John Katzenbach - Juicio Final

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John Katzenbach, maestro del suspenso psicológico, nos enfrenta de nuevo a una trama tan hipnótica como las de El psicoanalista y La historia del loco.
Matthew Cowart, un famoso y ya establecido periodista de Miami, recibe la carta de un hombre condenado a muerte que asegura ser inocente.
Pese a su escepticismo inicial, Cowart empieza a investigar el caso, comprende que el acusado no cometió los delitos que se le imputan y pone al descubierto mediante sus artículos una información que permite al convicto Robert Earl Fergurson salir en libertad.
Cowart obtiene entonces un premio Pulitzer por su tarea periodística. Sin embargo, y para su horror, el escritor se percata de que ha puesto en marcha una tremenda máquina de matar y que ahora le toca a él intentar, en una carrera contra el reloj, que se haga justicia fuera de los tribunales.

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– No -repitió en voz más alta-. No, señora. Pienso ver qué hay ahí, aunque me cueste la vida. Estoy harto de que me mientan. Harto de que me utilicen. Harto de sentirme como un imbécil. ¿Se ha enterado, vejestorio? ¡Estoy harto!

Cada vez que repetía la palabra daba un paso hacia ella, acortando la distancia entre ambos.

– ¡Alto ahí! -bramó la anciana.

– ¿Va a matarme? -gritó él-. Eso sí que arreglaría las cosas. Dispararme delante de estos dos detectives. Vamos, maldita sea, ¡vamos!

– ¡Lo haré! -gritó ella.

– ¡Pues adelante! -replicó él.

Cowart había dado rienda suelta a su cólera. Sus ilusiones acerca de la inocencia de Ferguson se habían visto defraudadas y ahora las emociones lo embargaban.

– ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Máteme a sangre fría, igual que su nieto mató a aquella niña! ¡Vamos! ¿Hará conmigo lo que él hizo con ella? ¿También es usted una asesina? ¿Lo aprendió de usted? ¿Fue usted la que le enseñó a descuartizar a una chiquilla indefensa?

– ¡Él no hizo nada!

– ¡Y un cuerno!

– ¡Atrás!

– ¿Y si no, qué? Quizá se limitó a enseñarle a mentir, ¿es eso?

– ¡Aléjese de mí!

– ¿Es eso? ¡Maldición! ¿Es eso?

– Él no hizo nada. ¡Y ahora retroceda o le vuelo la cabeza!

– Sí que lo hizo. Y usted lo sabe, maldita sea, ¡lo hizo, lo hizo, lo hizo!

La escopeta se disparó.

La detonación hendió el aire por encima de la cabeza de Cowart, que sintió una quemazón y cayó aturdido al suelo. Se oyó cómo un pájaro levantaba el vuelo detrás de la caseta; los dos detectives gritaron al tiempo que desenfundaban sus armas:

– ¡Quieta, señora! ¡Suelte la escopeta!

El cielo daba vueltas encima de Cowart y todo olía a cordita. Oía un ruido como de golpetazos por debajo del pitido del disparo, lo que lo confundió hasta que comprendió que era el eco de su propio corazón en sus oídos.

Se incorporó y se palpó la cabeza, luego se miró la mano, empapada en sudor y no en sangre. Levantó la vista hacia la anciana. Los dos detectives seguían voceando órdenes que parecían perderse en el calor y el sol.

La anciana lo miró y le espetó con voz estridente:

– Se lo he advertido, señor periodista, se lo he advertido, le escupiría a la cara al mismísimo Satanás si con ello pudiera ayudar a mi nieto.

Cowart le sostuvo la mirada.

– ¿No le he matado? -preguntó ella.

– Pues no -respondió él, aún confundido.

– No puedo hacerlo -dijo amargamente la anciana-. Quería volarle la cabeza y no he podido. Maldición. -Bajó el cañón hacia el suelo-. Sólo tenía un cartucho -suspiró. Miró a los dos detectives, que se estaban aproximando a ella apuntándola con sus armas, listos para disparar. Clavó los ojos en Brown-. Debería habérmelo reservado para ti -dijo.

– Suelte el arma.

– ¿Y ahora vas a matarme, Tanny Brown?

– ¡Suelte el arma!

La anciana emitió una carcajada sardónica. Muy despacio, dejó apoyada la escopeta contra la puerta de la letrina. Luego se irguió, cruzó los brazos y lo miró a la cara.

– ¿Y ahora vas a matarme? -preguntó de nuevo.

Wilcox se agachó junto al periodista.

– ¿Está herido, Cowart?

– No, estoy bien.

El detective lo ayudó a ponerse en pie.

– Joder, ha estado muy cerca. Le ha ido por los pelos.

Cowart sintió una repentina euforia.

– Madre mía -dijo, y rompió a reír.

Wilcox le preguntó a Brown:

– ¿Quieres que la espose y le lea sus derechos?

El teniente negó con la cabeza, avanzó y recogió la escopeta. La abrió para revisar la doble cámara. Retiró el casquillo y se lo lanzó a Cowart.

– Esto de recuerdo. -Luego volvió a encarar a la abuela de Ferguson-. ¿Tiene más armas?

Ella negó con la cabeza.

– ¿Y ahora piensa hablar, vieja?

Sacudió la cabeza una vez más y escupió al suelo, aún desafiante.

– Muy bien, entonces quédese mirando. ¿Bruce?

– ¿Sí, jefe?

– Busca una pala en el trastero.

El teniente enfundó su pistola y le devolvió la escopeta descargada a la anciana, que la tomó con una mueca. Luego se acercó a la letrina y, al tiempo que hacía un gesto a Cowart, dijo:

– Aquí. -Y le tendió un trozo de hierro para que hiciera palanca-. Parece que le toca empezar a usted.

Los viejos maderos crujieron ante las acometidas de la palanca primero; después atacó Wilcox con la pala por el lateral del cubículo. Cuando por fin arrancaron la letrina, quedó al descubierto un fétido agujero abierto en la tierra. Había sido saneado con cal; unos regueros blancos atravesaban el oscuro rastro de desechos.

– Ahí dentro, en alguna parte -dijo Cowart.

– Espero que estéis vacunados -murmuró Wilcox-. ¿Tenéis cortes o heridas abiertas? Hay que andarse con ojo. -Y empuñó la pala-. Fue a mí a quien jodieron el registro hace tres años. Me toca -murmuró con voz grave. Se quitó el abrigo y sacó un pañuelo de uno de los bolsillos. Se lo anudó cubriéndose la nariz y la boca-. Maldita sea -dijo con voz amortiguada por la improvisada mascarilla-. Esto no es un registro legal y tú lo sabes -le recordó a Brown, que asintió-. Maldita sea -repitió Wilcox.

Acto seguido se metió entre el lodo y los excrementos.

Rezongó y masculló una retahíla de improperios, y procedió a excavar las varias capas de inmundicia.

– Mantened los ojos fijos en la pala -dijo entre bufidos-. No quiero que se me pase nada por alto.

Brown y Cowart no contestaron, simplemente se quedaron observando los progresos de Wilcox. El siguió dando paladas con cuidado pero a buen ritmo, abriéndose paso poco a poco entre los desechos.

Resbaló, y aunque encontró asidero antes de caer al pozo, sus brazos y manos quedaron cubiertos de excrementos. Wilcox se limitó a prorrumpir en blasfemias y siguió dando paladas.

Transcurrieron cinco minutos, luego diez. El detective seguía cavando, deteniéndose solamente para toser por culpa del hedor.

Tras otra media docena de paladas murmuró:

– Debió esconderlo hace un par de años, porque ¿cuánta mierda es capaz de producir esta señora al cabo del año? -Y rió sin ganas.

– ¡Ahí! -exclamó Cowart.

– ¿Dónde? -preguntó Wilcox.

– ¡Justo ahí! -dijo Brown señalando con el dedo-. ¿Qué es eso?

La pala había dejado al descubierto el borde de un objeto sólido.

Wilcox hizo una mueca y se agachó con cuidado para tirar de él. Al extraerlo sonó como una ventosa. Era un objeto rectangular hecho de algún material sintético y resistente.

Brown se puso en cuclillas para verlo, lo cogió por las esquinas y lo levantó.

– ¿Sabes qué es esto, Bruce?

– Claro -asintió el detective.

– ¿Qué es?-preguntó Cowart.

– Un retazo de alfombrilla de coche. ¿Te acuerdas del coche de Ferguson, de que faltaba un trozo de alfombrilla en el asiento del pasajero? Pues aquí está.

– ¿Ves algo más?-preguntó Brown.

Wilcox se giró y hurgó con la pala en el mismo lugar.

– No -contestó-. Espera… Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí?

Extrajo de la inmundicia lo que parecía un amasijo de residuos sólidos y se lo alargó a Brown.

– Aquí está.

El teniente se volvió hacia Cowart.

– Mire -dijo.

Cowart observó fijamente y por fin entendió.

Era un fardo formado por unos vaqueros, una camiseta, unas zapatillas y unos calcetines atados con un cordón. Tanto tiempo bajo los desechos y la cal había reducido las prendas a andrajos, pero todavía eran reconocibles.

– Que me aspen si en alguna parte no quedan restos de sangre -dijo Wilcox.

– ¿No hay nada más? -preguntó Brown.

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