Irving Wallace - La palabra

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En las ruinas de Ostia Antica, el profesor Augusto Monti descubre un papiro del siglo I d.C. que resulta ser el más grande y trascendental descubrimiento arqueológico de todos los tiempos. Es el Documento Q, el evangelio escrito por Santiago, hermano menor de Jesús, y ofrece al mundo moderno a un nuevo Jesucristo, desvela los secretos de sus años desconocidos y contradice los relatos existentes sobre su vida. Teólogos, impresores, lingüistas, traductores, cristólogos y otros profesionales de todo el mundo forman un único grupo de trabajo, conocido en clave como Resurrección Dos, que publicará y explotará la nueva versión de la Palabra, una empresa comercial de tal magnitud que ningún rastro de falsedad debería ensombrecerla.
Steven Randall dirige la agencia de relaciones públicas que lanzará la nueva Biblia al mercado mundial. Pero desde el momento en que decide investigar acerca del nuevo Evangelio, cae preso de una red de intrigas que pone a prueba la autenticidad del descubrimiento. Sin que ningún miembro de Resurrección Dos consiga detenerlo, Randall conseguirá llegar hasta la única persona que conoce la verdad.

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Randall salió de la cabina telefónica y trató de pensar qué hacer. Bárbara y Judy estaban por irse. Avisaría a su abogado que se preparara para contestar cualquier demanda de divorcio. Ningún segundo padre llamado Burke iba a quitarle a su chiquilla; no si él lo podía evitar. En cuanto al resto del día, definitivamente iría a cenar con su madre, Clare y el tío Herman. Inmediatamente después, irían a visitar a su padre al hospital y a verificar de nuevo la situación con el doctor Oppenheimer. Si el informe era favorable (y él estaba seguro de que lo sería), tomaría el último avión que saliera de Chicago esa noche para dirigirse a…, ¿de qué había dicho Wheeler que se trataba…?, sí, a la Segunda Resurrección.

Randall especuló acerca de ese tal proyecto secreto que le sería revelado en Mission House. Trató de recordar la clave de Wheeler. Ah, sí… «E id pronto y decid a Sus discípulos que ha resucitado de los muertos.»

Pero, ¿qué demonios significaba eso? No importaba. El dirigente de Cosmos Enterprises había dicho que era importante, así que era importante. Además, por vez primera, su curiosidad había despertado. Randall estaba ya interesado en cualquier cosa, fuera lo que fuera, que prometiera… La Resurrección.

Sentado ahí, a la enorme mesa antigua de roble que ocupaba el centro de la sala de conferencias en el tercer piso de la Mission House, Steven Randall se encontraba incapaz de concentrarse en el negocio que se discutía.

Escuchaba el zumbido sordo del caucho de los automóviles que transitaban sobre Park Avenue, en la ciudad de Nueva York, muy por debajo del gran ventanal que estaba del otro lado de la mesa, frente a él. Su mirada estaba fija sobre el antiguo reloj que estaba colgado en una pared. Eran las once cuarenta y cinco de la mañana, lo cual significaba que habían estado hablando… mejor dicho, que él había estado escuchando… durante más de media hora. En ese lapso no había oído nada que lo estimulara.

Simulando estar atento, Randall recorrió subrepticiamente el resto de la sala de conferencias. La decoración más semejaba la sala de estar de un apartamento que el centro de un conjunto de oficinas. Las paredes estaban elegantemente tapizadas. El alfombrado era de un vivo tono cacao. A lo largo de la mitad inferior de una de las paredes, había estantes repletos de biblias costosamente encuadernadas y de libros religiosos, la mayoría publicados por Mission House. En una esquina había una vitrina que contenía una variedad de crucifijos, medallones y artículos religiosos. No lejos de ahí, sobre una mesa, estaba una cafetera calentándose.

Randall había concurrido solo a esa junta. George L. Wheeler, su anfitrión y presidente de Mission House, estaba acompañado por cinco de sus empleados. Directamente enfrente de Randall estaba una de las secretarias de Wheeler; una dama entrada en años, cuya presencia exudaba tal bondad y cuyo ser parecía tan eclesiástico, tan del Ejército de Salvación, que uno se sentía indigno y pecaminoso. La secretaria estaba ocupada en tomar notas taquigráficas sobre una libreta, casi sin levantar la vista. Junto a la secretaria estaba otra mujer, mucho más joven y más interesante. Randall recordaba su nombre. Ella era la señorita Naomí Dunn, asistente administrativa de Wheeler. Tenía cabello castaño, severamente recogido hacia atrás formando un moño, y su complexión era cretina, con ojos grisáceos, nariz delgada y boca comprimida. Tenía una mirada fanática (como la de alguien a quien uno le desagrada por no ser ministro o misionero o algo devoto y útil) que hacía que uno se sintiera frívolo por el hecho de ser simplemente un ciudadano secular común. Llevaba anteojos con aros de carey y se concentraba en cada sílaba que pronunciaba Wheeler, como si él estuviese hablando desde la Montaña y ella no se hubiera topado con la mirada de Randall ni una sola vez.

Los otros tres empleados de Mission House que estaban alrededor de la mesa eran hombres jóvenes. Uno de ellos era editor; otro, diseñador de libros; y el tercero, gerente de ventas de libros técnicos. Eran indistinguibles uno de otro; todos con corte de pelo conservador, pulcramente afeitados y de rostros serios, suaves y limpios. Los tres lucían sonrisas bondadosas y ninguno de ellos había hablado una sola palabra durante el largo discurso de Wheeler.

Muy cerca de Randall estaba sentado, con toda su considerable corpulencia, George L. Wheeler, cuyos labios aún se movían.

Éste era el amigo íntimo del poderoso Towery; era el gigante de la industria de la edición norteamericana de Biblias, y ahora Randall lo escudriñaba más cuidadosamente.

Wheeler era un hombre impresionante de casi cien kilos de peso, y sobre su incipiente calvicie peinaba un mechón de pelo blanco. Tenía una cara redonda y rubicunda, y los arillos dorados de sus anteojos formaban dos círculos dentro del círculo que era su cara. Su nariz bulbosa resollaba exageradamente cuando hablaba, y tenía el hábito de rascarse inconscientemente; se rascaba la cabeza, un oído, la nariz, una axila… un gesto tan natural como el propio hábito de Randall de apartarse de la cara el cabello, excesivamente crecido, aun cuando no lo tuviera sobre la cara.

Wheeler vestía un traje costoso y deslustrado, y sólo la corbata descubría al promotor, al vendedor que había en él. Era una corbata de satín en un tono metálico; de esas que visten con frecuencia los acometedores vendedores que van de puerta en puerta.

Randall había cesado de escuchar a Wheeler, no sólo porque lo que el editor había estado diciendo no tocó en él ninguna fibra sensible, sino porque el estilo que Wheeler tenía para hablar y la chillona monotonía de su voz agotaban a cualquier oyente. Hablaba como quien no está acostumbrado a la conversación, sino sólo a dictar su parecer. Su voz, agotadora… ¿cómo era?… bueno, su voz era como el incesante sonido gutural de un dromedario.

Hubo un movimiento en la mesa y Randall se percató de que Wheeler le había hecho una señal a Naomí Dunn, quien se había levantado instantáneamente y se dirigía hacia la cafetera. Aprovechando cualquier distracción posible, Randall se la quedó mirando. No había observado las piernas de la señorita Dunn hasta entonces. Eran piernas bien formadas, y ella tenía un caminar provocativo. Cuando Naomí se acercó con el café, él pudo percibir sus pequeños senos, como manzanas maduras, firmemente sujetos tras el sostén cubierto por una blusa de lino.

– ¿Puedo servirle más café, señor Randall?

– Sólo un poco -respondió él.

Después de servirle a Randall, se dirigió hacia Wheeler y luego atendió a todos los que estaban en la mesa. Randall se preguntó cómo sería Naomí en la cama. Esas recatadas damas de treintaitantos años a veces son las más desenfrenadas, las mejores. Sin embargo, lo dudaba. Era demasiado circunspecta, demasiado formal en su trabajo. De repente era imposible imaginarla siquiera sin ropa, al igual que era casi imposible imaginar a Darlene vestida.

Randall había volado a Nueva York la noche anterior y no había arribado sino hasta la una de la mañana. Su «Rolls-Royce» y el chófer lo habían estado esperando. Camino a la ciudad, había deseado que Darlene estuviera profundamente dormida. Él se sentía absolutamente exhausto por las tensiones de los últimos dos días; la crisis en el hospital, el enfrentamiento con su esposa y su hija, con su familia y con los amigos de su padre, y lo único que quería era cerrar los ojos y dormir tranquilamente. Pero al llegar a su apartamento, había encontrado a Darlene en la cama, totalmente despierta, perfumada y desnuda bajo las sábanas. Así que no había dormido mucho; en cambio, tuvo que tolerar, durante una hora o dos, la incesante plática de Darlene acerca de cuánto lo había extrañado, hasta que al fin pudo hacerla suya, sintiendo una y otra vez el gozoso estremecimiento de su cuerpo, sintiéndolo hasta la plenitud final, hasta el umbral mismo de la fatiga y del sueño.

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