John Katzenbach - Juicio Final

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John Katzenbach, maestro del suspenso psicológico, nos enfrenta de nuevo a una trama tan hipnótica como las de El psicoanalista y La historia del loco.
Matthew Cowart, un famoso y ya establecido periodista de Miami, recibe la carta de un hombre condenado a muerte que asegura ser inocente.
Pese a su escepticismo inicial, Cowart empieza a investigar el caso, comprende que el acusado no cometió los delitos que se le imputan y pone al descubierto mediante sus artículos una información que permite al convicto Robert Earl Fergurson salir en libertad.
Cowart obtiene entonces un premio Pulitzer por su tarea periodística. Sin embargo, y para su horror, el escritor se percata de que ha puesto en marcha una tremenda máquina de matar y que ahora le toca a él intentar, en una carrera contra el reloj, que se haga justicia fuera de los tribunales.

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Shaeffer volvió a quejarse.

Cowart vio que no le quedaba elección y asintió con la cabeza. Se quedó esperando junto a la detective herida, pero se sentía más solo que nunca.

El teniente se adentró en el bosque, sorteando la maraña de zarzales y ramas que se le venían encima y le tiraban de la ropa, arañándole las manos y la cara como un gato salvaje. Avanzaba a paso rápido y firme, pensando: «Si está herido, habrá salido corriendo en línea recta.» Tenía que recuperar los segundos que había perdido haciendo el vendaje a la detective.

Vio la mancha de sangre que había encontrado Cowart al asomarse desde el claro, luego otra unos quince metros más allá en dirección a la ciénaga. Una tercera marcaba el camino unos diez metros después. Eran pequeñas, sólo gotas rojas que contrastaban con las sombras verdes.

Siguió avanzando, sintiendo el agua negra que se extendía ante él.

El bosque crepitaba a su alrededor. Iba apartando las trepadoras y los helechos que le cerraban el paso. La persecución ya no consistía más que en pura velocidad y fuerza bruta, en un auténtico arrebato de furia. Brown apartaba a golpes todo lo que se interponía en su camino.

No vio a Ferguson hasta que lo tuvo prácticamente encima.

El asesino estaba apoyado en un mangle retorcido a la orilla de las aguas pantanosas que se desplegaban tras él como tinta negra. Un pequeño reguero de sangre le recorría la pierna desde el muslo hasta el tobillo y resaltaba sobre sus desgastados vaqueros. Apuntaba con el arma en dirección a Brown cuando éste apareció exactamente en el punto de mira.

El policía tuvo un solo pensamiento: «Soy hombre muerto.»

Lo asaltó un miedo espeluznante; todos los recuerdos de su familia y sus amigos se le congelaron en una gélida estampa. Quiso agacharse, retroceder, esconderse de alguna manera, pero se movía a cámara lenta y lo único que logró fue llevarse una mano a la cara, como si así pudiera desviar la bala que estaba a punto de abatirlo.

Fue como si de pronto se le hubiera agudizado el oído y la visión. Vio que el percutor de la pistola se movía lentamente hacia atrás y luego percutía rápidamente hacia delante.

Abrió la boca en un grito mudo.

Pero todo lo que oyó fueron dos chasquidos: la pistola estaba vacía. Una turbia mirada de sorpresa se instaló en el rostro de Ferguson. Bajó los ojos hacia el arma como un niño pillado en plena travesura.

Brown advirtió que se había caído al suelo, pues estaba cubierto de barro. Hincó una rodilla en el suelo y apuntó con su revólver.

Ferguson hizo una mueca. Luego pareció encogerse de hombros. Después levantó las manos en gesto de rendición.

El teniente respiró hondo y en su cabeza oyó una cacofonía de voces que le pedían cosas contradictorias: voces que clamaban deber y responsabilidad y voces que exigían venganza. Alzó la mirada hacia Ferguson y recordó sus palabras: «Volveré a quedar libre otra vez.» Y esas palabras se unieron al tumulto y las turbulencias que oía en su interior, reverberando como un trueno en la distancia. La disonancia lo ensordeció tanto que apenas oyó la detonación de su propio revólver y sólo supo que había disparado por el temblor que sintió en el puño.

Los disparos impactaron en Robert Earl Ferguson, lanzándolo contra unos matorrales espinosos. Por un instante su cuerpo se retorció de dolor y confusión. La incredulidad cruzó su mirada y se dispuso a negar con la cabeza, pero el movimiento quedó interrumpido en el instante en que la muerte congeló la sorpresa de su rostro.

Los minutos transcurrían inexorables.

Brown permaneció de rodillas frente al cuerpo del asesino, tratando de recomponerse. Luchó contra una mareante sensación de vértigo seguida de náuseas. Cuando se recuperó, esperó a que se le calmara el corazón e inspiró la primera bocanada de aire de la que fue consciente desde que había comenzado la persecución.

Miró los ojos ciegos de Ferguson.

– ¿Ves? -le dijo con amargura-. Te equivocabas.

Los pensamientos se agolpaban en su mente mientras contemplaba absorto el cadáver y el revólver caído a su lado. Aquella arma le resultaba tan familiar como la voz y la risa de su compañero. Sabía que Ferguson sólo podía haber obtenido el revólver de un modo y eso le produjo tristeza y dolor.

– Querías matarme con el arma de mi compañero, hijo de puta, pero ella se negó a hacerlo, ¿verdad? -dijo en voz alta.

Se fijó en las manchas de sangre que el cadáver tenía en la pierna, que indicaban dónde le había dado el disparo fortuito de Cowart. No podría haber llegado muy lejos con esa herida, al menos no hasta la libertad. Aquel disparo al azar del periodista lo había matado tanto como las dos balas de Brown.

El teniente se apoyó el revólver contra la frente, como quien se coloca un cubo de hielo para aliviar un dolor de cabeza. Su mente no le daba tregua; se volvió hacia Ferguson y le preguntó: «¿Qué clase de alimaña eras tú?», como si el cadáver pudiera responder. Luego se dio la vuelta y emprendió el camino de regreso hacia donde había dejado a Cowart y Shaeffer. Volvió la vista atrás una vez, sólo para cerciorarse de que Ferguson no se había movido, para confirmar que continuaba muerto en los zarzales, como si no confiara en que la muerte fuera definitiva.

Caminó despacio, consciente por primera vez de que el día se había adueñado del bosque. Los rayos de sol atravesaban la techumbre de ramas e iluminaban el camino. Eso le provocó una ligera incomodidad. De pronto prefería la penumbra.

Tardó unos minutos en llegar al pequeño claro donde Cowart se había quedado con Shaeffer.

El periodista se había quitado la chaqueta para cubrir a la detective, que había palidecido y temblaba a pesar de que el calor apretaba cada vez más. La sangre que le brotaba del codo herido había empapado el torniquete. Estaba consciente y se esforzaba por no perder el conocimiento.

– He oído disparos -dijo Cowart-. ¿Qué ha pasado?

Brown suspiró.

– Ha escapado -respondió.

– Que ha… ¡pero cómo! -exclamó Cowart.

– Hay que atraparlo -farfulló Shaeffer, removiéndose de rabia y dolor, al borde de la inconsciencia.

– Se metió en el agua -respondió Brown-. Lo intenté desde lejos, pero…

– Pero ¿cómo que se escapó? -insistió Cowart con incredulidad.

– Desapareció. Se adentró en la ciénaga. Ya les dije lo que ocurriría si se metía ahí. Nunca lo encontraremos.

– Pero yo le di -replicó Cowart-. Estoy seguro.

El teniente no respondió.

– Le di -insistió el periodista.

– Sí, usted le dio -murmuró Brown.

– ¿Cómo? ¿Qué? ¿Cómo…? -empezó Cowart, pero se interrumpió y miró fijamente al policía.

Brown apartó la vista, incómodo ante el escrutinio del periodista. Luego se recompuso y dijo:

– Tiene que llevarse a Shaeffer de aquí. La herida no es muy grave, pero necesita atención inmediata.

– ¿Y usted?

– Yo voy a echar otro vistazo. Después regresaré con ustedes.

– Pero…

– Cuando lleguemos a Pachoula presentaremos cargos. Lo introduciremos en la base de datos nacional e implicaremos al FBI. Usted váyase a escribir su artículo.

Cowart continuaba mirándolo fijamente, tratando de leer entre líneas en sus palabras.

– Se ha escapado -repitió Brown con frialdad.

Y entonces Cowart lo comprendió. En su interior se desató una lucha entre el miedo y la ira. Miró enfurecido al policía.

– Lo ha matado -susurró-. Yo oí los disparos.

El teniente no dijo nada.

– Usted lo ha matado -repitió el periodista.

Brown negó con la cabeza, pero dijo:

– Debe entender una cosa, Cowart: si Ferguson aparece muerto en el pantano, nunca se sabrá nada. Ni de Wilcox ni de los demás. Todo acabará aquí y nadie volverá a interesarse por Ferguson. Sólo se preocuparán por usted y por mí: un policía que buscaba una venganza personal y un periodista que intentaba salvar su carrera. Nadie querrá que le hablen de sospechas, ni de teorías o pruebas contaminadas. Lo único que preguntarán es por qué vinimos aquí y matamos a un hombre. Un hombre inocente, ¿recuerda? Un hombre inocente. Pero si él se da a la fuga…

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