John Katzenbach - Al calor del verano

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Una excelente y asombrosa obra de suspense psicológico. Un asesino que tiene aterrorizado Miami elige como interlocutor a un reportero de uno de los periódicos más importantes de la ciudad. Se establece entonces una relación casi enfermiza en la que el reportero intenta ganarse la confianza del asesino sin que éste se aperciba, a la vez que pretende desenmascararlo.

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– ¡No! -exclamé.

Su risa parecía un eco en la línea.

– Anderson -dijo lentamente-, buena suerte.

– ¿Qué?

Pero él ya había colgado.

Se me hizo un nudo en la garganta. No sabía qué hacer. Apagué la grabadora y miré a Nolan. Pensé en los detectives. Imaginé el titular: PERIODISTA RECIBE LLAMADA DEL ASESINO. Pero ¿qué había dicho él? ¿Qué significaba? Nosotros dos. ¿Suerte? En el fondo noté que el pánico intentaba aflorar; luché por reprimido. No, él no vendría a buscarme. ¿y si lo hacía? Nosotros dos. Teníamos que estar los dos solos. Tragué saliva, saqué la cinta de la grabadora y la dejé en el primer cajón de mi escritorio.

– ¿Alguna novedad? -preguntó Nolan más tarde. Meneé la cabeza.

– Tiene que estar en alguna parte -dijo.

– Está allí fuera -respondí.

Esa noche, en el apartamento, me asfixiaba de calor. Me senté en la silla, palpando el arma. El teléfono sonó una vez. ¿Christine? Mi mano se extendió hacia el auricular y luego se detuvo. No podía estar seguro. A medianoche me adormecí. Un sonido de pasos en el exterior me arrancó de mi duermevela. Por un momento me esforcé por despabilarme del todo. El ruido se hizo más fuerte: una rozadura, pisadas. Ya estaba despierto, con los ojos fijos al frente.

Las pisadas se detuvieron ante la puerta de mi apartamento.

Es él, pensé.

Hubo un silencio. Ningún movimiento, ningún sonido.

Aspiré tratando de no hacer ruido y contuve el aliento.

Silencio absoluto.

Prepárate, pensé.

Levanté la automática a la altura de mis ojos. Apunté a la puerta. Agucé el oído.

Oí que una mano se cerraba sobre el picaporte de la puerta.

Disparé.

El estampido de la 45 me arrojó hacia atrás en la silla. Percibí el olor a pólvora y humo. Por un segundo me sentí como si me hubiesen derribado de un golpe; estaba atontado. Entonces el ruido cesó; ya no me zumbaban los oídos. Atravesé la habitación a grandes zancadas; clavé los ojos en el agujero negro que había en la puerta. Aferré el pomo y abrí la puerta rápidamente, agachándome al mismo tiempo, con la 45 lista para volver a disparar.

Nada.

Por un instante me sentí confundido. «¿Dónde? -pensé-. ¿Dónde está el cadáver? ¿Dónde está él?» Vi un agujero de bala en el revoque, frente a mi puerta.

– Pero si había alguien allí -dije en voz alta-. Lo he oído. Estaba allí.

Di media vuelta y bajé las escaleras corriendo, hacia la noche. La calle estaba desierta.

– ¡Sé que está ahí! -grité.

Detrás de mí, una voz dijo:

– ¿Dónde?

Di media vuelta y apunté con la 45. Pero no apreté el gatillo.

– ¡Por Dios, hombre! ¡Cuidado con lo que hace!

Era uno de los vecinos, en pijama, con un bate de béisbol en la mano. Me miraba fijamente. Se encendieron varias luces y otras voces llegaron a mis oídos.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó el hombre-. ¿Quién andaba por allí?

– Estoy bien -respondí.

Pero en el fondo no lo creía.

19

La carta llegó al día siguiente, el octavo desde la desaparición del asesino.

Estaba escrita en el mismo tipo de papel común y corriente, y el sobre no llevaba remite. Al agarrarlo, supe que contenía una sola hoja. Miré el matasellos: era de Miami, pero el resto estaba borroso. Mi nombre figuraba en grandes letras negras, trazadas con esmero. Esperé hasta regresar a mi escritorio para abrirlo. Nolan estaba hablando por teléfono, de espaldas a mí. Abrí el sobre con cuidado. La escritura de la carta era la misma.

ANDERSON:

He aquí una cita para usted.

A veces es tan razonable representar una clase de encarcelamiento con otra como simbolizar cualquier cosa que realmente existe con aquello que no existe.

Piénselo. Y he aquí un mensaje para usted.

No crea todo lo que ve.

¿Entiende? Y esto es lo más importante.

Estoy vivo.

No estaba firmada.

No sé por qué no le mostré la carta a Nolan ni a la policía. La dejé en el primer cajón de mi escritorio, junto con la última grabación, y lo cerré con llave. Sé que parece extraño; podría haber escrito un artículo sobre la carta y la cinta. Podría haber puesto de relieve la relación entre el asesino y yo; habría sido otro detalle, tal vez crucial, para los lectores, otra pincelada en el retrato pintado en el transcurso de ese verano. Me senté, pensando que había docenas de razones para mostrar la carta, para sacada a la luz. Pero no lo hice.

«Estoy vivo.»

¿Qué es lo que no debía creer?

La respuesta llegaría cinco días más tarde.

Yo había vuelto a escribir sobre el estado de la investigación policial: entre ocho y diez párrafos que informaban de que no había nada nuevo sobre lo que informar. Salí y volví a entrevistarme con el psiquiatra. Llamé a las familias de las víctimas, pero ninguna quiso hablar conmigo. Hice entrevistas en la calle. Las reacciones eran, en general, las mismas: la tensión de la espera unida al alivio de saber que el asesino tenía nombre, fotografía y pasado. Una mujer dijo: «Sólo es cuestión de tiempo. -Me sonrió-. Pero creo que se ha ido muy lejos. A California, probablemente.» No le pregunté por qué a ese estado en particular.

Comenzó a llegar información sobre el asesino. Su historial del ejército: nada excepcional. Su expediente académico en los colegios públicos de Illinois y Ohio. Nunca sobresalió; sus profesores no recordaban nada. Intenté hallar a alguien que lo conociera. No tuve éxito. Lo mismo ocurrió con los vecinos del edificio de apartamentos en que había vivido. Era un solitario, dijeron. Podría haber adivinado sus palabras. Pero incluso la falta de información era noticia: la gente que declaraba que no conocía al asesino era tan digna de citarse como alguien que sí lo conociera. A los jefes les gustó ese artículo. Lo publicaron en la parte inferior de la primera página.

Nolan recibió la llamada en su oficina.

Giró en su silla, levantó el brazo y me hizo señas para llamar mi atención y para que me reuniera con él.

Era septiembre; agosto ya se desvanecía. Hacía más calor, había más tormentas en el Caribe, azotando las islas. Aún faltaba más de un mes para el fin de la temporada de huracanes. Algunos de los empleados más antiguos de la redacción hablaban de las tormentas tardías que parecían tomarse su tiempo durante el opresivo verano y luego, cuando el tiempo daba muestras de cambiar, se formaban y se desplazaban sobre el mar. Sin embargo, el calor seguía imperando en la ciudad, agobiada bajo el aire sofocante.

Yo dormía poco. Desde la noche en que había oído la mano en mi puerta, me había acostumbrado a mantenerme despierto hasta la madrugada. Conservaba la pistola cerca de mí; no estaba seguro sobre lo que había oído esa noche. Martínez y Wilson habían sacudido la cabeza al mismo tiempo al ver la puerta destrozada.

– Hace calor -comentó Wilson-. Hace un calor bochornoso aquí, ¿verdad?

No comprendí adónde quería llegar.

Pulsé la tecla del teléfono correspondiente a la extensión de Nolan y levanté el auricular. Nolan gesticulaba frenéticamente: quería que hablara yo.

– ¿Sí? -dije.

– ¿Es usted Anderson? ¿El periodista?

El acento delataba el origen sureño del hombre.

– Así es.

– Tengo una carta para usted -dijo-. La he encontrado esta mañana en una de mis barcas. Sobre el asiento, muy a la vista. Diablos, hacía casi tres días que buscaba ese maldito bote. Al final lo he encontrado y ahí estaba esta maldita carta. ¿Quiere que la abra?

– Sí.

Miré a Nolan y me encogí de hombros. Él estaba inclinado sobre el escritorio, pendiente de las palabras del hombre.

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