John Katzenbach - Al calor del verano

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Una excelente y asombrosa obra de suspense psicológico. Un asesino que tiene aterrorizado Miami elige como interlocutor a un reportero de uno de los periódicos más importantes de la ciudad. Se establece entonces una relación casi enfermiza en la que el reportero intenta ganarse la confianza del asesino sin que éste se aperciba, a la vez que pretende desenmascararlo.

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– ¿Dónde combatió? -pregunté.

– Bueno -dijo-, eso es lo más extraño. En realidad, nunca combatí. Al menos no del modo descrito por ese tipo. Verá, yo estaba a cargo de una sección de empleados administrativos, en la base aérea cercana a Da Nang. Lo más parecido a un bautismo de fuego que tuve fue una vez que cayeron algunos proyectiles de mortero sobre la base. A veces se veía el tipo de cosas que los Vietcong sembraban en los caminos: minas terrestres, en general. Pero nunca entré realmente en combate como algunos soldados. Yo me dedicaba a tramitar papeles, formularios, todo lo que el ejército necesita por triplicado.

– ¿Trabajaba con empleados administrativos?

– Correcto. Bueno, no sé cuántos eran; tal vez entre cincuenta y cien tipos distintos pasaron por ahí a lo largo de los dieciocho meses que estuve en ese lugar. Gente muy distinta, pero que tenían una cosa en común.

– ¿Qué cosa?

– Estaban allí para evitar que les volaran el trasero.

– No le sigo -dije.

– Bueno -respondió-, el ejército les ofrecía un trato antes de enviarlos a alguna base de artillería en el interior del país. Se alistaban por uno o dos años más y los enviaban de regreso a la división, donde los ponían a trabajar con una máquina de escribir, archivadores y uniformes limpios.

– Entonces…

– Entonces éramos los cobardes, supongo. Asustados y a salvo.

Conversamos durante casi una hora. Admitió que su descripción física coincidía con la que me había proporcionado el asesino. Me habló de los militares, de la vida entre las alambradas, del complejo de oficinas desde donde, de vez en cuando, él observaba a las oleadas de refugiados como si la valla de tela metálica fuese una barrera que no sólo impedía el paso de los nativos, sino también de los sentimientos. Dijo que nunca pudo distinguir si los soldados estaban atrapados dentro o si los civiles lo estaban fuera. Por primera vez en días, tomé notas con rapidez. Su voz parecía rejuvenecerme. Una alegría malévola se apoderó de mí, y continuamente pensaba: «Ya te tengo.»

O'Shaughnessy también habló de las salidas a la ciudad, de los paseos por las calles atestadas, hombro con hombro junto a los demás estadounidenses que descollaban en altura entre los locales. Habló de bares oscuros, donde no había más luz que la que se reflejaba en la piel desnuda de una bailarina sin nombre. Allí les contaban muchas historias, según me dijo; historias de asesinatos, atrocidades, muertes, todas cometidas bajo la excusa de la guerra; voces apagadas, enturbiadas por la cerveza o el whisky barato, que relataban horrores en la penumbra.

– Todos los escuchábamos. No podíamos evitarlo. Los soldados bebían para olvidar, pero es un proceso lento, ¿sabe? Se desarrolla en etapas. Y llegaba un punto en que ellos estallaban y las pesadillas salían a la luz, como una confesión, como si al contarlas pudiesen hacerlas desaparecer.

Imaginé al asesino allí, escuchando otras voces que alimentaban su imaginación.

– ¿Sabe qué era lo peor? -dijo O'Shaughnessy.

– ¿Qué?

– Que, aunque oíamos tantas cosas, vivíamos en un mundo muy aislado de todo eso. Era muy artificial. Como cuando uno despierta y recuerda lo que acaba de soñar. Es real y, al mismo tiempo, no lo es. A veces estoy en algún lugar, y oigo algo…, una palabra, un tono de voz, tal vez… y me viene a la memoria alguna conversación. Es como tener un fantasma en tu interior.

Me pareció que sacudía la cabeza al otro lado de la línea, intentando librarse de esos recuerdos.

– ¿Por qué cree que aquello le afectaba tanto? -pregunté.

Hizo una pausa.

– No le he explicado a qué se dedicaba mi sección.

– ¿Y bien?

– Nos encargábamos de nuestros muertos. Nombres, identificaciones. Nos cerciorábamos de que los féretros fuesen acompañados de los efectos personales correspondientes. Verá, nuestras oficinas estaban junto a una morgue. Había cadáveres sobre las losas; algunos, reconocibles; otros…, bueno, destrozados. Por eso había tanta rotación de personal en la sección. Era demasiado macabro, demasiado inquietante, trabajar todo el día junto a los cadáveres. Había aire acondicionado, pero a veces aún despierto con el olor a muerto en la nariz. Me pone enfermo, pero no puedo evitarlo. Los médicos dicen que todo está en mi mente. ¿Sabe? Ése era el problema de la guerra. Siempre nos afectaba demasiado a la cabeza.

No se me ocurría nada que decir. Imaginé al asesino sentado ante un escritorio, respirando lentamente, todo el día. Percibiendo el hedor de la muerte en todo momento.

– ¿Le ha servido de algo todo lo que le he contado? -preguntó O'Shaughnessy.

– Más de lo que se imagina -respondí.

17

Ya te tengo, hijo de puta.

Al principio, no hablé con nadie de mi conversación con el abogado de Tennessee. En cambio, dejé volar mi fantasía. Imaginé mil formas de capturar al asesino. Sentí que, de pronto, había superado la brecha que me separaba de él, que ahora todas sus mentiras se evaporarían. Permanecí ante mi escritorio, meciéndome en la silla. «¿Quién es el cazador ahora -pensé-, ¿y quién la presa?» Apreté los puños, eufórico. Nolan me vio y se acercó.

– ¿Alguna novedad? -preguntó-. ¿Algo bueno, para variar?

Asentí. Él hizo una leve mueca y luego sonrió.

– Por favor, que no sea algo como el fiasco del encuentro. Y nada peligroso.

Negué con la cabeza.

– Lo tenemos -dije.

Nolan sonrió y levantó la mano.

– Por favor, ahórrate la conclusión; sólo quiero las pruebas.

Entonces le puse la grabación. Escuchó en silencio, acariciándose la barbilla, echado hacia delante. Luego se recostó en la silla.

– Tal vez estés en lo cierto -dijo. Luego se echó a reír, y sus carcajadas resonaron en la pequeña sala de conferencias-. ¡Diablos! Esto podría ser definitivo.

– Ya se ve el final -dije.

– Bien. Llama al Pentágono.

– Ellos tendrán los nombres…

– Y nosotros daremos con el asesino. -Nos miramos-. Tal vez. ¿Y si está usando un alias?

– ¿Eso crees? -dije-. ¿Crees que es su estilo?

Nolan meneó la cabeza.

– No, no lo es.

Nos miramos por encima de la mesa, con la grabadora entre nosotros. Desde las paredes, nos observaban los artículos que últimamente habían marcado nuestras vidas, nuestros días, nuestros altibajos.

– Atrapemos a ese hijo de perra -dijo-. Atrápalo tú, maldición. Atrápalo tú.

El oficial de información pública del Pentágono respondió con la contundencia de un saludo marcial.

– Sí, señor. Una lista de nombres, señor. Puedo hacerlo.

Oí el roce de su lápiz sobre el papel mientras tomaba nota de la información.

– Sí, señor -repitió-. Eso bastará. Ahora permítame ver si lo he apuntado correctamente. Usted quiere un informe de los nombres y las posibles direcciones de los empleados administrativos que cumplieron parte de su servicio en Da Nang.

– Correcto.

Le repetí los números de la sección y la unidad, tal como me los había proporcionado O'Shaughnessy. También le pedí que verificara sus datos.

– Correcto -respondió-. ¿Para cuándo necesita esta información, señor?

– Lo más pronto posible.

– Llevará unas veinticuatro horas -dijo-. Pero me encargaré de ello personalmente y luego me comunicaré con usted.

– Bien.

De pronto, me sentí tranquilo, como si dispusiera de todo el tiempo que necesitaba. «Ahora soy yo quien te persigue -pensé-; cada vez estoy más cerca.» Quería que el asesino me llamara para poder decírselo, indirectamente, hacerlo sudar. Cada vez más cerca.

Por la tarde fui a ver a Martínez y a Wilson al departamento de homicidios. Los seguí por el laberinto de escritorios y cubículos, que no habían cambiado desde mis visitas anteriores. Era como si aún estuviesen interrogando a las mismas personas, como si las mismas voces cansadas repitieran la misma información. La luz del sol penetraba en la habitación, proyectando sombras en los rincones y en el suelo. Las voces se elevaban en el aire cargado de humo y se confundían con el zumbido del aire acondicionado. Hablamos en la sala habilitada como centro de operaciones para el caso del Asesino de los Números. Ahora, además de la lista de nombres, lugares y fechas, colgaban en las paredes copias del retrato robot policial.

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