La sonrisa, tan enigmática como la del rostro de la Mona Lisa, había desaparecido; empero, su motivo y su significado habían quedado sin explicación. ¿Habría sido una sonrisa piadosa? Mas no de compasión por la falsa piedad de un hijo, sino de compasión (nacida en alguien que sabía que la creencia, la fe y la fidelidad a algo habían triunfado) por un vástago que nada tenía, sino un escepticismo ateo, y que nunca sabría de la pasión última del amor, ni de la bondad y la paz.
Randall quería hablar de esto, buscar una explicación, pero los párpados surcados de venas se habían cerrado y se habían reiniciado los ronquidos.
Sin decir palabra, se apartó del lecho y volvió al corredor. El doctor se había ido a hacer sus rondas. Los otros formaban un círculo cerca de la sala de espera, animados, charlando jovialmente.
Randall preguntó a Clare por su esposa y su hija. Habían pasado temprano, escuchando las buenas nuevas, visto a papá y se habían marchado hacía media hora. Cuando la madre de Randall le interrumpió para invitarlo a almorzar en casa, él le explicó que tenía planeado hacerlo con Judy, pero le prometió estar disponible para una cena casera antes de volver al hospital esa noche.
Puesto que no era necesario regresar a casa en ese momento, Sarah Randall decidió quedarse un poco más en el hospital con el tío Herman. Clare pensó que para ella sería mejor volver al trabajo, pero le aseguró a su madre que saldría temprano para ayudarle a preparar la cena.
– ¿Alguien quiere que lo pase a dejar a alguna parte? -preguntó Clare.
Ed Period Johnson consideró que a él le convendría volver al periódico. Su hijo mayor había ido tomando gradualmente la batuta de los asuntos editoriales, pero a Ed Period le gustaba estar a la mano para supervisar las cosas. El edificio del periódico estaba tan cerca que no era preciso hacer el viaje en auto. Tom Carey, igualmente, tenía que volver a su iglesia. Tenía citas con algunos feligreses, un montón de correspondencia que contestar y un sermón que escribir.
– Me agradaría tomar un poco de aire fresco y hacer algo de ejercicio -estaba diciendo Carey-. Gracias, Clare, pero creo que me iré a pie. -Miró a Randall-. ¿Y tú, Steven? ¿Estás como para una caminata de media distancia? Ya recuerdas. La iglesia está sólo a unas cuantas manzanas de tu hotel.
Randall consultó su reloj. Aún tenía cuarenta minutos antes de almorzar con Judy, suponiendo que hubiera recibido su nota.
– Okey -contestó-. Me afiliaré a los Peatones Anónimos.
Los tres hombres llevaban diez minutos de una caminata que había sido placentera. La humedad había bajado y el aire estaba claro bajo un meridional sol, alto y seco. Los olmos, semejantes a torres, y los robles venerables estaban ya frondosos, y ofrecían una rica variedad de verdes; los chiquillos andaban en la calle con sus bicicletas, los perros perseguían a los gatos y una mujer gorda, con la boca llena de pinzas para ropa, estaba colgando la que había lavado y saludaba con la mano a Johnson y a Carey.
Contrastando este lugar con aquel cañón de piedra oscura que es el centro de Manhattan, el pueblecito de Wisconsin se le antojaba a Randall un paraíso elíseo. Pero esto era mirar con la mirada de su corazón, empañada por la nostalgia. La de su mente era más de fiar. Comprendía mejor. Esa mente le recordó a Randall que él se había ido demasiado lejos, que había visto demasiado, vivido demasiado, para ajustarse de nuevo a la monotonía y las limitadas opciones de una comunidad tan pequeña. Ésta era una vida de medianos compromisos. Él podía sobrevivir en un extremo o en el otro, pero no aquí. Podía encontrar espacio suficiente para su incansable alma en Nueva York, entre las multitudes abrumadoras, o retirarse solo, solo o con alguien, a alguna aislada colina francesa para remontarse libremente con su imaginación creadora; destino que se podría convertir en realidad de ahí a cinco años, cuando Towery y Cosmos le extendieran, mediante un cheque, su boleto de dos millones de dólares.
Se emparejó con Ed Period Johnson y Tom Carey. Prestó atención al vivaz monólogo de Johnson, que había estado rememorando los comienzos de su estrecha amistad con el reverendo Nathan Randall y los mejores momentos de ese vínculo amistoso, así como sus gloriosas idas a pescar a los lagos, los fines de semana.
Ahora, le venían reminiscencias de algunas de las buenas acciones de Nathan.
– La mayoría de la gente, ustedes saben, tiene idea de cómo hacer buenas obras, pero en algún punto del camino se queda atascada -estaba diciendo Johnson-. Pero no el papá de Steven. No, señor. Nuestro buen reverendo fue siempre único en ese aspecto. Si le venía una idea para alguna buena acción, no importaba cuán insólita o bizarra, por Dios que iba y la llevaba a cabo. Quiero decir que encontraba una manera de hacerlo. Nathan es uno de los pocos que siempre practican lo que predican.
– Ése es Nathan, exactamente -convino Carey.
– Como cuando, un día, tuvo la ocurrencia de competir conmigo en el negocio del periodismo. ¿Te acuerdas de aquella época, Steven? ¿Recuerdas su semanario…? ¿Cómo diablos se llamaba…? Déjame ver…
– Buenas Nuevas Sobre la Tierra -dijo Randall.
– Tienes razón, hijo. Lo llamó Buenas Nuevas Sobre la Tierra, por el significado original del vocablo gospel (evangelio), que viene de la palabra anglosajona godspel, que significa «buenas nuevas». Aquello fue precioso; sencillamente precioso. Se necesitaba valor; una cosa que Nathan siempre tuvo. ¿Recuerdas el periódico de tu padre, Steven?
– Sí, lo recuerdo.
Ed Period Johnson se dirigía ahora a Carey, conforme caminaban en aquella cálida tarde.
– Ésta es una historia auténtica, Tom; te lo aseguro. Steven lo atestigua. Y dice más de mi amigo Nathan que ninguna otra cosa. Ya hace sus buenos años de eso, pero un día estábamos escuchando la radio; estábamos escuchando un programa que era parte de una serie, acerca de clérigos poco conocidos en la historia y que habían realizado cosas inusitadas en el mundo secular. Así, pues, en ese programa en particular estaban relatando la vida del doctor Charles M. Sheldon, de la Iglesia Central Congregacionista de Topeka, Kansas. ¿Oíste hablar de él alguna vez, Tom?
– Puede ser. El nombre me suena conocido.
– Bueno, no me sorprendería que no hubieses oído su nombre -dijo Johnson-, porque en aquel tiempo tampoco Nathan y yo sabíamos nada de él. Pero el doctor Sheldon era un ser real. Puedes encontrar su nombre en la biblioteca, si no me crees. El doctor Sheldon fue desde Nueva York hasta Kansas a fundar su iglesia en Topeka. Hacia 1890 (Sheldon tendría entonces unos treinta y tres años), le comenzó a preocupar la asistencia dominical vespertina a su iglesia. Entonces tuvo una idea. En lugar de dar sermones, prepararía doce capítulos ficticios de una historia, cada uno terminando en una nota de suspenso, y los leería, uno por semana, a su congregación. La idea marchó bien, estupendamente bien.
– Muy listo -dijo Carey-. ¿Qué clase de historia era?
– La de un joven ministro, estremecido por las condiciones del mundo y por la manera en que la gente se comporta, que les pide a sus feligreses que prometan que durante un año actuarán en todas sus relaciones como lo habría hecho Jesús. Esta serie fue de un impacto tal que el doctor Sheldon la publicó como novela en 1897. La tituló En Sus Pasos . Algunos cálculos indican que del libro se vendieron treinta millones de ejemplares, incluyendo cuarenta y cinco traducciones a lenguas extranjeras. Se convirtió en el mayor éxito de librería en toda la historia, excepción hecha de la Biblia y Shakespeare.
– Fantástico -dijo Carey.
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