Irving Wallace - La palabra

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En las ruinas de Ostia Antica, el profesor Augusto Monti descubre un papiro del siglo I d.C. que resulta ser el más grande y trascendental descubrimiento arqueológico de todos los tiempos. Es el Documento Q, el evangelio escrito por Santiago, hermano menor de Jesús, y ofrece al mundo moderno a un nuevo Jesucristo, desvela los secretos de sus años desconocidos y contradice los relatos existentes sobre su vida. Teólogos, impresores, lingüistas, traductores, cristólogos y otros profesionales de todo el mundo forman un único grupo de trabajo, conocido en clave como Resurrección Dos, que publicará y explotará la nueva versión de la Palabra, una empresa comercial de tal magnitud que ningún rastro de falsedad debería ensombrecerla.
Steven Randall dirige la agencia de relaciones públicas que lanzará la nueva Biblia al mercado mundial. Pero desde el momento en que decide investigar acerca del nuevo Evangelio, cae preso de una red de intrigas que pone a prueba la autenticidad del descubrimiento. Sin que ningún miembro de Resurrección Dos consiga detenerlo, Randall conseguirá llegar hasta la única persona que conoce la verdad.

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Randall no tenía el valor de decir a McLoughlin lo que había que decirle.

– No, hoy no, Wanda; no tengo la disposición. Mire, Wanda, dígale que acabo de salir para el aeropuerto, que me marcho otra vez a Europa para un asunto de negocios urgente. Dígale que estaré de vuelta el mes próximo y que yo lo llamaré antes de que termine el año.

El mejor modo de resolver los problemas, había decidido aquel día, era ignorándolos. Si uno no los afrontaba, tal vez desaparecieran. Y si desaparecían, ya no existirían. Por lo menos hasta el final del año.

Sí, el mejor modo de resolverlos era ignorarlos y beber.

Así que bebió, lo que faltaba de octubre, todo noviembre y buena parte de este diciembre; bebió como en sus viejos tiempos. Tomó galones de alcohol como antídoto contra los problemas de la conciencia y los negocios, contra la confusión y la desolación. Lo único malo era que tenía que despertar. Y entonces estaba uno sobrio. Y entonces se hallaba solo.

Nunca antes se había sentido tan solo; en la cama y fuera de ella.

Bien, Randall recordó el antiguo remedio para eso, y también lo tomó en grandes dosis.

Muchachas, mujeres, las que se veían mejor horizontales y desnudas… las había en todas partes, y eran de fácil acceso para un hombre de negocios próspero y dispendioso, y él acudió a ellas. Las actrices de grandes chichis, las neuróticas niñas de sociedad, las estiradas y liberales viejas del medio de los espectáculos… las que iban a su oficina por negocios, las que encontraba en bares o discotecas o las que conocía por referencias (pregúntale-si-tiene-una-amiga)… todas se emborrachaban con él, y se desvestían con él, y copulaban con él, y cuando al fin llegaba el momento de dormir, sabía que todavía estaba solo.

Nada de eso implicaba compromiso, y en su desesperación buscaba complicarse.

Un contacto humano que tuviera significación, y no nada más sexo.

Una noche, muy borracho, decidió llamar a Bárbara a San Francisco para ver qué salía de eso, para ver si tenía remedio. Pero cuando el ama de llaves contestó: «La residencia del doctor Burke», Randall recordó, entre la bruma del alcohol, que Bárbara se había casado con Arthur Burke hacía un par de meses, y dejó el auricular en su lugar.

Otra noche, también borracho, terriblemente borracho, sintiéndose sensible y añorante, había pensado en llamar a su última novia, la cogelona de Darlene… Darlene Nicholson… ¿dónde demonios estaba?… ¡ah, sí!, en Kansas City… y pedirle perdón y llevársela de nuevo a su cama. Randall no dudaba que ella abandonaría a su amigo, el chico ese de Roy Ingram, y que iría corriendo. Pero cuando se dispuso a tomar el teléfono recordó que la tonta de Darlene había querido casarse y que ésa había sido la causa de su ruptura en Amsterdam, y se olvidó del teléfono para agarrar la botella.

En su enfermiza búsqueda había incluso corrido el riesgo de perder a Wanda, la estupenda secretaria que había tenido durante tres años, al hacerle proposiciones una noche antes de salir de la oficina, sintiéndose en onda y al mismo tiempo por los suelos, y deseándola a ella, a alguien… esa noche a ella. Y ella, una estupenda, esbelta e independiente muchacha negra, que lo conocía tan bien y que no le temía, le había dicho: «Sí, jefe, estaba esperando que me lo pidiera.»

Y ella le había acompañado todas las noches… Ese magnífico cuerpo de ébano, sus largos brazos extendidos hacia él, la belleza agresiva de su torso incitándole, despertándole, aguijoneándole incansablemente… y noche tras noche, durante todo un mes, habían compartido el rito gozoso y milenario de la vida. Había sido suya no por un deseo de conservar el empleo, ni por adoración femenina que le tuviera, sino por una profunda, conmovedora comprensión humana de su necesidad y su estado, así que su amor había sido por compasión. Y al cabo de un mes él lo había notado, avergonzado, pero agradecido, y la había liberado de su intimidad, conservándola en su oficina como amiga y secretaria.

Por fin, la semana pasada, había llegado un sobre que. decía posta aerea y que traía un timbre sellado: ROMA. Dentro iba una delicada tarjeta de felicitación (Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo), y en el lado blanco de la tarjeta había una nota. Su mirada se dirigió a la firma. Decía simplemente: «Ángela.»

Ella había pensado en él con frecuencia, preguntándose qué era lo que estaría haciendo y rezando porque estuviera bien y en paz. Su padre estaba como antes, vivo y muerto, totalmente inconsciente de la maravilla que su pala había desenterrado. Su hermana estaba bien, y los niños también. En cuanto a sí misma, estaba ocupada, tan ocupada ahora que había salido la Biblia, respondiendo centenares de cartas que le llegaban a su padre, escribiendo artículos y concediendo entrevistas en nombre del profesor Monti. Sea como fuere, Wheeler la iba a llevar a Nueva York para presentarla en programas de televisión. Llegaría el día de Navidad por la mañana. Se hospedaría en «El Plaza». «Si crees que puede servir para algo, Steven, me gustaría verte. Ángela.»

Él no había sabido qué contestarle, así que no había contestado, ni siquiera para explicar que estaría fuera de Nueva York, que había prometido ver a sus padres durante la semana entre Navidad y Año Nuevo, y verse con su hija, que llegaría de California para encontrarse con él en Wisconsin, y que le era imposible verla en Nueva York, aunque quisiera… o se atreviera a hacerlo.

La nota de Ángela había sido la primera cosa tranquilizante que le ocurriera en cinco meses y medio. La segunda había sido su regreso a casa, a Oak City, la noche anterior, para reunirse con la familia alrededor del resplandeciente pino navideño y para beber el tradicional ponche de huevo ligeramente cargado con ron y para intercambiar y abrir los regalos alegremente envueltos y escuchar con Judy al grupo que cantaría villancicos navideños afuera, en la nieve, frente a la puerta de la casa.

Y el tercer momento tranquilizante había surgido allí, en el banco delantero de la Primera Iglesia Metodista.

De repente, Randall se dio cuenta de que estaba en el banco, que el sermón de Tom Carey había concluido y que aquellos que tenía a ambos lados, sus seres queridos, familiares y amigos, se estaban levantando de sus asientos.

Lo que vio en ese momento de iluminación fueron los ojos de todos, brillantes de esperanza… su madre, agradecida y feliz, y su padre, transportado y radiante, ambos más jóvenes que como los había visto últimamente, los dos emocionados por haber vivido hasta ver y oír la Palabra; y su hermana Clare, más resuelta y segura de lo que nunca la había visto, con renovada fe en su decisión de no arrastrarse hacia su amante y patrón casado y de buscar su propio camino hacia algo y alguien nuevo; su hija Judy, compuesta, pensativa y transformada por un discernimiento que le había procurado el sermón, una madurez que nunca antes había visto en ella.

Miró hacia atrás. Los ochocientos o más feligreses, en grupos de dos y de tres, iban saliendo del templo. En toda su vida no había visto seres humanos, sus semejantes, como aquellos, tan cálidos, tan amables, tan reconfortados y tan seguros de sí mismos y de los demás.

Este comienzo era el fin que justificaba los medios, según le había dicho Ángela la última vez que estuvieron juntos.

Los medios no importaban. El fin lo era todo.

Eso había dicho ella.

Y él había dicho que no.

Ahora, en este instante… porque era Navidad, porque él estaba en casa, porque había sido el momento más sereno de todos aquellos meses, atestiguando la visión del cielo sobre la Tierra reflejada en aquellos muchos cientos de ojos humanos… en este momento se podría sentir inclinado a decirle a Ángela que tal vez… tal vez el fin fuera lo único importante.

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