John Katzenbach - Al calor del verano
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– Lo han avistado desde el helicóptero -dijo el policía-. Habría sido imposible verlo desde el agua, aunque pasáramos justo al lado.
El bote tocó fondo.
– Fin del recorrido -anunció el policía.
Bajé y me hundí unos tres centímetros en el barro. Martínez nos hizo señas de que nos acercáramos.
No percibí el hedor hasta que estuvimos casi encima del cadáver, gracias a un ligero cambio en la dirección de la brisa. Por un segundo pensé que iba a vomitar; luego la sensación pasó y quedamos inmersos en el horrible olor dulzón de la muerte. Pensé por un instante en la casa de Miami Beach. Wilson advirtió en mi rostro el efecto del olor y le dijo algo al médico forense. Ambos rieron, pero yo no capté el chiste. Martínez fue el primero en hablar.
– Échale un vistazo -dijo.
El forense estaba encendiendo su pipa y seguía mis movimientos con la mirada.
– ¿Un vistazo a qué?
– Aquí -dijo Wilson, señalando algo a sus pies-. No es una visión agradable.
Me acerqué a los tres hombres y observé la figura en el suelo.
A primera vista costaba creer que había sido un hombre. La carne se había vuelto blanca y pastosa, como un pescado que se deja demasiado tiempo en el horno. Tenía los párpados abiertos, pero los globos oculares habían desaparecido. La piel parecía estirada, agrietada y quemada en los bordes por el sol. La mitad inferior de la cara del hombre estaba destrozada; donde debía estar la mandíbula, sobresalían algunos huesos mellados. La parte posterior del cráneo había volado en pedazos. Me aparté, asqueado.
– Míralo bien -dijo Wilson.
Tomé aliento y eché un nuevo vistazo. El cadáver estaba vestido con botas militares especiales para la selva, hechas de lona y goma. Los pantalones vaqueros se habían desteñido bajo el sol. Tenía manchas de sangre seca en la camiseta, a la altura del pecho.
– ¿Qué se supone que debo ver? -pregunté.
Martínez señaló algo y vi la pistola. La 45 de metal gris destelló al sol por un instante, iluminando la maleza verde y pardusca. La automática se hallaba a pocos centímetros de la mano extendida del cadáver, como si la hubiese dejado caer en el momento de la muerte.
– ¿Y bien? -dijo Wilson-. ¿Has visto bastante?
Asentí.
– Entonces, ¿quién es?
Por un momento me sentí confundido. Sacudí la cabeza.
– Ya lo sabéis -respondí.
– Dímelo tú -insistió Wilson.
Permanecí en silencio. Volví a mirar el rostro desfigurado por el disparo y por el sol. «¿Quién es?», pensé. Martínez se acercó a mí y le indicó a Nolan que se uniera a nosotros.
– Necesitamos una identificación -dijo- para hacerlo oficial. Tenemos que estar seguros.
Nolan habló antes de que yo pudiera abrir la boca.
– ¿De qué demonios está hablando? -Su voz, furiosa, rompió el silencio de los Glades-. Está la pistola. El color de cabello. La estatura. Todo cuadra. Por Dios, examinen sus huellas digitales. ¿Y los dientes? El ejército debe de tener fichas dentales, ¿o no?
El forense intervino en la conversación, dando caladas a su pipa y soltando nubes de humo que la brisa transportaba por encima de los pantanos.
– No serviría de nada -aseveró.
– Explíqueme eso -pidió Nolan.
– Muy bien -dijo, con voz serena, en un tono más apropiado para un aula-. Número uno: la piel está demasiado descompuesta para tomar huellas digitales. Es imposible, dado el grado de estiramiento y de la pérdida de la consistencia e integridad de los tejidos, obtener una impresión exacta, de modo que ese método queda descartado. Número dos: el color de los ojos. Eso nos ayudaría para buscar en los archivos del ejército, pero las aves locales se han encargado de destruir las pruebas. Veamos otro método: la identificación dental. Magnífico. El ejército nos facilitaría al instante sus fichas. El único problema es que este sujeto debió de preverlo o, si no, tuvo suerte. Puso la pistola contra su mentón y apretó el gatillo. Se voló toda la boca pero dejó intacta una porción de la cara. ¿Otras marcas o cicatrices identificadoras? Ése habría sido, seguramente, el siguiente paso, pero los archivos del ejército dicen que el asesino no las tenía. De modo que nos queda un último método de identificación: la observación personal. Claro está que la pistola resultará ser la del asesino, pero eso no prueba nada. ¿Es él? Ha estado aquí varios días. Es difícil saberlo con seguridad. Al menos tres, cinco, tal vez una semana. Ahora ni siquiera contaría con que lo reconociese su madre. -El forense levantó la mano para atajar la pregunta obvia-. Sí, nos hemos puesto en contacto con ella. Se ha negado. No ha visto a su hijo desde la guerra. Pero esa información ya apareció publicada en su periódico. -Hizo una pausa, mirándome-. ¿Comprende e! dilema?
Pensé en la carta que estaba en el primer cajón de mi escritorio. ¿Cuán cerca había estado?, me pregunté.
– Hay muchos factores que contribuyen a la descomposición de un cadáver -prosiguió e! forense-. El sol alternado con la lluvia. La humedad. Verá, en esta región, puede llover a cántaros a un kilómetro de aquí mientras esta zona permanece seca. No hay ningún método científico para determinar el tiempo. Una vez, sabíamos con seguridad que habían abandonado un cadáver aquí cerca. Era un caso de asesinato por encargo. Atrapamos al asesino. Cuando encontramos el cuerpo, prácticamente sólo quedaban los huesos. Y sólo había pasado una semana. Hay muchos factores.
«Estoy vivo -pensé-. No crea todo lo que ve.»
– Verás, tenemos que estar seguros -terció Wilson-. Tú eres quien lo vio más de cerca, en ese apartamento. ¿Es éste el hombre que conociste allí, e! de la silla de ruedas?
Vacilé.
– No lo sé.
Wilson explotó.
– ¡Fíjate bien, maldición! ¡Míralo! ¡Fíjate en su cara! ¡En las mejillas, la nariz, las orejas, las cejas! ¿Es él? Tenemos que saberlo. No más tarde; ¡ahora mismo! ¿Es él?
Volví a estudiar esos rasgos, aspirando y conteniendo el aliento. Nolan me tomó del brazo y me volvió hacia él, pero yo no aparté la vista de! rostro destrozado.
– Es importante -dijo-. Ellos tienen razón. Es importante. Oye -me susurró al oído-, esta historia ha sido nuestra exclusiva desde el comienzo; de nadie más. Tenemos que ser nosotros quienes escribamos el final. Si no escribimos que es él, entonces nadie lo sabrá nunca, nadie podrá estar seguro jamás. No se trata sólo de una identificación; el estado de ánimo de toda la ciudad depende de ello. No podemos mostramos inseguros. No importa en absoluto lo que digan los demás; sólo lo que digamos nosotros. Somos el único periódico al que la gente creerá. Sentí sus ojos clavados en mí, evaluándome.
– Míralo bien -me pidió-. Tenemos que estar seguros. ¿Es él?
– ¿Es él?
La voz era de Wilson, que estaba de pie junto al cadáver; agitó el puño hacia mí y luego hacia el cuerpo inerte que, poco a poco, se confundía con la tierra y el aire.
– ¿Es él?
Miré a Wilson, luego a Martínez y al forense. Vi que este último extraía una fotografía de su bolsillo y se inclinaba sobre e! cadáver. Lo examinó con atención por un momento; luego sacudió la cabeza, se encogió de hombros y se volvió hacia mí. Nolan también me observaba. Porter estaba a un lado; su cámara zumbaba. Luego él también se quedó quieto, en espera de mi respuesta.
– ¿Es él? -volvió a preguntar Nolan.
Me obligué a mirar las cavidades oculares vacías.
La luz de! sol parecía bajar en espiral y paralizar a todos en un estallido de calor y luminosidad. Sentí el sol sobre mi cabeza, taladrándome el cerebro. Las imágenes se agolpaban en mi mente, luchando por el espacio. Vi la sonrisa del asesino a través del humo y las sombras del apartamento en penumbra, sus dedos tamborileando sobre la silla de ruedas. Lo imaginé inclinado sobre la ventanilla, mirando a Christine. Vi a las víctimas como en fila: la muchacha, la pareja de ancianos, la mujer y su bebé. Miré alrededor, el pantano y los árboles. Pensé en la guerra, en la morgue junto a la pista de aterrizaje. Volví a oír las palabras del asesino: nosotros dos solos, él y yo. Pensé en la carta en el cajón. ¿Era él? «No crea todo lo que ve.» Pero ¿qué estaba viendo?
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