John Katzenbach - Al calor del verano

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Una excelente y asombrosa obra de suspense psicológico. Un asesino que tiene aterrorizado Miami elige como interlocutor a un reportero de uno de los periódicos más importantes de la ciudad. Se establece entonces una relación casi enfermiza en la que el reportero intenta ganarse la confianza del asesino sin que éste se aperciba, a la vez que pretende desenmascararlo.

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Mi mente elaboró toda una trama: una imagen de la noche en que él había realizado su simulacro de asesinato con Christine. Pensé en los jóvenes de las calles céntricas y mal iluminadas de Miami: vagaban sin rumbo, sin nombre, abandonados. El ligue casual… ¡Qué fácil habría sido para él recorrer las calles en busca de un doble que tuviese su estatura, su físico y su mismo color de cabello! Una palabra, un rápido gesto de la mano, tal vez un poco de dinero, y su víctima sube al coche, sin miedo, sin saber lo que le esperaba. Luego él conduce hacia el oeste, adentrándose en los Glades. Roba un bote. Navega hasta este islote. Coloca la boca de la pistola contra el mentón de la víctima y aprieta el gatillo. La deja caer junto a la mano: el suicidio aparente. Recuerdo el bote perdido, la nota cuidadosamente preparada para que alguien la encontrara y me llamase, el policía que me llevó hasta el islote. No pudo haber nadado hasta allí, dijo. Tal vez vinieron dos y se marchó uno, perdiéndose en la oscuridad, con rumbo a otra ciudad, para asumir otra identidad.

Contemplé el cadáver que estaba en el suelo. ¿Era él? Lo estudié con más atención. ¿Era un impostor? ¿Acaso se trataba de otra mentira, de otra invención? Era posible. Todo era posible. Miré el cadáver.

No, pensé; es él.

Volví a mirar.

No, no es él; es otra persona.

No. Sí.

¿Quién es?

Nolan estaba a mi lado. Me hablaba con voz suave, pero insistente.

– Tenemos que estar seguros. Sin dudas, sin vacilaciones. La ciudad tiene que saberlo, tiene que respirar tranquila de una vez por todas. Todo depende de ti. Así ha sido desde el principio. ¿Es él?

– ¡Deja de jugar con nosotros! -soltó Wilson, furioso-. ¡Vamos! ¿Es él?

Pensé en Christine, en mi padre, en mi tío y su féretro cubierto por la bandera. El sol parecía un péndulo que se balanceaba al viento, acercándose a mí inexorablemente.

– ¿Es él?

Oí la voz pero no supe quién hablaba. Entonces mentí.

– Sí -respondí-. Es él.

20

Mi mentira se propagó, arraigó y floreció. Los titulares matutinos anunciaban:

EL ASESINO DE LOS NÚMEROS SE SUICIDA.

ENCUENTRAN SU CADÁVER EN LOS GLADES.

Uno de los redactores me dijo que no se habían utilizado letras tan grandes desde la dimisión del presidente y, antes de eso, desde que el hombre llegó a la luna.

Era el último artículo, el resumen de todos los anteriores. La noche anterior, yo había efectuado varias llamadas después del largo viaje de regreso desde el pantano. Esta vez, las familias de las víctimas habían accedido a hablar. Recogí sus palabras y sus reacciones y las fundí en una descripción de sus sentimientos. Nolan había escogido las mejores y las había compilado en un artículo secundario que se publicó en el centro de una página interior. «Es un alivio -dijo alguien- saber que todo ha terminado.»

Pero ¿había terminado en realidad?

Mientras hilvanaba las impresiones del día, todas las voces y los hechos, llegué a creer que mis dudas eran infundadas. Mientras hablaba y me inclinaba sobre el teclado de la máquina de escribir, recordaba el rostro desfigurado y comparaba las orejas, las cejas, la nariz y las mejillas con la figura que había visto entre las sombras en e! apartamento. En mi mente, confronté esos rasgos con el retrato robot que había realizado el dibujante de la policía y luego con la fotografía proporcionada por el ejército. Apreté los dientes. «Joder, es él», pensé.

«Estoy vivo.»

«No crea.»

Cuando nadie miraba, abrí el primer cajón de mi escritorio y saqué la carta. Releí las palabras, tratando de comprenderlas con claridad. ¿Una última mentira? Después de tantas conversaciones, de tantas trampas tendidas por su imaginación, aún no sabía cuál era la verdad. Nolan estaba en éxtasis mientras leía el artículo a medida que éste emergía de la máquina de escribir.

– ¡Eso es! -había dicho, agitando una hoja llena de palabras-. Ésta es la historia; está todo aquí.

Había introducido él mismo el texto en el ordenador, en vez de pedírselo a un asistente. «Se equivoca -pensé-. Nunca está todo allí.» Pero esto no había impedido que yo construyera el artículo sobre la base de aquella mentira, haciéndola resonar como un tambor en cada párrafo, oración, frase y palabra. Por un instante, mientras concluía la crónica con una descripción de la pistola asesina al sol, imaginé al asesino leyéndola. Lo vi sonreír y luego perderse en el olvido que había elegido para sí mismo: oficialmente declarado muerto y enterrado en la primera página del Journal.

Sacudí la cabeza para librarme de la imagen. «No -pensé-; el cuerpo que vi era el del asesino.»

Nolan estaba inclinado sobre las pantallas de vídeo, absorto. Por el momento, no me prestaba la menor atención. Volví a mirar la carta.

No, decidí. Él fue al pantano solo, para morir solo sin que lo descubrieran; un último y misterioso gesto que se prestaba a la confusión. Eso sería muy propio de él. Enigmático, especialmente al llegar a su fin.

Pero…

Esta palabra rondaba mi conciencia, atormentándome. Luché contra la avalancha de posibilidades. Tomé una hoja de papel y enumeré los factores:

«Ha llegado la hora», había dicho él. ¿La hora de qué?

«Estoy vivo.» Bueno, lo estaba en el momento de escribirlo.

«Todo lo que ve.» ¿Acaso había previsto que yo viese su cadáver?

La nota en la barca: «Estoy esperándole.» Y allí estaba. Muerto.

¿O no lo estaba? ¿Cómo llegó el bote de regreso a la orilla, lejos de donde se encontró el cadáver? ¿Lo llevó él?

Sentí deseos de gritar: «No lo sé.»

Entonces me estremecí. Jamás lo sabría.

Miré el teléfono, sobre mi escritorio. Los cables que lo conectaban a la grabadora formaban una maraña alrededor del auricular. «Suena, maldición -dije para mí-. Cuéntame la verdad, sea la que sea.»

Pero permaneció mudo. De pronto, después de tantas semanas, el teléfono estaba silencioso, muerto.

Christine escribió: «No regresaré a Miami. Hemos perdido lo que teníamos. Suena trillado y cursi, ¿verdad? Ojalá pudiera expresarme mejor. Si hubiese podido, tal vez esto no habría ocurrido. Lamento que tenga que terminar así. O de cualquier otra manera. Pero tiene que terminar.»

Metí en cajas algunas cosas que ella había dejado y las envié a su casa en Wisconsin.

Después de enviar la nota a composición, Nolan quiso emborracharse. Llamó al departamento de fotografía para que Porter se reuniera con nosotros y fuimos a un bar cercano. Propuso que pillásemos una borrachera placentera; luego él regresaría y esperaría a que la edición saliera de las máquinas. Cuando atravesamos la puerta del penumbroso bar, llegó hasta mis oídos el ruido confuso de varias voces. En su mayoría eran de gente del periódico; casi todos hablaban de la historia del asesino. Algunos se volvieron y saludaron con un gesto de la cabeza o de la mano, otros me recibieron con palmaditas en la espalda. Querían invitarme a unas copas para celebrar. Acepté el vaso de cerveza que me tendía una mano y de repente me sentí más relajado. Levanté mi vaso y todos brindamos. Nolan apuró un vaso de whisky y luego pidió una cerveza. Los tres nos dirigimos a un reservado en un rincón, pedimos más copas y nos repantigamos en los asientos.

– ¡Qué historia! -exclamó Nolan-. ¡Dios, qué historia! ¿Podéis creerlo?

Porter tomó un sorbo de su vaso y agachó la cabeza hacia la mesa. Se dibujó una leve sonrisa en sus labios y sacudió la cabeza lentamente.

– He estado pensando -dijo-. ¿Qué fue en realidad?

Nolan lo miró con curiosidad.

– Me explico -prosiguió Porter-: un hombre mata a cuatro personas y llama al periódico para contárnoslo. ¿Es eso tan extraordinario en realidad?

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