Se equivoca -dijo con tranquilidad, con voz trémula-. Yo no lo hice.
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