– No se ve gran cosa -dijo-. ¿Quién querría vivir aquí? Sobre todo si no tiene necesidad de ello.
Él no respondió.
– Putas en una esquina. Un camello de crack a media manzana. ¿Qué más? Ladrones, pandilleros, yonquis… -Lo miró con dureza-. Asesinos. Y usted.
– Así es.
– ¿Y usted qué es, señor Ferguson?
– Soy estudiante.
– ¿Hay muchos por aquí?
– No que yo sepa.
– Entonces, ¿por qué vive aquí?
– Me siento a gusto.
– ¿Encaja en este ambiente?
– No he dicho eso.
– ¿Entonces?
– Es seguro. -Rió levemente-. Es el lugar más seguro de la tierra.
– Eso no es una respuesta.
Él se encogió de hombros.
– Aquí uno vive encerrado en sí mismo, no en contacto con el exterior. Vida interior. Ésa es la primera lección del corredor de la muerte. La primera de tantas. ¿Cree que uno olvida lo que aprende allí en cuanto sale? Y ahora dígame qué quiere.
Ella siguió dando vueltas por el diminuto apartamento. Echó un vistazo al dormitorio: una estrecha cama individual y un solitario mueble desvencijado con cajones de madera, algunas prendas de ropa colgadas en un exiguo armario empotrado en una pared negra. En la cocina había una pequeña nevera, un horno y un fregadero. Varios enseres de cocina desportillados y algunas tazas se apilaban junto al fregadero.
De vuelta en la salita, le llamó la atención una mesilla de una esquina, con una máquina de escribir portátil y varias cuartillas encima. Junto a ella había una estantería de madera barata de pino sin pintar. Se acercó e inspeccionó los libros de los anaqueles; enseguida reconoció algunos títulos: un libro sobre medicina forense de un médico de Nueva York retirado, uno sobre las técnicas de identificación del FBI publicado por el gobierno, uno sobre el crimen en los medios de comunicación escrito por un profesor de Columbia. Ella los había leído durante la instrucción en la academia de policía. Había muchos otros, todos sobre crímenes e investigaciones, todos bastante usados, adquiridos de segunda mano, sin duda. Sacó uno y lo abrió. Algunos pasajes estaban subrayados con rotulador fluorescente.
– ¿El subrayado es suyo?
– No. ¿Me va a decir de una vez qué quiere?
Ella dejó el libro y se fijó en las cuartillas de la mesita. En una de ellas había varias direcciones, incluida la de Matthew Cowart. Otras de Pachoula y una de un abogado de Tampa. La cogió e hizo un ademán.
– ¿Quién es esta gente? -preguntó.
Él pareció titubear, pero contestó:
– Tengo que escribir algunas cartas. Son personas que me ayudaron a salir de la prisión.
Ella dejó la cuartilla. En la mesa también había varios recortes de periódico. Se agachó y los hojeó. Eran noticias locales y primeras planas. Algunos periódicos eran de Nueva Jersey, otros de Florida. Vio ejemplares del Miami Journal, el Tampa Tribune, el St. Petersburg Times y otros. Cogió un ejemplar del Newark Star-Ledger y leyó un titular: «La familia de la niña desaparecida ofrece una recompensa.»
– ¿Le interesa esta clase de noticias? -preguntó.
– Igual que a usted. ¿No es así, detective? Cuando abre un periódico, ¿cuál es la primera noticia que lee?
Ella no contestó y volvió la vista a los periódicos. En cada página había un artículo sobre algún crimen. Otros titulares empezaron a llamarle la atención: «La policía encuentra indicios de agresión» y «La policía no tiene pistas sobre el secuestro».
– ¿De dónde ha sacado estos periódicos?
Él la fulminó con la mirada.
– Voy a Florida con cierta frecuencia. A dar charlas en iglesias y en agrupaciones cívicas. -Clavó los ojos en los de ella-. Iglesias de negros, agrupaciones de negros. La clase de gente que comprende cómo puede ser que un inocente dé con sus huesos en el corredor de la muerte. La clase de gente que no considera tan raro que los maderos acosen a un negro. La clase de gente que no ve tan extraño que los cabrones de homicidios trinquen a un negro inocente si se ven incapaces de resolver un caso.
Siguió mirándola; ella dejó el periódico sobre los demás.
– Estudio criminología. «Medios de comunicación y crimen.» Los miércoles, de cinco y media a siete y media de la tarde. Es una asignatura optativa. Profesor Morin. Por eso tengo tantos periódicos sobre el tema.
Ella volvió a escrutar la mesa.
– Y me van a poner un sobresaliente -añadió, recuperando el tono socarrón-. Ahora dígame qué quiere -insistió.
– Muy bien -dijo ella. La intensidad de su mirada empezaba a incomodarla. Se apartó de la mesa y se puso frente a él.
– ¿Cuándo ha estado por última vez en los cayos de Florida? Cayo Alto, Islamorada, Marathon, cayo Largo… ¿Cuándo fue la última charla? -añadió con ironía.
– Jamás he estado en los cayos -contestó él.
– ¿De veras?
– Nunca.
– Desde luego, si alguien afirmara lo contrario sería indicio de algo, ¿no? -El farol era bueno, pero la amenaza subyacente no pareció impresionar a Ferguson.
– Indicio de que alguien le ha estado pasando información falsa.
– ¿Conoce la calle Tarpon Drive?
– No.
– Hay una casa en el número trece. ¿Alguna vez ha estado allí?
– No.
– Su amigo Cowart sí.
Él no contestó.
– ¿Sabe lo que encontró?
– No.
– Dos cadáveres.
– ¿Por eso ha venido?
– No -mintió-. He venido porque hay algo que no entiendo.
Él repuso con tono frío:
– ¿Qué es lo que no entiende, detective?
– La relación entre usted, Sullivan y Cowart.
Hubo un breve silencio.
– No puedo ayudarla.
– ¿No? -Ferguson poseía la cualidad de incomodar a su interlocutor simplemente con quedarse quieto-. Muy bien. Dígame lo que hizo días antes de que frieran a su amigo Sullivan.
Por un instante, la cara de Ferguson reflejó estupor. Luego respondió:
– Estaba aquí. Estudiando, yendo a clase. El calendario de clases está ahí en la pared.
– Justo antes de que Sullivan fuera a la silla, ¿hizo alguno de sus viajes?
– No. -Y señaló la pared.
Ella se volvió y vio una lista pegada con cinta adhesiva sobre la pintura desvaída. Se acercó y anotó los horarios, los lugares de las clases y los nombres de los profesores. El profesor Morin y «Medios de comunicación y crimen» estaban en la lista.
– ¿Puede demostrarlo?
– ¿He de hacerlo?
– Tal vez.
– Entonces tal vez sí.
Shaeffer oyó a lo lejos una sirena cuyo sonido empezó a crecer en la pequeña estancia.
– Y nunca fue mi amigo -dijo Ferguson-. De hecho me odiaba. Y yo a él.
– ¿En serio?
– Sí.
– ¿Qué sabe acerca del asesinato de sus padrastros?
– ¿Ese es el caso que usted investiga?
– Conteste a la pregunta.
– Nada. -Sonrió y añadió-: Bueno, sólo lo que he leído y lo que dicen en la televisión. Sé que los mataron unos días antes de su ejecución y que le dijo al señor Cowart que él mismo había encargado sus muertes. Eso decían los periódicos. Hasta salió en el New York Times, detective. Pero nada más. -Ferguson pareció relajarse. Su voz adoptó el tono de quien se regodea en sus propias evasivas.
– Dígame cómo pudo haber encargado esas muertes. Usted es todo un experto en el corredor de la muerte.
– Cierto, lo soy. -Hizo una pausa para pensar-. Hay un par de maneras. -Esbozó una desagradable sonrisa-. Lo primero que yo haría sería revisar las listas de visitas. En el corredor se fichan todas las visitas, sea abogado, periodista, amigo o familiar. Empezaría por el día en que Sullivan entró en el corredor y comprobaría cada una de las visitas que recibió. Psicólogos, productores, especialistas del FBI… Y por supuesto, el señor Cowart. -En su voz hubo un deje mordaz-. Luego hablaría con los carceleros. ¿Tiene idea de lo que es trabajar en el corredor de la muerte? Hay que tener algo de asesino, porque no dejas de pensar que cualquier día puedes ser tú el que tenga que amarrar a uno de esos pobres desgraciados a las correas de la silla. Hace falta vocación para eso. -Levantó la mano-. Pero claro, le dirán que es su trabajo, que no es nada personal, que no es distinto de cualquier otro trabajo de la prisión, pero no es verdad. Los de las alas Q, R y S son voluntarios. Y sin duda les gusta lo que hacen. Y lo que tal vez les toque hacer un día. -La miró con los ojos entornados-. Y supongo que si uno no encuentra tan difícil amarrar a alguien a la silla y freírle los sesos, tampoco le resultará difícil amarrar a alguien a otra silla y cortarle el cuello.
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