John Katzenbach - Al calor del verano

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Una excelente y asombrosa obra de suspense psicológico. Un asesino que tiene aterrorizado Miami elige como interlocutor a un reportero de uno de los periódicos más importantes de la ciudad. Se establece entonces una relación casi enfermiza en la que el reportero intenta ganarse la confianza del asesino sin que éste se aperciba, a la vez que pretende desenmascararlo.

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Volví a sacudir la cabeza.

– Quiero lo que tiene él -dije al fin.

El hombre sonrió.

– Debí adivinarlo. Quiere combatir el fuego con fuego. Para igualar las cosas, ¿eh? Ha decidido que con un poco de cerebro y un poco de suerte puede sacarle ventaja. Bien pensado. -Se inclinó y extrajo una 45 de metal gris de la vitrina-. Aquí está. El modelo básico. Ideal para dejar a ese tipo en la puerta. Nada de adornos, sólo el arma, con sus piezas esenciales. ¿Para qué llevarse algo que no necesita, eh? Me refiero a que esta arma tiene un propósito limitado y específico, ¿correcto?

– Correcto -respondí.

– Tengo muy buen ojo para la gente, sí señor. Eso se aprende cuando uno vende armas. Hay que poder intuir las necesidades del cliente. Adivinar lo que tiene en mente. Una pistola es eso, ¿sabe? Una extensión.

– Me la llevo.

– Un momento -dijo-. Usted sabe lo de las setenta y dos horas. El tiempo necesario para serenarse.

– ¿Cómo dice?

– Usted es periodista, debería saberlo. Nadie puede comprar una pistola y llevársela en el mismo momento. Es una norma del condado. El comprador debe mostrar su identificación, pagar y volver setenta y dos horas después de buscar la pistola. Es para evitar que alguien se enzarce en una discusión con su vecino, su esposa o su cuñado, venga aquí y compre algo para liquidados. La asamblea legislativa supone que tres días bastan para hallar otra solución.

– Eso es un problema -repuse.

Me miró fijamente.

– Es lo que estoy pensando. -Se inclinó y acercó su rostro al mío-. Le diré qué haremos. Si usted me da su palabra de que no me delatará, pondré una fecha atrasada en el recibo de compra y podrá llevarse el arma. Jamás lo he hecho antes, pero supongo que por una vez no me descubrirán. Y me sentiría muy culpable si ese tipo fuera y lo liquidara durante el período de espera. Considérelo un acto de solidaridad, ¿de acuerdo?

– Tiene mi palabra.

No reconocí mi propia voz.

Mientras el hombre se encargaba de los papeles, sopesé la automática. La culata parecía llenar mi mano y cubrir cada poro de mi piel. Tenía un tacto agradable, fresco. Miré la pistola y sentí que el entusiasmo recorría mi brazo hasta invadir mi cuerpo. El asesino también debió de sentir lo mismo alguna vez.

– Somos gente responsable -dijo Nolan.

Sus ojos se paseaban por las páginas y los titulares, y se detenían en las fotografías. Estaba sentado a un escritorio, mirando todos los artículos que habíamos publicado sobre los asesinatos, clavados en la pared de un pequeño despacho.

– Simplemente no lo entiendo -murmuró. Se recostó en la silla y se frotó los ojos-. Hemos obrado de una manera absolutamente ética. Mira los artículos: ningún editorial sensacionalista en primera plana pidiendo venganza, nada de odio, no sembramos el pánico. Intento averiguar en qué nos equivocamos. ¿Qué clase de mensaje le hemos enviado a ese tipo? ¿De qué manera lo hemos alentado? Diablos, el Journal ha sido cuidadoso. Agresivo, sí, pero cuidadoso, en todos y cada uno de los artículos. ¿Acaso el Times o el Washington Post lo habrían manejado de otra manera? No lo creo. Bueno, tal vez habrían decidido explotarlo a fondo y poner a media docena de periodistas a trabajar en la historia, pero aun así yo defendería la decisión de que te encargaras tú solo de cubrir el caso. Gracias a eso hemos mantenido cierta coherencia, un mismo enfoque. Además, diablos, él te llamaba a ti, no a todo el personal. -Hizo una pausa para reflexionar-. Supongo que las cosas habrían sido distintas si el periódico fuera de Hearst… o uno de los tabloides británicos, del tipo de los de Fleet Street. Podríamos haber llamado a videntes y escrito cartas abiertas al asesino. Podríamos haber publicado titulares sensacionalistas todos los días, habernos entregado a un frenesí periodístico, promovido una especie de guerra santa. Podríamos haber publicado las fotos más truculentas a todo color.

»Pero no hicimos nada de eso. Permanecimos calmos; agresivos, como ya dije, pero circunspectos. Actuamos con toda la respetabilidad y la… responsabilidad que cabe esperar del principal periódico de esta ciudad. Nadie puede acusamos de manipular a ese tipo.

Nolan volvió a frotarse los ojos. Parecía estar hablándoles a los recortes de la pared y no a mí.

– ¿Sabes? Incluso pedí a los de la biblioteca que separaran todos los editoriales sobre la guerra de Vietnam. Sólo para repasarlos, para recordar la línea que teníamos entonces. Moderada desde el principio. Un apoyo inicial que, a finales de los años sesenta se transformó en la exigencia de que trajeran a todas las tropas de regreso en 1971 y de que dejaran de apoyar a los regímenes títeres. Creo que no fuimos los primeros, pero estoy seguro de que tampoco fuimos los últimos. -Exhaló un largo suspira-. Estoy envejeciendo -dijo-. Creo que todo esto empieza a afectarme. -Me miró-. ¿Sabes? Envié a mi esposa y mis hijos a casa de mi hermano y mi cuñada, en California. Hace dos semanas.

– ¿Por qué? Frunció el ceño.

– ¿Bromeas? Porque tenía miedo. Mi número telefónico figura en la guía. Él podría ir a por mí, o por Christine o por cualquiera. -Hizo una pausa momentánea-. Supongo que todos somos vulnerables.

Entonces comencé a esperar.

En casa y en la oficina miraba el teléfono, ansioso porque sonara, por que el asesino se pusiera a mi alcance. Creo que no estaba asustado, a diferencia de Wilson o Nolan, que habían enviado lejos a sus familias, y a diferencia de Martínez, que necesitaba distraerse con la bebida o con chicas para apartar su mente del asesino. Yo, por el contrario, intentaba concentrar mis pensamientos en él. Fantaseaba con un encuentro a solas, en algún sitio solitario. Veía las dos armas idénticas en nuestras manos y oía las detonaciones iguales. En mi imaginación, él era siempre el segundo, el más lento. Lo veía retorcerse y caer, destrozado por el impacto. A veces me sentía como una carnada, rebotando en la superficie del agua, con el mortífero anzuelo oculto en mi interior. Yo mismo ya estaba muerto.

A medida que la espera se prolongaba, me dediqué a escuchar las grabaciones de las llamadas del asesino. El sonido frío de su voz llenaba el aire. Estábamos él y yo, solos.

No había artículos que escribir. Sólo la espera.

Entonces recibí la llamada de O'Shaughnessy.

Los timbrazos del teléfono, como siempre, sonaron como el repentino repique de la campana de una iglesia y, como siempre, pensé primero en el asesino. Puse en marcha la grabadora y levanté el auricular diciéndome: «Ha llegado el momento, el principio del fin.» Era como si sólo tuviera que eliminarlo para restituirme al mundo. Permanecí callado hasta que oí la voz en el otro extremo de la línea.

– ¿Hola? ¿Hola? -dijo.

Dejé de apretar el auricular con tanta fuerza.

– Sí -respondí-. Al habla Anderson.

– Señor Anderson -dijo la voz-. Me llamo Meter O'Shaughnessy. Fui teniente en el ejército de Estados Unidos.

Por un instante no pude articular palabra. Después de hablar con el Pentágono, había dado por sentado que los nombres eran falsos.

– Dios mío -dije-, usted existe.

Se echó a reír.

– Eso espero. Al menos, existía esta mañana al despertarme, y creo que aún existo.

– Pero no comprendo. Los del Pentágono me aseguraron que no había ningún O'Shaughnessy.

Me interrumpió.

– Bueno -me interrumpió-, no estoy seguro de ser el hombre que usted busca. Pero dada la similitud de los nombres, bueno, he pensado en llamarle para averiguarlo.

– ¿Dónde está?

– Memphis, Tennessee. Soy abogado. Un amigo mío que vive en Miami me envió una copia de su artículo, en el que menciona mi nombre. He estado un par de días dudando si telefonearle o no. Creo que lo he hecho por curiosidad. La coincidencia era demasiado grande y, de todos modos, no creo que haya habido otro O'Shaughnessy en el ejército al mismo tiempo que yo. En realidad, no es un apellido tan común.

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