– ¿Te ha llamado? -preguntó Wilson.
– Aún no -respondí.
– Lo hará -aseveró Martínez-. Siempre lo ha hecho. Cuando un asesino establece una pauta, es muy difícil que la altere. Esto se da tanto en los peores psicópatas (como este tipo) como en los más fríos asesinos a sueldo. Se acostumbran con mucha rapidez al sistema que desarrollan, a su propia manera de hacer las cosas. No se sienten satisfechos si se desvían de sus normas. Es como una firma; a veces sale un poco vacilante, ligeramente distinta, pero el resultado es el mismo. Y la pauta de este tipo consiste en llamarte a ti.
– ¿No crees que esa llamada puede haber sido la última?
– No. Sólo es una teoría, pero creo que se le está acabando la cuerda. Tal vez uno de los detectives de la calle estuvo a punto de encontrarlo, preguntando por allí; quizás esté asustado. Pero no creo que resista la tentación de volver a hablar contigo. O de matar. Eso se ha vuelto demasiado importante para él. Dudo que renuncie a ello; tiene demasiado ego. Por eso lo atraparemos.
Pensé en hablarles de mi conversación con O'Shaughnessy. «Espera», me dije.
– ¿Creéis que estoy en peligro? -les pregunté.
– Es difícil saberlo -dijo Wilson-. Tal vez él ya haya conseguido lo que quería: asustarte y todo eso. Por otro lado, eso podría ser sólo el principio. Tenemos que suponer que corres peligro.
– Eso no es lógico -repliqué.
– ¿A quién coño le importa la lógica? Seguramente a ese tipo no.
Wilson se volvió hacia las paredes.
– Podría haberme matado cien veces -alegué.
– Claro -dijo Martínez-. Pero eso no significa que no habrá una centesimoprimera.
Negué con la cabeza. «Ahora no me persigue -pensé-. Yo lo persigo a él.»
– Tienes que entender -prosiguió Martínez- que a él le gusta establecer una relación personal con sus víctimas. Por eso se sintió tan frustrado con la mujer y su bebé, en los Glades. Ella no quiso hablar con él. Pero de todas las personas, es contigo con quien ha establecido un vínculo más estrecho. ¿Por qué no habría de querer matarte? Además, piensa en los titulares a los que daría pie ese asesinato.
– Creo que aún me necesita, que no intentará liquidarme. Es sólo una corazonada.
Wilson soltó una maldición.
– Una corazonada que podría costarte la vida. No seas ingenuo. Y no pienses que puedes batirte en duelo con ese cabrón. Esto no es el lejano oeste. Ese tipo sabe manejar las armas y conoce muy bien esa pistola.
– No trates de jugar con él -me advirtió Martínez-. Saldrás perdiendo con toda seguridad.
– ¿Qué os hace pensar…?
– Oh, mierda -me cortó Wilson-. Debes de tomarnos por unos imbéciles.
– Sabemos lo de la 45 que compraste el otro día -explicó Martínez-. Deshazte de ella antes de que te pegues un tiro o te vueles el pie.
No dije nada.
– Ni se te ocurra -dijo Martínez.
– ¿Qué novedades tenéis? -pregunté, cambiando de tema-. ¿Qué haréis ahora?
– Volveremos a la calle -respondió Martínez-. Con los retratos robot y los volantes. Eso dará fruto pronto. Algún vecino suspicaz, algún barman que se fija en las caras; alguien reconocerá al tipo del dibujo. Y entonces comenzaremos a movernos. Sucederá. Tardará algunos días, pero sucederá. Todo es cuestión de esperar.
– ¿Es todo?
– Es todo lo que podemos decirte.
Imaginé el artículo final. Vi las palabras materializándose delante de mí. Primero, la noticia importante: la identidad del asesino, la captura, tal vez el tiroteo. Después, el hallazgo del domicilio del asesino, la información proporcionada por el Pentágono y por O'Shaughnessy. Luego el texto volvería a la acción: una descripción del enfrentamiento final, el acorralamiento, la derrota del asesino.
Pensé en el poema «Los hombres huecos» de T. S. Elliot. Allí no habría gemido alguno, pensé, sino una auténtica explosión.
El último artículo. Ya no habría mentiras ni medias verdades; ya no habría relatos inexactos ni información errónea, sólo la verdad: nombres, lugares, hechos, identidades.
Eso lo arreglará todo, pensé. La verdad.
Llamé a Christine a casa de sus padres, en Madison. Su madre atendió el teléfono y vaciló cuando me identifiqué.
– Quizá no esté dispuesta a hablar contigo -dijo-, pero se lo preguntaré.
Oí voces al fondo, ruidos, nada inteligible. Momentos después, Christine se puso al teléfono.
– ¿Cómo estás? -preguntó.
– Bien -respondí-. ¿Volverás?
Silencio. La oía respirar.
– ¿Por qué?
– Las cosas pueden volver a ser como antes.
– ¿Y el asesino?
– Este asunto casi ha terminado.
– ¿Cómo lo sabes?
– Tengo una pista. Sé que es concluyente.
– Y si lo es, ¿qué te hace pensar que las cosas cambiarán?
– Christine, esto es el fin. Lo presiento.
– Tal vez sea el fin de esta historia -dijo-. Pero habrá otras.
– Pues sí, claro que las habrá. A eso me dedico, después de todo…
– Es lo único que te importa -replicó-. Dejas a un lado los demás aspectos de tu vida. Ya no hay sitio para nada más. Especialmente para mí.
– Pero te quiero. Te haré un sitio.
Oí que se le escapaba un sollozo.
– No es verdad -repuso con voz llorosa-. Malcolm, tú sabes que no lo es. Respóndeme a esto: si te obligase a elegir entre tus crónicas sobre el asesino y yo, ¿qué dirías?
– Eso no es justo.
– Nada es justo -murmuró-. ¿Tomarías un avión mañana mismo para venir a buscarme?
– Claro que sí.
– Entonces, ¿por qué no lo haces?
– Yo…
Callé.
– ¿Lo ves?
– Lo haré -le aseguré-. Es sólo que no puedo creer que me pidas eso.
Tuve la impresión de que ella sacudía la cabeza.
– No, no lo hagas. No te lo estoy pidiendo. No sé si eso serviría de algo. Sólo te sentirías frustrado. Te importa más esa historia que yo. Siempre fue así.
– Eso no es cierto. Tú pídeme cualquier cosa. Haré lo que me digas. Sólo quiero que vuelvas.
Christine contuvo el aliento y soltó una risita.
– Ojalá pudiera creerte. Suena muy bonito.
– Haz la prueba -la animé.
Recé por que no me lo pidiera. Hubo un segundo de tensión. Sentí en la mano el plástico del teléfono húmedo de sudor.
– No -dijo finalmente-. Llámame otra vez. Cuando todo termine.
– Está bien. Cuando todo termine.
– Si es que alguna vez termina -añadió, y colgó.
Al día siguiente, por la tarde, llamó el oficial del Pentágono.
– ¡Señor! He recopilado la lista que usted solicitó. Me estremecí con una oleada instantánea de emoción.
– ¿Es muy larga?
– Aproximadamente de ciento setenta y cinco nombres, señor. Uno siete cinco.
– ¿Direcciones?
– Sí, señor. Pero no puedo garantizarle su exactitud. Estas señas datan de la época en que los hombres servían en el ejército. Desde entonces, muchos factores pueden haberlos llevado a cambiar de residencia. Muchos veteranos se mudan y a menudo no notifican a la Asociación. Por eso no puedo garantizar su autenticidad, señor.
– Pero los nombres…
– Bueno, eso es distinto, señor. Los registros de esas secciones administrativas en particular están cuidadosamente archivados. No podía ser de otra manera; queríamos evitar cualquier tipo de irregularidad, no sé si me entiende. Todos los que trabajaron en esas oficinas figuran en la lista.
– ¿Y O'Shaughnessy?
– El teniente Peter O'Shaughnessy, número de serie DR uno siete uno cuatro tres cero siete. Las fechas de su expediente coinciden con las que usted me dio. Baja honorable, marzo de 1972. Domicilio actual, Memphis, Tennessee.
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