Irving Wallace - La palabra

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En las ruinas de Ostia Antica, el profesor Augusto Monti descubre un papiro del siglo I d.C. que resulta ser el más grande y trascendental descubrimiento arqueológico de todos los tiempos. Es el Documento Q, el evangelio escrito por Santiago, hermano menor de Jesús, y ofrece al mundo moderno a un nuevo Jesucristo, desvela los secretos de sus años desconocidos y contradice los relatos existentes sobre su vida. Teólogos, impresores, lingüistas, traductores, cristólogos y otros profesionales de todo el mundo forman un único grupo de trabajo, conocido en clave como Resurrección Dos, que publicará y explotará la nueva versión de la Palabra, una empresa comercial de tal magnitud que ningún rastro de falsedad debería ensombrecerla.
Steven Randall dirige la agencia de relaciones públicas que lanzará la nueva Biblia al mercado mundial. Pero desde el momento en que decide investigar acerca del nuevo Evangelio, cae preso de una red de intrigas que pone a prueba la autenticidad del descubrimiento. Sin que ningún miembro de Resurrección Dos consiga detenerlo, Randall conseguirá llegar hasta la única persona que conoce la verdad.

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Carey se encogió de hombros.

– Steven, ¿puede uno quebrantar un corazón que ya está quebrantado? Olvídalo. Si fuera yo a considerar seriamente mi renuncia, sólo lo haría después de que supiera que tu padre está fuerte y sano.

Se detuvieron en un cruce. Carey continuó hablando:

– Si la Iglesia no puede reformarse, sólo hay una cosa que pueda salvarla. Un milagro. Así como los judíos, en tiempos del nacimiento de Cristo, esperaban un Mesías que los salvara de la opresión de los romanos, e ignoraron al Cristo que no los salvó y meramente murió en una cruz, incapaz de salvarse a Sí mismo, nosotros necesitamos un auténtico Mesías. Si un Cristo, o el Cristo, pudiera aparecer nuevamente, y reiterar Su mensaje… el mensaje que no fue escuchado cuando lo llevó por primera vez a Judea…

– ¿A qué mensaje te refieres, Tom?

– Tener fe. Perdonar. Dos conceptos nuevos para el siglo primero y dos conceptos que deberían ser renovados en el siglo xx. Si Cristo retornara a la Tierra con ese mensaje… bueno, creo que los Gobiernos y la gente podrían mirarse unos a otros y empezar a hacer algo que valiera la pena respecto a la esclavitud, la pobreza, la miseria, el materialismo, la injusticia, la tiranía, los armamentos nucleares. El Segundo Advenimiento, o alguna señal que lo anticipara, podría restaurar la esperanza y salvar al mundo. Pero, como te dije, ése sería un milagro, ¿no? ¿Y quién cree en milagros en la era de la ciencia de la computadora, la televisión, los cohetes a la Luna?… Allí está tu hotel, Steven. Lamento haberte estirado tanto la oreja. Gracias por escucharme. Fue terapéutico para mí, y tú eres uno de los pocos agnósticos en quienes confiaría. Te veré esta noche.

Carey se fue, y el entusiasmo que Randall sintió antes por la sobrevivencia de su padre se había desvanecido. Se sentía indefenso; más aún al recordar la cita a almorzar que esperaba tener con su hija. Judy era otro de los seres perdidos, sin fe, con pesadillas en lugar de sueños, y que probablemente necesitaba algo más que sólo un padre para salvarse. También Judy necesitaba de un milagro. Pero ¿quién podría hacer un milagro en este tiempo de vértigo?

Habían estado casi media hora en el reservado de la apenas concurrida cafetería que estaba situada en el sótano, bajo el vestíbulo del «Hotel Oak Ritz».

A su llegada al hotel, Randall había telefoneado a la suite de Bárbara y le había contestado Judy, diciendo que había estado esperando ansiosa la hora de almorzar. Él la había esperado en la cafetería, y ella se había disculpado por llegar tarde porque había andado indagando en busca de un restaurante orgánico que sirviera alimentos no adulterados. Sus amigos andaban metidos en eso; en la semilla de trigo, el fríjol de soya, los pudines de algarroba, las hierbas, la miel; ella ya lo había probado y le había gustado. Como era de esperarse, no había dado con semejante restaurante de alimentos salubres en Oak City, pero suponía que unas cuantas comidas de aumentos impuros no la destruirían del todo.

Para ahora, Randall había terminado su emparedado caliente de costilla de res, y observaba a su hija acabar de mascar enérgicamente el suyo de ensalada de huevo y sorber su limonada. A sus ojos, Judy era una belleza absoluta. Su piel no tenía mácula alguna, y sus ojos radiantes, su nariz fina y respingada y sus labios carnosos le daban la apariencia de una criatura absolutamente virginal, aún no lastimada por la vida. Aunque su cuerpo maduro, moldeado, enfundado en un pantalón vaquero azul y una ajustada blusa blanca, contradijeran la imagen inicial de adolescencia.

Era imposible creer que este ser joven y nuevo, esta niña de sólo-quince-años-sobre-la-Tierra, esta niña de naturaleza pura que se rehusaba a corromper su cuerpo con alimentos envenenados por aditivos, preservativos, emulsiones o pesticidas, hubiera nutrido cuerpo y mente, por la vía intravenosa, con una jeringa hipodérmica y una droga fuerte y viciosa. Pensó discutirlo con ella.

En la media hora que había transcurrido desde su encuentro, luego de que ella le había devuelto el abrazo, pero no el beso, Judy había estado curiosamente distraída, nerviosa, lejana. La conversación había sido titubeante. Ella había divagado en torno a los efectos purificadores de los alimentos orgánicos, había pasado de allí a su descubrimiento de los escritos de Alan Watts, y luego había mencionado cuánto disfrutaba con su maestro de francés muy de onda, en la nueva escuela.

En cierto momento, habiendo agotado la charla trivial e incomunicativa, Judy le había preguntado acerca de su trabajo. Como él sabía que realmente no le interesaba, le había dicho poco, describiéndole principalmente un grupo de rock (Las Llantas de Repuesto) al que su oficina le estaba haciendo la promoción. En la punta de la lengua había tenido lo de su encuentro con Jim McLoughlin y el trabajo del Instituto Raker, porque le latía que esto la habría intrigado y le habría dado mayor mérito al padre a los ojos de la hija, pero se había contenido justo a tiempo. Se había contenido porque había recordado, con una sensación de hundimiento, que iba a rechazar a McLoughlin y su cuenta, y que no habría manera de justificar esto ante su Judy.

Ella había hecho a un lado su plato y estaba llevándose la servilleta de papel a los labios.

– Ahora, ¿qué tal un postre? -le preguntó él con fingido entusiasmo.

– Ojalá pudiera -dijo Judy-, pero nunca entraría yo en esos nuevos pantalones que compré. Te diré qué. Tomaré un poco de chocolate, si también lo tomas.

Trató de recordar si era chocolate lo que solía compartir con Judy las mañanas de los domingos, cuando ella tenía nueve o diez años y desayunaban juntos. Simplemente no podía recordarlo.

– Justo lo que estaba yo pensando -dijo él, deslizándose al extremo del reservado y voceando la orden a la camarera.

Volvió a su sitio frente a ella y comprendió que era su turno. Había querido ese almuerzo no sólo para verla, sino también para sondear sus sentimientos respecto a la determinación de su madre de obtener el divorcio y volver a casarse. Era difícil entrar en esto ahora porque los riesgos eran grandes, pero si lo eludía, pudiera no presentarse otra oportunidad. Tenía que averiguarlo. Y el increíble asunto ése de las drogas. Eso también.

No hacía más de una hora que le había dicho a Tom Carey que se estaba interesando cada vez más por la verdad.

Así, pues, la verdad tenía que ser.

– Judy, aún no hemos hablado acerca de tu escuela, y…

La muchacha había estado hurgando en su bolso de cañamazo, pero ahora alzó la vista cautelosamente.

– …y quiero saber qué pasó allí -dijo él-. Supe que te expulsaron por un lío de drogas.

– Sabía que mamá te lo diría. Si por ahí hubiera un Muro de las Lamentaciones, iría y se lo contaría también.

– Bueno, ¿quieres hablar de eso?

– ¿Qué hay que decir? Ocurrió que me pescaron. A la mayoría no los sorprenden. Los estúpidos cerdos de la junta de la facultad estaban temerosos de que yo pudiera corromper a los otros… qué chistoso… corromperlos yo… nueve de cada diez están realmente enviciados, disparados al espacio. Pues nada, que la junta de la facultad me dijo que me fuera; aunque yo era la más lista de mi clase.

Randall trató de evitar el tono de Padre Severo y Progenitor Reprobatorio.

– ¿Por qué las drogas fuertes, Judy? ¿Por qué era eso tan importante?

– No fue la gran cosa. Fue como… bueno… como una experiencia, eso es todo. Era un asunto mío. Quería explorar mis percepciones. Tú sabes… alivianar mi cabeza. Algunos otros no pueden con el asunto, pero yo sentía que sí podía. Lo habría dejado fácilmente sin la gran bronca.

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