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Irving Wallace: La palabra

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Irving Wallace La palabra

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En las ruinas de Ostia Antica, el profesor Augusto Monti descubre un papiro del siglo I d.C. que resulta ser el más grande y trascendental descubrimiento arqueológico de todos los tiempos. Es el Documento Q, el evangelio escrito por Santiago, hermano menor de Jesús, y ofrece al mundo moderno a un nuevo Jesucristo, desvela los secretos de sus años desconocidos y contradice los relatos existentes sobre su vida. Teólogos, impresores, lingüistas, traductores, cristólogos y otros profesionales de todo el mundo forman un único grupo de trabajo, conocido en clave como Resurrección Dos, que publicará y explotará la nueva versión de la Palabra, una empresa comercial de tal magnitud que ningún rastro de falsedad debería ensombrecerla. Steven Randall dirige la agencia de relaciones públicas que lanzará la nueva Biblia al mercado mundial. Pero desde el momento en que decide investigar acerca del nuevo Evangelio, cae preso de una red de intrigas que pone a prueba la autenticidad del descubrimiento. Sin que ningún miembro de Resurrección Dos consiga detenerlo, Randall conseguirá llegar hasta la única persona que conoce la verdad.

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El oficial de Policía, Lefèvre, se dirigió a recoger el billete de Randall y confirmar la hora de abordar el aparato. Mientras tanto, Gorin se acercó a un grupo de gente para ver el televisor más cercano, y Randall, ligado como estaba a él por las esposas, tuvo que seguirlo.

Atisbando entre las apiñadas cabezas de los televidentes,

Randall trató de ver las imágenes que aparecían en la pantalla mientras escuchaba al comentarista, que hablaba primero en francés y después en inglés, las dos lenguas oficiales utilizadas en ese día del anuncio.

En el interior de la Burgerzaal, la Sala de los Ciudadanos del palacio real de Amsterdam, una cámara seguía un movimiento panorámico horizontal, mostrando fila tras fila de periodistas y dignatarios visitantes, así como acercamientos del majestuoso lugar. Había unas ventanas de arco, con postigos color café, que tenían rosetones dorados en el centro. En lo alto había seis arañas de cristal, que originalmente habían sido lámparas de aceite de colza dejadas por el emperador Luis Napoleón. Se veían algunas porciones del piso de mármol, con incrustaciones de tiras de bronce que representaban la esfera celeste. Había interminables grupos de estatuas, y fue al ver el último de los grupos (la Virtud pisoteando a la Avaricia y la Envidia… la Avaricia representada por Midas y la Envidia por la cabeza de Medusa) que Randall perdió la ecuanimidad.

«La Avaricia», pensó él amargamente, y casi como si le hubieran dado una señal al camarógrafo, la cámara recorrió la plataforma y allí estaban todas las bêtes noires de Randall, una tras otra.

La cámara fue mostrando a cada cual en su silla de terciopelo, y el comentarista los iba identificando. En el semicírculo del estrado, reverentes, espirituales, ultramundanos, estaban el doctor Deichhardt, Wheeler, Fontaine, Sir Trevor, Gayda, el doctor Jeffries, el doctor Knight, Monsignore Riccardi, el reverendo Zachery, el doctor Trautmann, el profesor Sobrier, el dominee De Vroome, el profesor Aubert, Hennig y, finalmente, la única bella entre las bestias, Ángela Monti (en representación de su enfermo padre, el profesor Monti, el arqueólogo italiano, según explicaba la voz de la Unión de Radiodifusión Europea).

El doctor Deichhardt se acercaba a la tribuna, al púlpito revestido de raso y adornado con una cruz entretejida.

El doctor Deichhardt estaba leyendo en voz alta el anuncio completo y pormenorizado del descubrimiento del evangelio de Santiago y el informe de Petronio, y daba un resumen del contenido de los documentos, al mismo tiempo que mostraba un ejemplar del Nuevo Testamento Internacional que se publicaba oficialmente en aquel histórico día.

Randall sintió que una mano lo tomaba del brazo. Era el policía Lefèvre que ya le traía su billete.

– No lo pierda -previno a Randall- o volverá a la cárcel. -Metió el billete en el bolsillo de la chaqueta de Randall. Después buscó el brazo de su colega y le dio un tirón-. Gorin, disponemos de quince minutos antes de que los pongamos en el avión. Vamos a ver esto en el salón de bar, donde podremos sentarnos.

Minutos después, al entrar al bar del tercer piso, que era un hervidero de gente embrujada por las brillantes pantallas de televisión, Randall se quedó de pie, asombrado. Nunca había visto una escena igual. Había espectadores no sólo en las mesas, arrodillados en el suelo, sentados con las piernas cruzadas, acuclillados en los corredores que había entre las mesas, sino también los había de pie, llenando el salón, todos ellos con la atención fija en la docena de televisores que había allí.

Pero algo más estaba sucediendo. Muchos de los espectadores, quizá la mayoría, se estaban comportando como si fueran peregrinos que estuvieran presenciando un milagro en Lourdes. Unos rezaban para sí, otros lo hacían en voz alta, y otros repetían en voz baja las palabras que salían de los televisores. Algunos lloraban, otros más se balanceaban hacia delante y hacia atrás, y en un rincón remoto se produjo una conmoción repentina. Una mujer, de nacionalidad indeterminable, se había desmayado y estaba siendo atendida.

No había dónde sentarse; no obstante, en unos cuantos minutos el maître d'hôtel del bar del aeropuerto había instalado una mesa y tres sillas para ellos. Randall se recordó a sí mismo que para la Policía siempre había lugar.

Sentándose desgarbadamente junto a su siamés Gorin, Randall miró alrededor del salón preguntándose si alguno de los presentes habría notado las esposas. Pero nadie de los que le rodeaban de cerca se interesaba en otra cosa que lo que estaba apareciendo en las pantallas de televisión.

Randall se decidió a echar una mirada a la pantalla más cercana, y al punto comprendió cuál era la fuerza que motivaba la reacción emocional que invadía el bar.

El aspecto ascético del dominee Maertin de Vroome, su delgada estructura ataviada con un talar bordado, llenaba la pantalla. Desde el púlpito del palacio real leía en francés y en voz alta el Evangelio según Santiago, en su totalidad, de las páginas del Nuevo Testamento Internacional, abierto frente a él (mientras toda una batería de intérpretes hacía traducciones instantáneas a otros idiomas para los televidentes de todo el mundo). Su sonora recitación de la Palabra resonaba por todo el ámbito, como si fuera la voz del Señor mismo, y hasta las oraciones y los llantos enmudecían.

A lo lejos, el inoportuno altavoz anunciaba la salida de un vuelo, y el oficial de Policía, Lefèvre, aplastó la colilla de su cigarrillo e hizo una seña a Randall:

– Es hora de partir.

Ya en camino, desde todas direcciones, los persistentes sonidos de los aparatos de televisión y de las radios de transistores acechaban a Randall y a los dos policías que lo flanqueaban.

Los pasajeros afluían al jet trasatlántico por la rampa de acceso. Mientras Gorin retenía atrás a Randall, Lefèvre consultó en voz baja con un empleado de la aerolínea, y luego regresó y explicó:

– Tenemos instrucciones de que usted sea el último en abordar el aparato, Monsieur Randall. Serán sólo unos minutos más.

Randall asintió y miró a su izquierda. Aun allí, en la puerta de salida, un televisor portátil estaba funcionando, y había otro grupo de espectadores que iban de paso y hacían una breve pausa para echar un último vistazo a la transmisión antes de subir a la nave para su vuelo. Randall trató de captar las diversas escenas que aparecían y desaparecían en la pantalla.

Hubo rápidas secuencias de dirigentes mundiales que hacían algún comentario o bien ofrecían una breve congratulación a la Humanidad por haber recibido la maravilla del retorno de Jesucristo. Apareció el Papa desde el balcón de la Basílica de San Pedro, con la plaza del Vaticano a sus pies, y el presidente de Francia en el patio del Palacio del Elíseo, y la familia real en el Palacio de Buckingham, y el presidente de los Estados Unidos en la Oficina Ovalada de la Casa Blanca. Y anunciaron que más tarde, durante el día, aparecerían presidentes y primeros ministros desde Bonn, Roma, Bucarest, Belgrado, México, Brasilia, Buenos Aires, Tokio, Melbourne y Ciudad de El Cabo.

La imagen había vuelto al interior del palacio real de Amsterdam y la cámara se acercaba a los teólogos congregados allí, cuando su portavoz, Monsignore Riccardi, declaraba que en los doce días siguientes (un día por cada discípulo de Cristo; Matías, naturalmente, sustituyendo a Judas) se celebraría la aparición del Jesucristo corpóreo en las páginas del Nuevo Testamento Internacional.

El día de Navidad, anunciaba Monsignore Riccardi, los púlpitos de todas las iglesias de la cristiandad, católicas y protestantes por igual, se consagrarían a la glorificación del Cristo Redivivo, y los predicadores y sacerdotes ofrecerían sus sermones en base al nuevo quinto evangelio, que ahora era el primero y también la mejor esperanza de la Humanidad.

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