John Katzenbach - Al calor del verano

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Una excelente y asombrosa obra de suspense psicológico. Un asesino que tiene aterrorizado Miami elige como interlocutor a un reportero de uno de los periódicos más importantes de la ciudad. Se establece entonces una relación casi enfermiza en la que el reportero intenta ganarse la confianza del asesino sin que éste se aperciba, a la vez que pretende desenmascararlo.

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– Muy bien -dijo finalmente-, lo incluiré todo. Será un batiburrillo, pero es lo mejor que podemos hacer. Te veré por la mañana. Y cuando llegues a casa, desconecta el teléfono.

Antes de que yo colgara, añadió:

– Ah, el artículo aparecerá con tu firma, como siempre.

Meneé la cabeza, pero me quedé callado. No podía resignarme a decir que no quería figurar como el autor, que deseaba perder todo contacto con el caso y con el asesino. No lo dije porque no podía. No habría sido verdad.

Aquella noche, el dibujante de la policía terminó por fin su bosquejo. Los dos detectives estaban sentados a un lado mientras Christine y yo hablábamos con el artista que realizaba el retrato robot del asesino. Christine negaba con la cabeza y decía: «No era exactamente así», pero cuando los pómulos, las cejas y el mentón cobraron forma en el papel, me pareció que la semejanza era cada vez mayor. El dibujante agregó unas grandes gafas de aviador, lo que acentuó el parecido. Christine se encogió de hombros.

– En realidad no lo vi bien. No podría asegurarlo.

Martínez me miró. Yo asentí.

– Es un comienzo -dijo el detective.

Wilson contempló el retrato robot por un momento antes de cerrar el puño y agitarlo ante los ojos inexpresivos que lo miraban desde el papel.

Bien entrada la noche, llevé una copia del retrato a la oficina. Nolan ya se había marchado, pero el redactor jefe nocturno estaba allí. Posó la vista en Christine por un instante, estudiándola y admirándola al mismo tiempo; luego tomó el bosquejo y se dirigió a la mesa de redacción. Quitaron una fotografía de la última edición y colocaron el retrato junto a la noticia con la leyenda: «¿HA VISTO USTED A ESTE HOMBRE?» En la redacción había un ejemplar de la edición anterior y vi en él mi nombre debajo de otro titular, pero los ojos se me nublaron al leer las palabras. Ya no eran mías.

Volvimos a casa en silencio. A esa hora, ya no había gente en las calles, excepto algunos de los marginados de Miami: personas sin ocupación fija, ancianos, jóvenes, algunos en autobuses, otros haciendo autostop, otros que simplemente vagaban por ahí. Muchos vivían bajo las vías de acceso a la autopista; construían chabolas con cajas de cartón y recogían objetos de la basura. Hombres mayores cubiertos de llagas deambulaban en silencio por la oscuridad, buscando, en general, su próximo trago y su próxima borrachera. Se relacionaban a menudo con los jóvenes, los fugitivos que iban hacia el sur por la Interestatal 95, la amplia carretera que llegaba hasta el centro de Miami, desde Maine.

Por las noches, los dos grupos salían a la calle. Nos paramos frente a un semáforo y vimos a un par de adolescentes que le tomaban el pelo a un anciano. Le habían quitado una gorra de béisbol de la cabeza y se la arrojaban el uno al otro; el viejo se retorcía y daba vueltas tratando de recuperarla.

– ¿Por qué hacen eso? -preguntó Christine.

No supe qué responderle. Mientras los observábamos, el viejo finalmente trastabilló y cayó al suelo. Se quedó tendido, jadeando por el esfuerzo y tal vez debido a un enfisema. Los dos jóvenes lo miraron por un momento y luego le tiraron la gorra. El viejo no intentó agarrarla y permaneció tumbado.

Vi que un automóvil se detenía y alguien bajaba una ventanilla. Los dos jóvenes se acercaron a él y, después de un cruce de palabras, uno de ellos se dirigió al otro lado y desapareció por la puerta abierta. El otro adolescente siguió con la mirada las luces que se alejaban y luego se alejó hasta perderse en su propia oscuridad. Nuestro semáforo se puso verde y aceleré para subir por la rampa de acceso a la autopista.

– ¿De qué iba eso? -preguntó Christine.

– Un ligue -respondí-. Un homosexual maduro conduciendo por la ciudad en busca de una pareja para la noche.

Christine emitió un gruñido de desagrado y luego nos quedamos callados.

En el aeropuerto, anunciaron su vuelo por megafonía. Christine me acarició la mejilla.

– Debes de estar cansado -dijo-. Siento mucho que las cosas tengan que ser así.

Me encogí de hombros.

– La verdad es que no hemos tenido mucho contacto últimamente -comentó.

Asentí.

– ¿Me llamarás? -pregunté.

– Claro.

– ¿Regresarás?

Vaciló.

– No lo sé.

Hubo un momento de silencio entre nosotros.

– ¿Y si él decide ir a por ti? -preguntó-. ¿No tienes miedo?

– Creo que no -respondí.

Christine frunció el ceño.

– No. Ése es el problema. Tú lo ves todo. Y sin embargo estás totalmente ciego a lo que sucede en realidad. -Los ojos se le humedecieron-. Lo siento mucho -dijo.

Se dio la vuelta, tomó su bolso, unas revistas y un ejemplar de los cuentos de Hemingway. Con firmeza y rapidez atravesó la puerta de embarque para subir al avión. Levanté la mano para despedirme con un gesto, pero cambié de idea y la bajé. De todos modos, ella no miró atrás.

Luego mis pensamientos se centraron de nuevo en el asesino.

Esa tarde, ante mi escritorio, saqué todas las notas que había escrito sobre el asesino. Las examiné, elaboré una lista de rasgos, pistas y todos los intentos de descubrir la identidad del hombre, y me quedé mirándola. Empezaba así:

Hijo único.

Niñez en Ohio. Adolescencia en la ciudad. Padre: vengativo, débil. Madre: seductora, fuerte.

Ejército.

Crueldad.

Había otras características, extraídas de la conversación más reciente. Debajo de todo, escribí: «¡No hay prórrogas!»

Entonces, uno tras otro, taché todos los renglones. Todos los artículos, todas las palabras y oraciones que habían llenado las columnas del periódico, no significaban nada. Ahora carecían de sentido y de sustancia. Bajé la vista y advertí que había trazado un gran signo de interrogación en la página. Sonreí. «Muy apropiado», dije en silencio, para que no me oyeran los demás periodistas. Después de todo lo que había ocurrido, de todo lo que se había dicho, en realidad yo no sabía nada. Fijé la mirada en el retrato robot y evoqué las conversaciones con el asesino. Recordé algo que él había dicho: estábamos solos él y yo. Ahora lo comprendía.

El dueño de la armería levantó la vista cuando entré. La tienda estaba vacía, salvo por un par de hombres que miraban las pistolas que estaban en exhibición en una vitrina cerrada. El dueño sonrió, y vi que estaba leyendo el Journal . Extendió la mano.

– ¿Sabe? Justamente estaba leyendo su último artículo. Tenía el presentimiento de que lo veríamos por aquí. Quiere estar preparado por si él vuelve a intentado, ¿verdad?

– Correcto -respondí.

Se frotó las manos.

– No vienen por aquí muchos jóvenes como usted -prosiguió-. Es decir, vienen muchos jóvenes, pero no son como usted: educados, con trabajos de oficina. No, en su mayoría, los clientes de su edad son obreros de la construcción, policías, algún bombero a quien le agrada practicar tiro cazando patos o tal vez ciervos en los Glades. Claro que desde que este asesino comenzó a hacer de las suyas en la ciudad vienen personas de todo tipo. Pero no como usted.

Como yo guardaba silencio, continuó:

– Creo que tiene algo que ver con la guerra, usted me entiende. No les apasionan las armas. Pistolas, rifles…, diablos, ni siquiera una buena honda. Claro que es sólo una teoría, una observación. Se aprende mucho de la vida en una tienda de armas.

»Bien. Esta vez no viene por un artículo, ¿verdad? No busca declaraciones, supongo. ¿Qué le interesa? ¿Qué le parece una Magnum 357? Creo que la última vez le mostré una de ésas, ¿no es así? ¿No? Bueno, eso debe de ser lo que usted necesita.

Negué con la cabeza.

– ¿Y una de éstas? -dijo, agarrando una automática de un estante-. Automática, nueve milímetros. Lleva un cargador de trece tiros, expulsa los cartuchos. Es un modelo con un funcionamiento particularmente suave. Nunca se traba; al menos, eso me han dicho.

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