John Katzenbach - Juicio Final

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John Katzenbach, maestro del suspenso psicológico, nos enfrenta de nuevo a una trama tan hipnótica como las de El psicoanalista y La historia del loco.
Matthew Cowart, un famoso y ya establecido periodista de Miami, recibe la carta de un hombre condenado a muerte que asegura ser inocente.
Pese a su escepticismo inicial, Cowart empieza a investigar el caso, comprende que el acusado no cometió los delitos que se le imputan y pone al descubierto mediante sus artículos una información que permite al convicto Robert Earl Fergurson salir en libertad.
Cowart obtiene entonces un premio Pulitzer por su tarea periodística. Sin embargo, y para su horror, el escritor se percata de que ha puesto en marcha una tremenda máquina de matar y que ahora le toca a él intentar, en una carrera contra el reloj, que se haga justicia fuera de los tribunales.

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El detective hurgó un poco más con la pala.

– Diría que no.

– Entonces sal de ahí.

– Será un placer.

Los tres hombres volvieron al patio sin mediar palabra. Dispusieron los objetos cuidadosamente a la luz del sol.

– ¿Podrán analizarse? -preguntó Cowart transcurridos unos instantes.

Brown se encogió de hombros.

– Diría que sí. -Estudiaba los objetos minuciosamente-. Pero no creo que sea necesario.

– Cierto -admitió Cowart.

Wilcox trataba de limpiarse lo mejor posible. De pronto se detuvo y dijo a su compañero:

– Tanny… Lo siento, tío. Tendría que haber sido más meticuloso. Debí habérmelo imaginado.

Brown sacudió la cabeza.

– Ahora sabes más de lo que sabías entonces. No pasa nada. Y yo debería haber repasado el informe del registro. -Seguía inspeccionando los objetos-. Maldita sea -dijo por fin y miró a Cowart-. Pero ahora ya lo sabemos todo.

El periodista asintió.

Los tres hombres recogieron las prendas y el trozo de alfombrilla y miraron la cabaña. La anciana estaba apostada en la desvencijada balaustrada del porche, mirándolos con aspecto abatido. Cowart se fijó en que le temblaban las manos.

– ¡Eso no demuestra nada! -exclamó ella, buscando otra vez la confrontación. Levantó un brazo y apretó el puño-. ¡Las cosas viejas se tiran! ¡Eso no demuestra nada!

Los hombres hicieron caso omiso de la anciana, que no obstante no dejó de gritarles; sus palabras atravesaban el patio y ascendían hacia el cielo azul pálido.

– ¡Eso no demuestra nada! ¿Es que no me oyes? ¡Maldita sea tu estampa, Tanny Brown! ¡Eso no demuestra nada!

20

TRAMPAS

El teniente Brown condujo el coche sin rumbo definido por las calles donde se había criado. Cowart iba a su lado, esperando a que dijera alguna cosa. A Wilcox lo habían dejado en el laboratorio criminalístico con los objetos encontrados en la letrina. El periodista había dado por sentado que no tardarían en regresar a las dependencias policiales para planear el paso siguiente, pero en cambio se encontró circulando lentamente por las calles de la ciudad.

– ¿Y bien? -preguntó por fin-. ¿Ahora qué?

– Ya lo ve -dijo Brown-, no es gran cosa como ciudad. Siempre ha estado a la sombra de Pensacola y Mobile. Pero yo no conocía ni deseaba otra cosa. Incluso cuando hice el servicio militar o cuando me trasladé a estudiar a Tallahassee, sabía que lo que quería era volver aquí. ¿Y usted, Cowart? ¿Cuál es su hogar?

Cowart pensó en la pequeña casa de ladrillo en que se había criado. Quedaba algo alejada de la calle y en el patio delantero había un gran roble. En el porche había un columpio medio resquebrajado que nunca utilizaban y que se había oxidado con el paso de los años. Sin embargo, casi de inmediato la imagen de la casa se difuminó y ante él apareció el periódico de su padre, veinte años atrás, visto a través de sus ojos infantiles, antes de la existencia de los ordenadores y la maquetación electrónica. Era como si su conocimiento del mundo hubiera pasado por el tamiz de aquellas desvencijadas mesas de acero gris, la tenue luz de los fluorescentes, la cacofonía de los teléfonos sonando continuamente, las tumultuosas voces de la sala de reuniones, el pitido de los tubos de vapor que unían la redacción con la sala de tipógrafos, el repiqueteo de los dedos en aquellas antiguas máquinas de escribir que plasmaban el resumen de los acontecimientos del día. Había crecido sin desear otra cosa que marcharse, pero interpretando esa partida como un regreso a lo mismo, aunque en grande y mejor. Por fin, Miami. Uno de los mejores periódicos del país. Una vida definida en palabras. «Tal vez una muerte definida en palabras también», pensó.

– No tengo hogar -contestó-, sólo mi trabajo.

– ¿No son lo mismo?

– Supongo. Cuesta distinguir.

El teniente asintió.

– ¿Y ahora qué vamos a hacer? -preguntó de nuevo Cowart.

Brown no tenía una respuesta clara.

– Bueno -dijo-, ya sabemos quién mató en verdad a Joanie Shriver. -Y pensó: «Lo sabía, siempre lo supe.» Sin embargo, tampoco pudo dejar de pensar que ahora las cosas habían cambiado.

– Es intocable, ¿verdad? -preguntó Cowart.

– Por los tribunales no lograremos nada. Confesión bajo tortura, registro ilegal. Por ahí, nada.

– Y yo tampoco puedo tocarlo -añadió Cowart con amargura.

– ¿Por qué? ¿Qué pasaría si escribiera un artículo?

– No quiera saberlo.

De improviso, Brown acercó el coche a la acera y frenó. Se volvió hacia el periodista.

– ¿Qué pasaría? -repitió la pregunta con aspereza-. ¡Dígamelo, joder! ¿Qué pasaría?

Cowart meneó la cabeza.

– Le diré lo que pasaría: si escribo un artículo se nos echarán a la yugular. ¿Cree que la prensa ya se cebó con usted? Pues no tiene ni idea de lo que son capaces cuando detectan sangre en el agua. Todos querrán su parte del pastel. En su vida habrá visto tanto micrófono, tanto bloc de notas ni tanta cámara. Un policía y un periodista imbéciles arruinan sus carreras al dejar libre a un asesino. No habrá periódico o noticiario que no mate por la noticia.

– ¿Y qué pasaría con Ferguson?

Cowart arrugó el entrecejo.

– Para él sería más fácil. Se limitaría a negarlo. Sonreiría a la cámara y diría: «No, señor. Yo no hice nada. Habrán manipulado las pruebas.» Dirá que se la hemos jugado, que todo ha sido una trampa tendida por un poli resentido. Dirá que usted ha manipulado unas pruebas encontradas en otro lugar, en algún lugar donde Sullivan me hubiese recomendado buscar, como pasó con el cuchillo. Usted me habría convencido para hacerlo, o me habría engañado, da lo mismo, y yo me dedicaría a cubrirle las espaldas. Y mucha gente se lo creería. Ya le sacó una confesión a golpes, ¿qué tal si cambiamos de estrategia? -Brown fue a abrir la boca, pero Cowart no había terminado-. Imaginemos que nos demanda por difamación. ¿Se acuerda de Visi ó n fatal ? El tipo interpuso una demanda sin ningún fundamento y al momento todo el mundo pareció olvidarse de que había sido condenado por asesinar a su mujer y sus hijos y se puso a examinar con lupa lo que Joe McGinniss había o no había dicho. ¿Cree que alguien se va morder la lengua? ¿Que se van a cortar? ¿Qué dirá cuando Barbara Walters o ese bastardo de Mike Wallace le aborden en su mesa con las cámaras grabando y los focos haciéndole sudar y le pregunten: «O sea que fue usted quien permitió que le dieran una paliza al señor Ferguson, ¿no? ¿Sabía que eso viola la ley? ¿Ignoraba que si eso se descubría Ferguson quedaría en libertad?» ¿Qué beneficio sacará de hacer declaraciones? ¿Cómo va a responder a esas preguntas, teniente? ¿Cómo logrará demostrar que no fue usted quien depositó esas pruebas en casa de Ferguson? Dígame, porque de verdad me gustaría saberlo.

Brown le lanzó una mirada hostil.

– ¿Y qué pasaría con usted?

– Oh, conmigo se cebarían igual. Este país está habituado a los asesinos, son una especie conocida. Pero ¿el fracaso? Ah, el fracaso siempre es un hueso jugoso. Los errores y las meteduras de pata no van con el espíritu americano. Toleramos el asesinato, pero no la derrota. Ya lo estoy viendo: «Señor Cowart, ganó usted el Pulitzer por decir que este hombre era inocente. ¿Qué espera ganar diciendo que no lo es?» Y peor aún: «¿Culpable? ¿Inocente? ¿En qué quedamos, señor Cowart? O lo uno o lo otro. ¿Por qué no lo dijo antes? ¿A qué esperaba? ¿Qué trataba de encubrir? ¿Qué otros errores ha cometido? ¿Es consciente de la diferencia entre una verdad y una mentira, señor Cowart?» -Cogió aliento-. Tiene que entender una cosa, teniente.

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