– Ya casi llegamos -anunció Wilcox.
Las palabras de su compañero interrumpieron las cavilaciones del teniente. Tras regresar a Pachoula, no había tardado en verse inmerso en la rutina. A una de sus hijas no le habían dado el papel protagonista en la obra del colegio; la otra había descubierto que a todas sus amigas las dejaban volver a casa una hora más tarde que a ella. Se trataba de problemas considerables, asuntos que requerían solución inmediata. Había ciertas tareas que su padre no estaba dispuesto a asumir; implantar las reglas era una de ellas. «Es tu casa. Yo aquí estoy sólo de visita», decía el anciano. No obstante, había escuchado con buen humor las protestas de la pequeña por no haber conseguido el papel. Brown se preguntaba si la sordera del viejo no sería una ventaja en ciertas ocasiones.
Les había mentido acerca de dónde había estado; también acerca de qué estaba investigando. Y habría mentido a cualquiera que le hubiera preguntado por qué estaba asustado. Había sido un alivio ver que sus hijas vivían abstraídas en sus propias vidas, de aquella manera obsesiva e inimitable que sólo se da en los niños. Las había mirado a ambas, escuchando a medias sus quejas, y en ellas había visto la cara de Dawn Perry, cuya fotografía guardaba en el bolsillo de la chaqueta. ¿Por qué iban a ser distintas?, se preguntaba.
Se mortificaba: «No puedes ser policía si te permites ver en los casos algo más que números de archivo.» Se había obligado a aferrarse a las certezas, a lo que podía presentar ante un tribunal. No dejaba de luchar contra sus instintos porque, según éstos, había algo ahí fuera mucho más temible de lo que jamás hubiera imaginado.
– Vamos allá -dijo Wilcox.
Se aproximaron a la casucha mientras los guijarros repicaban contra los bajos del coche, hasta que Wilcox frenó. Miró hacia la deteriorada cabaña antes de decir:
– Muy bien, Cowart, ahora veremos cómo se las arregla para entrar. -Se volvió y se quedó mirándolo.
– Basta ya, Bruce -gruñó Brown.
Cowart, en lugar de contestar, bajó del coche y cruzó a paso ligero el polvoriento patio delantero. Miró por encima del hombro y vio que los dos detectives lo contemplaban apoyados uno a cada lado del vehículo. Subió los escalones del porche y llamó:
– ¡Hola, señora Ferguson!
Se hizo visera con la mano y pasó de la reluciente luz del patio delantero a la sombra del porche. Discurrió la manera de entrar pero no se le ocurrió nada.
– ¿Señora Ferguson? Soy Matthew Cowart. Del Journal.
No hubo respuesta.
Golpeó enérgicamente el marco de la puerta, sintiéndolo temblar bajo los nudillos. La cal se estaba desconchando de las tablas.
– ¿Señora Ferguson? ¿Señora?
Oyó un chirrido procedente del oscuro interior. Pasó un momento antes de que una voz incorpórea le llegase flotando. No había perdido ni su temperamento ni su duro tono de voz.
– Sé quién es usted. ¿Y ahora qué quiere?
– Necesito hablar otra vez con usted sobre Bobby Earl.
– Pero si ya hablamos largo y tendido, señor periodista. Si apenas me quedan palabras. ¿Es que no oyó ya bastante?
– No. Aún no. ¿Puedo pasar?
– ¿No puede hacer sus preguntas desde ahí?
– Señora Ferguson, por favor. Es importante.
– ¿Importante para quién, señor periodista?
– Para mí. Y para su nieto.
– No me lo creo.
De nuevo el silencio. Los ojos de Cowart se fueron acostumbrando a la oscuridad y empezó a distinguir formas a través de la puerta: una vieja mesa con un florero encima, una escopeta de cañones recortados y un bastón en una esquina. Al poco, oyó aproximarse unos pasos y por fin la menuda anciana apareció ante su vista; su piel se confundía con la penumbra de la casa, pero su pelo canoso reflejaba la luz y brillaba. Se movía cansinamente y haciendo muecas, como si la artritis de las caderas y la espalda le hubiera penetrado también en el corazón.
– Ya he hablado con usted más de lo debido. ¿Qué más quiere saber?
– La verdad.
La mueca de la anciana se convirtió en una carcajada.
– ¿Cree usted que va a encontrar alguna verdad por aquí, blanco? ¿Cree que guardo la verdad en un tarrito aquí junto a la puerta? ¿Que la saco cuando me hace falta?
– Más o menos -contestó él.
La anciana rió con descaro. Sus ojos se apartaron de él y se dirigieron al patio. Fijó la mirada en los policías, una mirada dura; luego, tras una pausa, se dirigió de nuevo a Cowart.
– Esta vez no ha venido solo.
Él negó con la cabeza.
– ¿Es que ahora está de su parte, señor periodista blanco?
– No -mintió sin vacilar.
– ¿Entonces de parte de quién?
– De nadie.
– La última vez que vino estaba de parte de mi nieto. ¿Es que han cambiado las cosas?
Cowart buscó las palabras adecuadas.
– Señora Ferguson, cuando estuve en la prisión hablando con Sullivan, me contó una historia. Una historia plagada de crímenes, mentiras, medias verdades y medias mentiras. Pero una de las cosas que dijo era que si volvía aquí y buscaba, encontraría una prueba.
– ¿Una prueba de qué?
– De que Bobby Earl cometió un crimen.
– ¿Y cómo iba a saberlo ese Sullivan?
– Dijo que se lo había dicho el propio Bobby Earl.
La anciana sacudió la cabeza y soltó una risa seca y crispada que pareció un latigazo.
– ¿Por qué iba a dejar que usted revolviera mi casa en busca de algo que sólo le iba a traer perjuicios a mi chico? ¿Por qué no lo dejan en paz? ¿Por qué no dejan que salga adelante? Se acabó, punto final. El muerto al hoyo y el vivo…
– Las cosas no funcionan así, y usted lo sabe.
– Yo sólo sé que usted ha venido a complicarle otra vez la vida a mi chico. Y eso es lo último que él necesita.
Cowart respiró hondo.
– Le diré lo que vamos a hacer, señora Ferguson. Usted me deja entrar, yo echo un vistazo, no encuentro nada y aquí se acaba todo. La historia de aquel hombre habrá sido una más de las mentiras que me contó y lo dejamos correr. La vida sigue. Bobby Earl no tendrá que volver a preocuparse del pasado, esos dos detectives desaparecerán de su vida y de la de usted. Pero si no entro, nunca se darán por satisfechos. Y yo tampoco. Y esta pesadilla continuará, siempre quedarán interrogantes. Jamás lo dejarán en paz, lo perseguirán para el resto de sus días. ¿Entiende a lo que me refiero?
La anciana posó una mano sobre el tirador de la puerta y arrugó la frente.
– Entiendo lo que intenta decirme -asintió por fin, pronunciando cuidadosamente las palabras-. Pero pongamos que le dejo entrar y que usted encuentra esa cosa horrible que aquel hombre le dijo. ¿Qué pasará entonces?
– Entonces Bobby Earl volverá a tener problemas.
Ella lo miró.
– Entonces no acabo de ver qué gana mi chico si yo lo dejo entrar.
Cowart le sostuvo la mirada y jugó su última carta.
– Si no me deja entrar, señora Ferguson, tendré que suponer que me está ocultando la verdad, que aquí dentro se esconde alguna prueba. Y eso es lo que les diré a esos dos detectives de ahí fuera. Entonces ocurrirán dos cosas. Una: volveremos con una orden para registrar la casa a su pesar. Dos: nadie descansará hasta conseguir que incriminen a su nieto. Se lo puedo jurar. Y cuando lo hagan, yo estaré allí, con mi periódico y los demás periódicos y la televisión, y ya sabe lo que pasará entonces, ¿verdad? Me parece que no tiene alternativa. ¿Me ha entendido?
Los ojos de la anciana se entornaron.
– Lo que he entendido es que los blancos con traje siempre se salen con la suya -masculló-. ¿Quiere entrar? Muy bien, pues entre, qué más da lo que yo diga.
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