Irving Wallace - La palabra

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En las ruinas de Ostia Antica, el profesor Augusto Monti descubre un papiro del siglo I d.C. que resulta ser el más grande y trascendental descubrimiento arqueológico de todos los tiempos. Es el Documento Q, el evangelio escrito por Santiago, hermano menor de Jesús, y ofrece al mundo moderno a un nuevo Jesucristo, desvela los secretos de sus años desconocidos y contradice los relatos existentes sobre su vida. Teólogos, impresores, lingüistas, traductores, cristólogos y otros profesionales de todo el mundo forman un único grupo de trabajo, conocido en clave como Resurrección Dos, que publicará y explotará la nueva versión de la Palabra, una empresa comercial de tal magnitud que ningún rastro de falsedad debería ensombrecerla.
Steven Randall dirige la agencia de relaciones públicas que lanzará la nueva Biblia al mercado mundial. Pero desde el momento en que decide investigar acerca del nuevo Evangelio, cae preso de una red de intrigas que pone a prueba la autenticidad del descubrimiento. Sin que ningún miembro de Resurrección Dos consiga detenerlo, Randall conseguirá llegar hasta la única persona que conoce la verdad.

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No lo pasó del todo bien en aquellas semanas. Estaba confuso, iracundo, y sentía compasión de sí mismo; pero, sobre todo, estaba confuso. Escribía y bebía, y trataba de sacarse el veneno que llevaba dentro. Llenó páginas y páginas, legajos de páginas, soltándolo todo, haciendo la denuncia total de Resurrección Dos, narrando su implicación en el proyecto, el desenlace con Lebrun en Roma, la traición del poderoso De Vroome, su propia expulsión de Francia; todo, excepto Ángela. Con ella no se metió.

Al hacerlo, a veces sentía que estaba escribiendo la mejor novela detectivesca de todos los tiempos. Otras veces estaba seguro de que nunca había habido una denuncia de la mendacidad religiosa, la perfidia y la traición como aquélla que sus sádicos dedos sacaban a teclazos de la máquina. Y otras más, estaba seguro de estar poniendo sobre el papel la más descarnada autobiografía de un cínico enfermo de paranoia.

Bebía y escribía, y el libro se acercaba a su desenlace flotando sobre un río de escocés.

Cuando hubo terminado, la catarsis había consumido hasta la última gota de hiel que había en él. Lo que quedaba era la cáscara hueca de su soledad y su permanente confusión.

Abandonó la casa de campo de Vermont cuando la llegada del otoño comenzó a secar la hierba y la tierra, y volvió a la ciudad de Nueva York con su manuscrito. Lo puso en la caja fuerte de su oficina, cuya combinación sólo conocían Wanda y él. No sabía si dejarlo como parte de una obra inédita que representaría su esfuerzo para exorcizar a las fuerzas satánicas que habían residido dentro de él, o si al final lo publicaría para contrarrestar al monstruo de Frankenstein que tenía a todo el país y a la mitad del mundo en sus garras.

Estaba seguro de que en la vasta historia de la literatura moderna nunca había habido un éxito tan completo como el del Nuevo Testamento Internacional. Dondequiera que uno mirara, se encontraba con el Libro de los Libros, que intentaba convertirlo a uno, y enredarlo, y tragárselo. Las estaciones de radio, las pantallas de televisión, día y noche, según parecía, estaban ocupadas en el testamento. A Randall le parecía que era poco lo que transmitían aparte de eso. Los periódicos y las revistas no dejaban pasar un día sin llenar páginas enteras con largos relatos o artículos ilustrados o anuncios. Si uno iba de compras, visitaba un bar, cenaba en un restaurante o concurría a un fiesta, oía hablar de ello.

Los tambores redoblaban, y el carismático nuevo Cristo se atraía las almas de nuevo; almas sin número. Algunos atribuían al retorno de Cristo la disminución de la violencia. Otros le acreditaban el mejoramiento de la economía. A Cristo se debía también la disminución en la drogadicción. El final de esta guerra, los inicios de aquellas pláticas de paz, el bienestar general y la euforia y la fraternidad que cubrían la Tierra tenían por heraldo a los recientemente enterados de la obra de Cristo.

Según los últimos informes, se habían vendido tres millones de ejemplares, encuadernados en tapa dura, del Nuevo Testamento Internacional en los Estados Unidos, y en todo el mundo las ventas se calculaban en unos cuarenta millones de ejemplares. Todo esto en poco más de tres o cuatro meses.

Randall comenzó a pensar que debería publicar su obra de denuncia. Podría ser la piedra que derribara a Goliat. O bien, lanzada con una honda movida por su propia campaña de publicidad, tal vez podría proferir al gigantesco armatoste un golpe aplastante que lo pusiera en tierra y lo aniquilara… que aniquilara a la mentira.

Fue en ese momento, cuando estaba pensando en esta posibilidad, que Randall recibió la esperada llamada telefónica de Ogden Towery III, presidente del consorcio de Cosmos Enterprises. Al fin habían sido preparados los contratos para la fusión de la firma de Randall con Cosmos y la consecuente garantía de su propia seguridad futura. Sólo faltaban las firmas; la de Towery y la suya. Había habido una dilación inexplicable. Crawford había tratado de penetrar la batería de abogados de Towery, y había fracasado. Crawford no lograba comprender lo que pasaba, pero Randall creía saberlo. Wheeler, amigo de Towery, había advertido a Steven Randall en París: «Alinéese con Resurrección Dos, o sufra las consecuencias.»

Entonces, Towery había telefoneado, había llamado a Randall directamente, persona a persona.

Una conversación breve, objetiva, sin palabras inútiles, fría.

– Randall, he tenido noticias de George Wheeler. Le está yendo estupendamente bien. Me dice que no le debe a usted nada de su éxito. Dice que usted hizo todo lo que pudo por impedirlo, y que usted trató de sabotear el proyecto. ¿Qué dice usted a eso?

– Traté de detenerlo porque tenía pruebas de que es un fraude.

– También supe eso. ¿Qué bicho le ha picado, Randall? ¿Es usted ateo o comunista… o algo parecido?

– Yo no puedo vender aquello en lo que no creo.

– Escúcheme, Randall: deje lo que se ha de creer o no creer a hombres como Wheeler y Zachery y el presidente de la República, y usted limítese a hacer su trabajo. Tengo esos contratos en mi escritorio. Antes de firmarlos, antes de acogerlo a usted en la familia Cosmos, tengo que saber cuál es su postura.

– ¿Que cuál es mi postura?

– ¿Qué va usted a hacer en el futuro con respecto al Nuevo Testamento Internacional? ¿Va a tratar de sabotearlo otra vez, a crear más problemas, a hacer algo subversivo, o qué? Me refiero a pronunciar discursos o a escribir y publicar basura contra el nuevo Libro Sagrado. Quiero saberlo, y Wheeler también. Si tiene semejantes intenciones, yo no quiero tener nada que ver con usted. Si es lo bastante listo como para conducirse como el hijo de un clérigo, decente y temeroso de Dios, como se supone que debe serlo, como enorgullecería a su padre, entonces lo compraré. Pero primero quisiera que me lo pusiera por escrito, como agregado al contrato, antes de firmarlo. En el agregado se especificará legalmente que a usted se le prohíbe decir o publicar cualquier cosa subversiva contra el Nuevo Testamento Internacional. Si tengo esa seguridad, yo le doy la de que Cosmos lo aceptará a usted. ¿Qué responde… sí o no?

– Tal vez.

– ¿Qué demonios quiere decir eso?

– Señor Towery, quiere decir que tal vez sí, tal vez no. Quiere decir que yo nunca tomo decisiones importantes sin antes haberlas pensado.

– Bueno, pues piense aprisa, jovencito. Espero su respuesta para el último día del año.

Colgó y eso fue todo. Randall se quedó asustado. El que lo hubieran echado de Resurrección Dos era una cosa. El permitirse el lujo de perder el contrato con Cosmos Enterprises era otra muy distinta, mucho más grave, porque la adquisición de su compañía por parte de Cosmos era de lo que dependía, era su último camino seguro para alejarse de la carrera de ratas, representaba su seguridad e independencia futuras. Pero la nueva condición le provocaba náuseas, y se sentía enfermo y deprimido y trataba de sopesar los contratos que yacían en el escritorio de Towery contra el manuscrito de denuncia que tenía en su propia caja fuerte y, al balancearlos, no sabía cuál pesaba más.

Varias semanas después hubo otra llamada telefónica que acentuó aún más su confusión. Durante meses, Randall había tratado de ponerse en contacto con Jim McLoughlin para informarle que por razones que no podía revelarle (otra vez Towery y Cosmos), Randall tendría que retractarse de lo pactado con el apretón de manos y no podría manejar la cuenta del Instituto Raker. McLoughlin había estado ausente en sus prolongados y secretos viajes, y había estado fuera de contacto durante todo ese tiempo.

– Ahora está de vuelta. Está en la otra línea -le informó Wanda-, llamando desde Washington. Dice que cuando regresó se encontró con una tonelada de recados y cartas de Thad Crawford y de usted, y que lamenta haber sido tan negligente, pero que estaba en algún remoto lugar trabajando veinticinco horas al día. Ahora está ansioso por hablar con usted y hacer planes para que comience a trabajar con su primer documento contra los grandes negocios. ¿Le paso la comunicación?

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