– Señora Ferguson -dijo el teniente en voz baja, ya en posición de tiro-, por favor baje el arma.
– No te llevarás al chico -repuso ella con ferocidad.
– Señora Ferguson, cálmese y entre en razón…
– No me hables de entrar en razón. Te digo que no te llevarás a mi chico.
– No me ponga las cosas más difíciles de lo que ya son.
– Me importa un bledo que sean difíciles. He tenido una vida difícil. A lo mejor morir será más fácil.
– No hable de ese modo, señora. Déjeme hacer mi trabajo. Todo saldrá bien, ya lo verá.
– Ahora no intentes engatusarme con buenas palabras, Tanny Brown. Lo único que has hecho ha sido traer problemas a esta casa.
– No -replicó Brown con suavidad-, no he sido yo quien ha traído los problemas. Ha sido este chico suyo.
Brown había ido imprimiendo a su discurso el acento sureño, como si intentara hablar el mismo idioma que un extranjero desorientado.
– Tú y ese maldito periodista. Tendría que haberos matado antes. -Se volvió hacia Cowart y le espetó-: Usted sólo ha traído odio y muerte.
Cowart no respondió. Pensó que había algo de verdad en lo que decía la anciana.
– No, señora -continuó calmándola Brown-. No he sido yo ni ha sido el periodista. Ha sido su chico. Usted lo sabe.
Ferguson se apartó a un lado, como calculando el alcance de la onda expansiva del disparo. Su voz sonó con una cruel serenidad.
– Vamos, abuela. Mátalo. Mátalos a los dos. -La anciana compuso una expresión de asombro-. Mátalos. Adelante. Hazlo ya -continuó Ferguson, retrocediendo en dirección a la anciana.
Brown dio un paso adelante, con el arma aún preparada para disparar.
– Señora Ferguson -dijo-, la conozco desde hace mucho tiempo. Y usted conocía a mi gente, a mis primos; antes íbamos juntos a la iglesia. No me obligue a…
Ella lo interrumpió con resentimiento.
– ¡Todos me dejasteis sola hace muchos años, Tanny Brown!
– Mátalos -susurró el nieto, acercándose a ella.
Brown giró la cabeza hacia Ferguson.
– ¡Alto ahí, cabrón! ¡Y cierra el pico!
– Mátalos -repitió Ferguson.
– No está cargada -dijo Cowart de pronto. Continuaba clavado en la misma posición, deseando desesperadamente ponerse a cubierto pero incapaz de que su cuerpo reaccionara ante el miedo-. Utilizó la última bala conmigo el otro día. No está cargada -insistió con su farol.
La anciana se volvió hacia él.
– Si piensa eso es que usted es un estúpido. -Miró con frialdad al periodista-. ¿Quiere apostar la vida a que no tenía más cartuchos?
Brown continuaba apuntando a la mujer.
– No quiero disparar -le advirtió.
– A lo mejor yo sí -respondió ella-. Sólo te digo una cosa: no volverás a llevarte a mi nieto. Antes tendrás que pasar por encima de mi cadáver.
– Señora Ferguson, usted sabe lo que el chico ha hecho…
– No me importa lo que haya hecho. Es lo único que me queda y no pienso dejar que lo apartes de mí otra vez.
– ¿Usted llegó a ver lo que le hizo a aquella niña? -preguntó Cowart de repente.
– Me da igual -contestó la anciana-. Eso no es asunto mío.
– Ella no fue la única -se obstinó Cowart-. Ha habido otras. En Perrine y Eatonville. Niñas negras, señora Ferguson. También ha matado niñas negras.
– No sé nada de ninguna niña -respondió con voz ligeramente temblorosa.
– Y también ha matado a mi compañero -añadió Brown en voz baja, como si hablando más alto corriera el riesgo de que la situación se descontrolara por completo.
– No me importa. No me importa nada de todo eso.
Ferguson se escudó detrás de la anciana.
– No dejes que se muevan, abuela -dijo. Y desapareció por el pasillo central de la casa.
– No pienso permitir que se vaya -dijo Brown.
– Entonces o tú me disparas a mí o yo te disparo a ti -respondió la vieja.
Cowart vio que Brown tenía el dedo sobre el gatillo. También vio que la punta del arma temblaba ligeramente.
El silencio y la tenue luz de la mañana inundaban la habitación. Ni la anciana ni Tanny Brown se movieron.
«Brown no disparará -pensó Cowart-. Si hubiera querido ya lo habría hecho. Al principio, cuando vio por primera vez la escopeta. Ahora ya no lo hará.» Miró a Brown y supo que una marejada de sentimientos lo inundaba.
El teniente tenía el estómago encogido y notaba una desagradable acidez en la lengua. Miró fijamente a la anciana, observando su fragilidad de mujer consumida por la edad y, al mismo tiempo, su voluntad de hierro. «¡Mátala! -se dijo. Y pensó-: ¿Cómo podrías hacer algo así?» Intentaba sopesarlo todo en su cabeza, pero la balanza se inclinaba precipitadamente de un lado a otro.
Ferguson volvió a la sala. Esta vez ya iba vestido del todo: sudadera gris, vaqueros y zapatillas de deporte. Llevaba un pequeño petate de lona en la mano. Hizo un último intento.
– Venga, abuela, mátalos de una vez. -Pero su voz no denotaba confianza en que la anciana fuera a hacerlo.
– Márchate -le dijo ella con voz gélida-. Márchate y no vuelvas nunca más.
– Pero abuela… -dijo él, sin cariño ni tristeza, sólo con cierto tono de fastidio.
– No vuelvas a Pachoula. No vuelvas a mi casa. Nunca más. Estáis todos llenos de una maldad que me supera. Márchate a otra parte a hacer lo que sea. Yo lo he intentado -dijo amargamente-. Tal vez no lo haya hecho muy bien, pero he puesto todo mi empeño. Habría sido mejor que murieras de pequeño y así no habrías causado tanto dolor aquí. Ahora coge tu dolor y llévatelo para siempre. Es todo lo que puedo darte ahora mismo. Márchate. Todo lo que pase a partir de que salgas por esa puerta será asunto tuyo, ya no tendrá que ver conmigo. ¿Entiendes?
– Abuela…
– No más sangre, ya no más, después de esto -dijo ella con determinación.
Ferguson se rió y respondió con tono de indiferencia.
– Está bien. Si ésa es tu decisión, me voy. -Se volvió hacia Cowart y Brown. Sonrió y dijo-: Pensé que acabaríamos hoy, pero me temo que no podrá ser. Tal vez en otra ocasión.
– Él no se va -dijo Brown.
– Sí, sí se va -repuso la anciana-. Si lo quieres, tendrás que buscarlo en otra parte, pero no en mi casa. Mi casa, Tanny Brown, no es gran cosa, pero es mía. Y tú te llevarás este condenado asunto a otra parte, igual que él. Te digo lo mismo a ti. Vete. Ésta es la morada del Señor y quiero que continúe siéndolo.
Brown asintió con la cabeza e hizo un gesto de aquiescencia, pero no bajó el arma, sino que continuó apuntando a la abuela mientras el nieto pasaba por su lado, casi rozándolo, y se dirigía a paso cauteloso hacia la destrozada puerta. Los ojos de Brown lo siguieron, y su pistola temblaba ligeramente como queriendo seguirlo también.
– Márchate ya -dijo la anciana. Su voz denotaba profunda tristeza y sus ojos enrojecieron con lágrimas de sufrimiento. Cowart pensó: «Ferguson también ha matado a su abuela.»
Ya en la puerta, Ferguson volvió la vista atrás.
Brown, con furia y frustración, le dijo:
– No te preocupes, volveré a encontrarte.
– Aunque lo haga, eso no significará nada porque volveré a quedar en libertad -le respondió Ferguson-. Siempre quedaré libre, Tanny Brown. Siempre.
Que fuera o no un mero alarde carecía de importancia. Las palabras fueron pronunciadas y resonaron en el espacio que los separaba.
Cowart pensó que aquello era el mundo al revés: el asesino quedaba libre y el policía no podía moverse. Quiso hacer algo, pero no supo qué. El miedo y la amenaza lo obnubilaban como una terrible pesadilla. «Tengo que hacerlo», se ordenó, y se dispuso a decir algo, pero en ese momento vio que los ojos de Ferguson se abrían como platos. Después oyó el grito estridente y al borde de la angustia.
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