John Katzenbach - Al calor del verano

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Una excelente y asombrosa obra de suspense psicológico. Un asesino que tiene aterrorizado Miami elige como interlocutor a un reportero de uno de los periódicos más importantes de la ciudad. Se establece entonces una relación casi enfermiza en la que el reportero intenta ganarse la confianza del asesino sin que éste se aperciba, a la vez que pretende desenmascararlo.

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– Diablos -farfulló el hombre-. No dice gran cosa.

– ¿Qué?

– Dice… déjeme ver… sólo esto: «Estoy aquí, esperándole.» Eso es todo. No hay firma ni nada más. Me parece bastante raro.

Me volví hacia Nolan. Tenía los ojos muy abiertos, clavados en los míos. Se echó atrás en su silla, con el rostro encendido de entusiasmo, y levantó una mano en señal de victoria.

– ¡Eso es! -exclamó-. ¡Maldición, es él!

El puño cerrado de Nolan se agitó en el aire.

Dejamos atrás la ciudad, envuelta en una bruma cálida, bajo el sol. Porter conducía; Nolan iba en el asiento trasero, mirando por la ventanilla con una media sonrisa. Yo observaba la carretera que se internaba en la maleza hacia el oeste mientras atravesábamos la enorme extensión pantanosa de los Everglades.

– ¿Sabéis? Él podría esconderse aquí durante meses si quisiera -dijo Porter-. Yo solía venir a pescar lubinas. Una vez me perdí. Había lagartos y serpientes en el agua. Pensé que iba a morir; no había nadie. Estaba tan solo que concebí la absurda idea de que no había civilización, de que estaba solo en el mundo. Los guardabosques me encontraron hacia la medianoche. No hacía frío, pero yo estaba tiritando. Si él ha estado por aquí, no me extraña que nadie lo haya encontrado.

– Nosotros tampoco lo hemos encontrado aún -dijo Nolan-. ¿Crees que planea emprenderla a tiros?

No respondí. Porter se encogió de hombros.

– Tal vez -dijo-. ¡Mirad!

Se inclinó y señaló por el parabrisas. Por encima de nosotros, un helicóptero policial surcaba el aire: el ruido de las hélices llenó el automóvil, haciéndonos estremecer. Porter aceleró.

Una hora después, salimos de la autopista y tomamos una carretera secundaria de dos carriles, llena de baches. Los gigantescos cipreses y palmeras se encorvaban sobre nosotros; avanzábamos entre colores abigarrados y sombras. Vi el azul del cielo arriba, entre los árboles; parecía perderse en una extensión de luz blanca. Divisé un halcón volando en lentos círculos a lo lejos. Flotaba en el aire, dejándose llevar por la brisa, girando como suspendido de un móvil invisible. Luego, justo antes de que lo perdiéramos de vista, el ave se elevó de pronto; plegó las alas contra su cuerpo y se lanzó en picado hacia abajo, hacia alguna presa que había avistado. Imaginé su grito asesino al bajar desde el cielo claro hacia las sombras.

Seguimos avanzando. Más adelante, vi un claro, algunas cabañas construidas al borde del pantano, con toscos carteles pintados a mano que anunciaban cerveza, carnada y botes de alquiler, Detrás de las cabañas había algunas barcas de pesca amarradas a la orilla y un par de lanchas inflables.

– ¡Debe de ser allí! -señaló Nolan.

Al otro lado, acercándose a gran velocidad ahora que Porter había pisado el acelerador de nuevo, centelleaban las luces azules familiares de los coches de policía. Otro helicóptero nos sobrevoló, y la presión de las aspas pareció aplastarnos contra el suelo. Yo me agaché en un acto reflejo.

– Joder -exclamó Porter por lo bajo-, tienen todo un ejército.

Fuera se arremolinaban equipos de operaciones especiales que habían descendido de dos enormes furgones azules. Muchos de ellos comprobaban que sus armas y municiones estuviesen a punto. A un lado vi el vehículo del forense. «Esperan que haya cadáveres», pensé. Se había colocado una barrera en el camino y detuvimos el coche al llegar a ella. Porter comenzó a cargar sus cámaras con rapidez. Nolan bajó de un salto y yo lo seguí. El calor se ciñó a mi cuerpo como un lazo corredizo.

Otro helicóptero pasó por encima, levantando nubes de polvo. Me cubrí la cara y vi a Martínez y a Wilson junto a los botes, hablando con un viejo curtido. El cartero, pensé.

Los dos detectives nos indicaron por señas que nos acercáramos. Martínez me entregó un trozo de papel. Vi las letras de imprenta iguales a las de cartas anteriores.

– ¿Te resulta familiar? -preguntó.

– Es él.

– No os mováis de aquí -nos advirtió el detective-. Esto se va a poner interesante.

Esperamos con el viejo en una de las cabañas. Un gastado acondicionador de aire refrescaba ligeramente el ambiente con un ruido lastimero. El hombre me contó que había descubierto hacía varios días que faltaba uno de sus botes; había salido a buscarlo pero no había tenido éxito. La barca había aparecido unos días después con la carta sobre el asiento, dentro de una bolsa de plástico.

– Lo más extraño de todo -dijo- es que estaba seguro de haber buscado en ese lugar. No lo entiendo, créanme.

«Ha vuelto a la selva -pensé-. La selva en la que antes tenía miedo de luchar.»

– ¿Puede sobrevivir mucho tiempo allí? -preguntó Nolan.

– Diablos, si se empeña… -respondió el hombre-. Pero no es nada agradable.

Esperé. En mi mente se agolparon imágenes de la guerra: barro, sol, sangre y muerte. «Eso es», pensé. Nolan dijo las mismas palabras en voz alta:

– Eso es lo que esperaba. Eso es.

Pasó una hora. Dos. Continuamos esperando. Los policías salían en equipos; oía crepitar sus radios mientras coordinaban sus posiciones con los helicópteros que daban vueltas en lo alto.

Otros treinta minutos.

– Diablos, nunca van a pescar a ese tipo.

La situación cambió de repente: oí que un policía gritaba a una unidad de operaciones especiales que estaba descansando: «¡Es él!» Los hombres se pusieron de pie de un salto y empuñaron sus armas. Porter maldecía.

– Joder, tengo que ir allí, tengo que conseguir una buena foto.

Nolan aferró mi brazo, pero no para detenerme sino para tranquilizarse.

Entonces, al igual que en el apartamento del asesino, el ambiente se relajó.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Nolan.

No hubo respuesta. Intenté preguntárselo a algunos de los policías, pero sacudieron la cabeza. Martínez y Wilson se habían marchado, y también el médico forense. Seguimos esperando al borde del pantano. Transcurrieron otros treinta minutos. El tiempo parecía estirarse como el cuero: correoso, no elástico.

Vi que un bote con dos agentes uniformados se dirigía a la orilla. Sus trajes especiales estaban ennegrecidos por el sudor y el lodo. Uno de ellos nos miró y condujo la pequeña fueraborda hacia nosotros.

– ¿Es usted Anderson? -gritó, desde cierta distancia. Asentí.

– Suba. Los detectives lo necesitan. El cadáver está a un kilómetro más o menos.

– ¿Cadáver? -preguntó Nolan.

El policía no respondió. Volvió a poner en marcha el motor. Los tres nos apiñamos al frente; los asientos de metal quemaban.

– No logro entenderlo -dijo el policía mientras hacía virar el bote-. No pudo haber llegado a nado desde donde dejó el bote hasta donde está ahora.

Maniobró para esquivar una masa de malezas y troncos. A mi derecha, una bandada de garcetas levantó el vuelo. Recordé la descripción que había hecho el asesino de su cuarta víctima, la mujer, cerca de los Glades. Nosotros estábamos internándonos mucho más, hacia un lugar mucho más oculto.

– Verá -prosiguió el policía-, no se puede nadar en medio de toda esta mierda. Te enredas en las malezas y te hundes. Las serpientes pueden matarte. Los caimanes… ¡Eh, miren allí!

Me di la vuelta y divisé un caimán de un metro ochenta de largo que reptaba entre las matas…

– ¿Les gustaría vérselas con ese bicho en la oscuridad? A mí no.

Porter tomaba fotografías.

Tras doblar una curva en el pequeño canal vi un promontorio que sobresalía del agua, un islote de barro y arbustos. Había algunos policías en la orilla, en el centro estaban Martínez y Wilson junto con el forense. No alcancé a distinguir lo que examinaban.

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