John Katzenbach - Juicio Final

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John Katzenbach, maestro del suspenso psicológico, nos enfrenta de nuevo a una trama tan hipnótica como las de El psicoanalista y La historia del loco.
Matthew Cowart, un famoso y ya establecido periodista de Miami, recibe la carta de un hombre condenado a muerte que asegura ser inocente.
Pese a su escepticismo inicial, Cowart empieza a investigar el caso, comprende que el acusado no cometió los delitos que se le imputan y pone al descubierto mediante sus artículos una información que permite al convicto Robert Earl Fergurson salir en libertad.
Cowart obtiene entonces un premio Pulitzer por su tarea periodística. Sin embargo, y para su horror, el escritor se percata de que ha puesto en marcha una tremenda máquina de matar y que ahora le toca a él intentar, en una carrera contra el reloj, que se haga justicia fuera de los tribunales.

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– ¿Hay algo que no haya visto? -le preguntó Wilcox.

Cowart negó con la cabeza.

– Tanny, estamos perdiendo el tiempo.

Cowart levantó la vista de las cuartillas y advirtió que el teniente miraba fijamente a la anciana. Ella aguardaba bajo el porche y le sostenía la mirada; sus ojos parecían no poder separarse.

– ¿Tanny? -preguntó Wilcox.

El teniente no respondió.

Cowart observó al detective y la anciana escrutarse mutuamente. Advirtió el sudor bajo su camisa y la humedad que le pegaba el pelo a la frente.

Brown habló al cabo de un momento, sin apartar los ojos de la anciana.

– Vuelva a mirar -dijo-. Creo que estamos pasando por alto algo elemental.

– La hostia, Tanny… -empezó Wilcox, pero el teniente lo cortó.

– Mírela. Ella sabe algo y sabe que no sabemos qué coño es. Siga buscando, maldita sea.

Wilcox se encogió de hombros y murmuró algo. Cowart volvió a hojear las cuartillas procurando analizarlas con la misma minuciosidad con que Wilcox había analizado la casa tiempo atrás. Repasó el inventario habitación por habitación, leyéndolo en voz alta para Wilcox.

– «Primera habitación: huellas dactilares, inspeccionados todos los objetos, ninguno incautado, tablas de suelo levantadas, paredes palpadas, detector de metales; habitación de la abuela: registrada en busca de objetos ocultos, no se encontró nada; despensa: incautados objetos cortantes, trapos de limpieza, toalla, tablas del suelo levantadas; habitación de Ferguson: incautadas prendas de vestir, paredes y suelo examinados, registrada en busca de restos de pelo; cocina: cubiertos inspeccionados e incautados, examinadas las cenizas del horno y remitidas al laboratorio, sótano de ventilación inspeccionado…» Parece hecho a conciencia…

– Joder, estuvimos de sol a sol en esa casa, revisamos hasta el último clavo -contestó Wilcox.

Brown no dejaba de mirar a la anciana.

– Yo diría que todo está como estaba -dijo Cowart-. Sólo que al parecer ha convertido la despensa en un cuarto de baño. ¿Era el cuartito que hay entre su dormitorio y el de Ferguson?

– Sí. Aunque a decir verdad tenía más de armario que de despensa -contestó Wilcox.

Cowart asintió.

– Pues ahora hay un retrete y un lavamanos.

– Me han dicho que los instaló Ferguson. Lo pagó con parte del dinero de un productor de Hollywood que se ha interesado por su historia. Incluso hasta aquí llega el progreso.

En ese momento, el sol pareció redoblar su intensidad, y el repentino estallido de calor absorbió todo el aire del patio.

– Y antes ¿dónde…?

– En la letrina exterior, en la parte de atrás.

– ¿Y?

– ¿Y qué?

– Que no está en la lista -dijo Cowart, y notó una súbita palpitación en las sienes.

Brown dio la espalda a la señora Ferguson y clavó los ojos en su compañero.

– La registraste, ¿verdad?

Wilcox asintió con escasa convicción.

– Eh… sí. Bueno, la orden era para la casa, así que no sabía muy bien si podía hacerlo. Pero uno de los analistas entró, eso sí lo recuerdo. Pero nada.

Brown lanzó una mirada severa a su compañero.

– Vamos, Tanny. Ahí no había más que caca y meados. El analista entró, vomitó y salió. Está en el informe. -Señaló una frase en mitad de las cuartillas-. Mira -dijo titubeando.

Cowart se apartó de repente del coche. Recordó las palabras de Blair Sullivan: «… ojos hasta en el culo.»

– ¡Maldita sea! -exclamó, y se volvió hacia Brown-: Sullivan dijo que me anduviera…

El teniente frunció el ceño.

– Me acuerdo de lo que dijo.

Cowart echó a andar hacia la parte trasera de la cabaña. Oyó la voz de la abuela de Ferguson que lo interpelaba, clavándose en sus oídos como una flecha:

– ¿Adónde va, joven?

– Ahí atrás -replicó Cowart secamente.

– ¡Ahí no hay nada que le importe! -chilló ella-. No puede ir ahí.

– Quiero ver qué hay, maldita sea, quiero verlo.

Brown le seguía a buen paso con la palanca del maletero en la mano. Doblaron la esquina de la casa dejando atrás los rezongos de la anciana al sol abrasador. La letrina, de madera grisácea, estaba en una esquina del terreno. Cowart se acercó. La puerta tenía tupidas telarañas. Cogió la manija y tiró con fuerza; la puerta se abrió a duras penas, chirriando, y se atascó cuando ya estaba medio abierta.

– Cuidado con las serpientes -advirtió Brown aferrando el borde de la puerta y tirando con fuerza. Con un último jalón que hizo temblar la caseta entera, la puerta quedó abierta de par en par.

»¡Bruce! ¡Trae la puta linterna! -gritó Brown.

Agarró la palanca por un extremo y apartó unas telarañas. Un leve crujido hizo retroceder a Cowart al tiempo que una pequeña alimaña huía de la luz del sol que penetraba raudamente.

Los dos hombres quedaron hombro contra hombro mirando la letrina de madera, tallada sobre una tabla pulida por el uso. El hedor era denso y penetrante, un olor que más hacía pensar en la muerte y los años que en el deterioro.

– Ahí debajo -dijo Cowart.

Brown asintió con la cabeza.

– Ahí debajo.

Wilcox, casi sin aliento por las prisas, llegó a su lado y le entregó la linterna a su jefe.

– Bruce -dijo Brown en voz baja-, ¿el chico que examinó esto levantó la letrina? ¿Se metió aquí dentro?

Wilcox sacudió la cabeza.

– Estaba clavada. Recuerdo que eran clavos viejos porque me hizo venir a revisarlo. No había nada que indicase que alguna tabla hubiese sido retirada o sustituida, ni martillazos, ni rayaduras, nada…

– Nada visible a simple vista -dijo Brown.

– Eso es. No hubo nada que nos llamara la atención. -Sus ojos brillaban de disgusto.

– Pero sin embargo… -añadió Brown.

– Ya -asintió Wilcox-. Pero ya te he dicho que el pobre analista entró, miró un poco con la linterna y vomitó. Yo asomé la cabeza conteniendo la respiración, eché un vistazo rápido y me marché. Es decir, nadie pudo comprobar si había algo metido en el agujero…

– Si quisieras esconder algo deprisa pero quisieras asegurarte de meterlo en el último sitio en que alguien husmearía… -La voz de Brown sonaba entre formal e irritada.

– ¿Y por qué no enterrarlo en el bosque?

– No habría sido tan difícil de encontrar, y menos con los malditos sabuesos. No es tan seguro. Lo que sí es seguro es que nadie va a meter las narices en un agujero lleno de mierda si no es absolutamente imprescindible.

Wilcox asintió.

– Tienes razón, joder. ¿Crees que…?

De pronto oyeron un inesperado grito a sus espaldas.

– ¡Fuera de ahí!

Los tres hombres se volvieron para ver a la anciana encorvada sobre una escopeta de cañones recortados que apoyaba en la cadera.

– ¡Como no os larguéis de ahí, os mando de cabeza al infierno! ¡Fuera!

Cowart se quedó paralizado, pero los dos detectives empezaron a apartarse al punto, uno hacia la derecha, el otro hacia la izquierda, para no ofrecer un blanco compacto.

– Señora Ferguson -empezó Brown.

– ¡Calla! -chilló apuntándole con la escopeta.

– Por favor, señora Ferguson… -dijo Wilcox con calma, levantando las manos en un gesto más de súplica que de rendición.

– ¡Tú también! -gritó la anciana, dirigiendo la escopeta hacia él-. Y dejad de moveros.

Cowart advirtió que ambos intercambiaban una rápida mirada pero no supo qué significaba.

La anciana se dirigió a él:

– Le dije que no se acercara.

Cowart levantó las manos pero negó con la cabeza.

– No.

– ¿Qué quiere decir no? Hijo, ¿es que no ve este cañón? Pienso dispararlo.

Cowart notó que la sangre se le subía a la cabeza. Vio la furia que enmascaraba el miedo en los ojos de la anciana y entonces supo que ella lo sabía todo. «Está ahí -pensó-. Sea lo que sea, está en la letrina.» Fue como si el agotamiento y la frustración de los últimos días se esfumaran en un segundo, sustituidas por la indignación. Sacudió la cabeza.

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