John Katzenbach - Al calor del verano
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– ¿Y bien? ¿Qué ha dicho?
Era Nolan. Wilson estaba a su lado, rebobinando la cinta.
Tomé el teléfono y marqué el número de la enfermería. Me equivoqué y, maldiciendo, volví a marcar.
– ¡Christine! -grité cuando una voz me respondió.
– Creo que ya se ha marchado -fue la respuesta.
– ¡No!
– Lo siento -dijo la mujer-. Se ha ido.
– ¡No! ¡Maldición, deténgala!
– ¿Quién habla? -preguntó la voz, con un deje de suspicacia.
– ¡Que la busquen! -grité-. ¡Está en peligro!
– Lo siento -repitió ella con serenidad, el tono calmo de una enfermera acostumbrada a lidiar con familiares alterados-. Debo saber con quién hablo.
– ¡Por Dios, habla Anderson, su novio! ¡Ahora, por favor, deténgala!
– Ah, señor Anderson, no he reconocido su voz. Espere mientras la mando buscar.
Apreté el auricular con fuerza, intentando ahuyentar las imágenes que me venían a la mente: el aparcamiento, su coche inutilizado, el súbito ofrecimiento de ayuda. Alrededor de mí, oía a Wilson, Martínez y Nolan, que intentaban preguntarme qué ocurría. Entonces la enfermera se puso de nuevo al aparato.
– Lo siento, señor Anderson, pero no contesta. Tal vez ya haya salido del edificio.
Colgué el teléfono de un golpe.
No podía pensar en nada más que en darme prisa.
El tráfico de la tarde parecía interponerse en mi camino. Yo avanzaba zigzagueando por las calles, saltándome semáforos en rojo, dando bocinazos sin parar y haciendo caso omiso de los gritos y las imprecaciones de los peatones y de los demás conductores. Viré bruscamente para evitar una colisión y obligué a otro automóvil a subir al bordillo, pero apenas me percaté de ello. Lo veía todo como una serie de diapositivas. Sabía que los dos detectives me seguían, pero no les prestaba atención. Recuerdo que el sol daba de lleno sobre el parabrisas y me cegaba; levanté la mano para protegerme los ojos, como si así pudiera expulsar todo el terror que había en mí.
El coche dio un bandazo cuando enfilé la rampa del aparcamiento del hospital. Otro vehículo frenó de golpe, con un chirrido de neumáticos, y me obstruyó el paso. El hombre que lo conducía me miró agitando el puño, pero lo ignoré; bajé de un salto y eché a correr. Oía las suelas de mis zapatos golpear el asfalto con el ritmo furioso de un baterista. El calor me envolvía y me agobiaba. Corrí tan deprisa como pude, moviendo los brazos enérgicamente, hacia el sitio donde sabía que ella dejaba su coche. Oí el ulular de las sirenas cuando los coches de la policía comenzaron a descender hacia el aparcamiento.
El sonido llenó mis oídos y mi mente, acrecentando mis temores. Oía otras pisadas detrás de mí; los detectives, supuse. Pero seguí corriendo, sin volverme.
Y luego, nada.
Me detuve con brusquedad, me tambaleé y me apoyé en un automóvil.
Recorrí el aparcamiento con la mirada; mis ojos se movían con la misma rapidez con que momentos antes se habían movido mis piernas.
No había señales de ella.
No había señales de su automóvil.
– ¡Christine! -llamé.
Mi grito resonó en el recinto, inútilmente.
– ¿Dónde? -preguntó una voz.
Era Martínez, que resollaba junto a mí.
– Aquí -respondí.
Él tenía el arma en la mano. Sus ojos se volvieron en la misma dirección que los míos.
– No está aquí -dije, con voz estruendosa.
Martínez dirigió la mirada a Wilson, que estaba recostado contra un vehículo, tratando de recobrar el aliento.
– No está aquí. Se ha ido -dijo-. ¿Y el coche? -me preguntó.
– No está.
Respiré profundamente y luego solté el aire con un resoplido cuando otra idea cobró forma poco a poco en mi mente.
– ¡Oh, Dios mío! -exclamé-. Él me ha mentido. Sobre el estacionamiento. ¡Está esperando en casa!
Por un momento, Martínez me miró con los ojos muy abiertos.
– ¡Mierda! -masculló.
Wilson extrajo un transmisor portátil de un bolsillo de su chaqueta y comenzó a hablar por él. Yo eché a correr de regreso a mi automóvil, que se había quedado a la entrada del aparcamiento, pero un coche patrulla le cerraba el paso.
– ¡Quitadlo de ahí! -grité-. ¡Quitad ese maldito trasto!
Uno de los agentes me miró con extrañeza; luego vio que Martínez venía detrás de mí, agitando los brazos. Éste se sentó junto a mí, pisé el acelerador y el automóvil arrancó en marcha atrás.
La caja de cambios emitió un quejido cuando cambié de velocidad y el coche aceleró por la calle, coleando, con escaso control.
Pasamos sin detenernos por la cabina de peaje de la autopista. Me abrí paso por entre el tráfico, dejando atrás una buena cantidad de vehículos que frenaban y conductores que maldecían. Martínez iba aferrado a la puerta pero me apremiaba. «¡Dale gas, dale gas!», repetía. Apunté el morro del automóvil entre otros dos y pasé por en medio. «El arcén», gritó Martínez por encima del ruido del aire que entraba a raudales por las ventanillas. Me desvié hacia el arcén y adelantamos un coche tras otro. «¡Toca la bocina!», gritó. Obedecí, y el sonido se elevó y quedó flotando detrás de nosotros como la estela de un barco.
Cortamos camino por tranquilas calles suburbanas, pasando por alto semáforos en rojo y señales de stop. Yo ya no tenía conciencia de lo que sucedía detrás de mí; mi mente estaba concentrada en lo que nos esperaba. «¡Deprisa! -decía el detective-. ¡Más rápido!» Viré violentamente hacia el pequeño edificio de apartamentos donde vivíamos. Estaba en una calle tranquila, y el chirrido de las ruedas desgarró la quietud que nos rodeaba. Frené y salí del coche de un salto; tropecé, me levanté y arranqué a correr, con la mente llena de ruidos y miedo. Oía que Martínez me seguía a algunos pasos de distancia.
– ¡Allí! -grité.
Era el automóvil de Christine.
– ¡Oh, no!
Me detuve de pronto, con la vista al frente.
Tenía el capó levantado.
– ¡Christine! -grité. Tenía el estómago contraído por la tensión-. Hemos llegado demasiado tarde -dije-. Se la ha llevado.
Martínez se detuvo a mi lado. Él también tenía la mirada fija en el automóvil.
– Mierda -barbotó-. ¿Estás seguro?
Pero entonces me asaltó otro temor. Salí disparado hacia la puerta del apartamento. En mi mente vi la imagen de su cuerpo, torcido, deformado por la muerte, tendido en el suelo de nuestro hogar.
– ¡Arriba! -grité por encima de mi hombro.
Subí los escalones de dos en dos, luego de tres en tres; mis pies pisaban con fuerza los peldaños de madera, y los pasos retumbaban en la caja de la escalera. Me arrojé contra la puerta del apartamento; mi hombro golpeó la plancha al tiempo que hacía girar el picaporte con la mano. Sentí que resbalaba, que entraba en la sala dando traspiés. El suelo se elevó hacia mí y extendí las manos para amortiguar la caída. Martínez, detrás de mí, entró corriendo por la puerta abierta, medio agazapado, sujetando ante sí la pistola con ambas manos.
– ¡No se mueva! -gritó, aun antes de saber si había alguien dentro o no.
Entonces los dos nos detuvimos como paralizados.
Christine estaba de pie en el centro de la habitación. Vi que una repentina expresión de temor y confusión asomaba a su rostro. Una revista cayó al suelo, abierta. En el exterior, el sonido de las sirenas llenaba el aire sofocante, a un volumen cada vez más alto a medida que se acercaban.
Christine soltó una exclamación ahogada y se tapó la boca con la mano.
– ¡Oh, Dios mío! ¿Qué ocurre?
Por un largo momento me sentí suspendido, incapaz de responder. Martínez se volvió; en su semblante se reflejaba el esfuerzo por comprender. Sacudió la cabeza lentamente, incrédulo. Su mano cayó a su costado, temblando ligeramente, apuntando la pistola hacia abajo. Me di la vuelta y quedé tendido boca arriba, escuchando los sonidos que se intensificaban: las pisadas en la escalera, las portezuelas de los coches al cerrarse, las sirenas, las voces levantadas con apremio inútil. También oí la voz de Christine, que intentaba contener las lágrimas cada vez más abundantes y repetir su pregunta. Aspiré grandes bocanadas de aire, tratando de recuperar mi pulso normal, y luego todos los sonidos parecieron amortiguarse; lo único que podía oír una y otra vez eran las palabras del asesino: «No hay prórrogas.»
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