– Barato -comentó Martínez-. No muy distinto de aquel apartamento en el centro.
Subimos al primer piso. Un miembro del equipo de operaciones especiales fumaba un cigarrillo en la puerta abierta de uno de los apartamentos. Martínez le hizo una seña con la cabeza y dijo:
– Los del laboratorio llegarán enseguida. -Luego, dirigiéndose a nosotros, agregó-: Las reglas son las mismas. No toquen nada; sólo miren. -Miró a Porter-. Lo dejo a su criterio -dijo-, pero no nos estorbe.
Entramos. El apartamento era pequeño y estaba abarrotado. En un rincón había una pequeña cocina y una nevera; en otro, una cama con una sola sábana sucia. Había ropa arrebujada en el suelo y se percibía un olor a humedad y a cerrado. El teléfono había sido arrancado de la pared y estaba en el suelo, con los cables retorcidos y pelados. Fijé la mirada en la pared.
El asesino había montado un collage. En el centro había un enorme póster amarillo, verde y rojo de la masacre de My Lai. A los lados había docenas de imágenes de distintas formas y tamaños: Jane Fonda, el general Westmoreland, Robert MacNamara, los Siete de Chicago, Lyndon B. Johnson, Daniel Ellsberg, Ho Chi Minh. Había páginas arrancadas de viejos número de Life que mostraban a soldados atravesando pantanos y arrozales bajo el fuego; niños, con los ojos en blanco por la desesperación, al otro lado de la alambrada de un campo de refugiados.
En algunas fotos, el asesino había practicado la cirugía creativa: Nixon y Agnew, con los brazos levantados en señal de victoria, acunaban a un niño vietnamita muerto.
Henry Kissinger, con corbata negra, escoltaba a una figura con un vestido de noche y el rostro desesperado de una mujer vietnamita. Las imágenes recubrían la pared desde el suelo hasta el techo, contribuyendo al ambiente pavoroso del apartamento.
Me volví y vi una grabadora sobre una mesita, junto a la única ventana del apartamento. Más allá, había un espejo colgado en la pared contigua al baño. Estaba hecho añicos; en el centro, tenía un agujero negro. Había fragmentos de vidrio esparcidos por el suelo.
Volví a mirar la mesa. Junto a la grabadora, había una novela abierta, con el lomo gastado. Me acerqué. La condición humana , de Malraux.
Martínez también la vio. De mala gana, agarró el libro, después de envolverse la mano con un trapo. Leyó por un instante y luego me lo tendió para que le echara una ojeada. Había un pasaje subrayado en una página cercana al final.
«Había visto tanta muerte… -había destacado el asesino-. A él siempre le había parecido bien el suicidio, una muerte que se asemeja a la propia vida. La muerte es pasiva, mientras que el suicidio implica acción…»
Martínez y yo nos miramos sin decir nada.
Wilson se acercó a nosotros y Martínez volvió a colocar el libro en el sitio que ocupaba junto a la grabadora.
– Veamos qué tiene que decimos ese cabrón -dijo Wilson.
Pulsó la tecla de reproducción.
Al principio, sólo hubo silencio.
Luego, la risa breve de costumbre.
Entonces se oyó la voz:
– Hola, Anderson. Hola, detectives. -Otra carcajada-. Jamás me atraparán.
Sonó un siseo continuo y Wilson se inclinó hacia adelante para apagar la grabadora, pero otro sonido lo interrumpió. Era el asesino tarareando. Reconocí la melodía al instante, un recuerdo de las manifestaciones universitarias.
Comenzó a cantar con voz aguda y forzada:
Y uno, dos, tres.
¿Por qué estamos luchando?
No me lo preguntes, me importa una mierda.
La próxima parada es Vietnam.
Y cinco, seis y siete.
Abrid las puertas del cielo.
Es inútil preguntarse por qué.
¡Hurra! Todos vamos a mor…
Pero la última palabra se perdió, ahogada por la detonación de la 45 y el ruido del espejo al saltar en pedazos.
– Diablos -dijo Martínez.
Todos dimos un respingo al oír la explosión en la cinta.
– Ya está -dijo Wilson-. Hemos publicado un boletín con una descripción de Dolour. Un vecino nos ha descrito su automóvil: un Plymouth blanco. Lo atraparemos hoy o, a lo sumo, mañana. ¿Dónde puede esconderse?
Bajé la vista y vi las bobinas de la cinta girar incesantemente. Martínez extendió la mano para apagar el aparato pero, justo antes de que tocara la tecla, volvió a sonar la voz del asesino, serena, dura, casi burlona.
– Anderson -pronunció mi nombre recalcando cada sílaba-. Esto es sólo para usted, Anderson. Uno más. ¿Entiende? Uno más.
Martínez me miró de pronto.
– ¿Qué diablos significa eso? -preguntó Nolan. La cámara de Porter me enfocó para captar mi reacción; la lente parecía el cañón de una pistola.
– Bueno, no os preocupéis -dijo Martínez en tono tranquilizador-. Podría significar casi cualquier cosa.
– ¿Crees que se refiere a mí? -pregunté.
Martínez se encogió de hombros.
– ¿Qué más da? -dijo Wilson-. Ese desgraciado ya es nuestro. Le echaremos el guante esta tarde. No hay nada que temer. -Me miró con atención, escudriñando mis ojos-. Me encanta -dijo-. Todo parece mucho más real cuando es uno el que corre peligro, ¿eh?
– Mira, no te preocupes -dijo Martínez-. Ya es nuestro. No hay problema.
Pero se equivocaba.
El titular ocupaba dos renglones y estaba compuesto en letras de cuarenta y ocho puntos:
IDENTIFICADO EL ASESINO DE LOS NÚMEROS. LA POLICÍA EMPRENDE SU BÚSQUEDA
Comencé el artículo con la noticia principal (el nombre, la dirección, la carrera por la ciudad hasta el apartamento del asesino) y continué con una descripción de la pared y del apartamento. La redacción publicó los primeros párrafos en un tipo de catorce puntos, en dos columnas que dominaban la primera página. Junto al texto aparecía el retrato robot del asesino y una fotografía que databa de varios años atrás, enviada desde Washington por Associated Press y obtenida por el Pentágono. Describí la entrada en el apartamento, los tentáculos de la búsqueda policial, la llamada telefónica de O'Shaughnessy, la lista de nombres del Pentágono. El artículo continuaba en el interior del periódico con más fotografías: una de cuatro columnas que había tomado Porter con un gran angular y que mostraba el interior de la habitación del asesino. Al fondo se apreciaban con claridad las figuras del mural, que semejaban fantasmas.
Nolan rondaba mi escritorio, mirando por encima de mi hombro, dándome ánimos como si fuese un jugador de fútbol.
– Ponlo todo. Ponlo todo. No te preocupes por la extensión, sólo escríbelo todo. Más, más.
Y eso hice. Al sacar la última hoja del rodillo de la máquina de escribir, sentí un arranque de júbilo, una excitación casi sexual. Mi mente se ocupó momentáneamente de Christine, pero deseché esos pensamientos enseguida. Nolan leyó el final del artículo.
– Maldición, allí está -dijo-. Lo has incluido todo… excepto una cosa.
En mi mente, oí la voz del asesino: «Uno más.»
– ¿Tengo que…?
Nolan me interrumpió.
– No, no; no sabemos qué quiso decir, ¿o sí? Creo que tú eres el experto. ¿Qué te parece?
Me encogí de hombros.
– Correcto -dijo Nolan-. ¿Para qué generar más alarma si no lo sabemos?
Se alejó, con la última hoja en la mano. De pronto, mi estómago se contrajo, como si alguien se hubiese apoderado de los músculos y los hubiese retorcido con violencia. Tomé aliento y me mecí en la silla, notando que palidecía. Mareado, me encogí y coloqué la cabeza entre las rodillas.
Yo sí lo sé, pensé.
Soy yo.
Después de corregir el artículo y mandado a composición, Nolan me acompañó a mi automóvil. Los sonidos del tránsito se fundían con la oscuridad.
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