John Katzenbach - Juicio Final

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John Katzenbach, maestro del suspenso psicológico, nos enfrenta de nuevo a una trama tan hipnótica como las de El psicoanalista y La historia del loco.
Matthew Cowart, un famoso y ya establecido periodista de Miami, recibe la carta de un hombre condenado a muerte que asegura ser inocente.
Pese a su escepticismo inicial, Cowart empieza a investigar el caso, comprende que el acusado no cometió los delitos que se le imputan y pone al descubierto mediante sus artículos una información que permite al convicto Robert Earl Fergurson salir en libertad.
Cowart obtiene entonces un premio Pulitzer por su tarea periodística. Sin embargo, y para su horror, el escritor se percata de que ha puesto en marcha una tremenda máquina de matar y que ahora le toca a él intentar, en una carrera contra el reloj, que se haga justicia fuera de los tribunales.

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El suelo era cada vez más blando y los zapatos se les quedaban pegados a la tierra. Hacía un calor denso y húmedo. El bosque tenía un aspecto más espeso y tupido a medida que se acercaban al pantano, como si ambos lucharan por la posesión de la tierra. A esas alturas los tres estaban llenos de mugre y barro y tenían rasgones en la ropa. Cowart pensó que en algún lugar la mañana debía de ser despejada y acogedora, pero no allí, no bajo aquel entramado de ramas que tapaba el cielo. Ya ni siquiera sabía cuánto tiempo llevaban persiguiendo a Ferguson. Cinco minutos, una hora, un día… tal vez la vida entera.

De pronto Brown se detuvo, se arrodilló y les indicó que se agacharan. Ellos se acuclillaron junto a él y siguieron la dirección de sus ojos.

– ¿Sabe dónde estamos? -preguntó Shaeffer entre susurros.

El teniente asintió.

– Él lo sabe -respondió señalando a Cowart.

El periodista respiró hondo.

– Cerca de donde encontraron el cuerpo de la niña -dijo.

Brown asintió.

– ¿Ve algo? -preguntó Shaeffer.

– Aún no.

Guardaron silencio y escucharon. Un pájaro levantó el vuelo entre las ramas de un arbusto. Se oía un ruidito en otro arbusto. «Una serpiente», pensó. Temblaba a pesar del calor. La brisa que soplaba sobre la copa de los árboles parecía muy lejana.

– Está allí -dijo Brown.

Señaló un claro del denso lodazal de bosque y pantano. Los rayos de sol iluminaban un pequeño espacio abierto en el camino. El claro, rodeado por un laberinto de follaje, tenía unos diez metros de largo. Lograron divisar por donde continuaba el sendero, entre dos árboles alejados, como un agujero de oscuridad.

– Atravesaremos ese claro -dijo Brown en voz baja-. Después no se tarda mucho en llegar al agua. El agua se extiende a lo largo de kilómetros, hasta el próximo condado. Ferguson tiene dos opciones: una, continuar pese a la dureza del camino y llegar al otro lado, suponiendo que lo logre sin perderse y sin que le pique una serpiente o lo devore un cocodrilo o algo así, pero tendrá frío y estará mojado y sabe que yo lo estaré esperando; y dos, hacer lo que en realidad quiere hacer: volver sobre sus pasos, acabar con nosotros, coger su coche y no parar hasta la frontera de Alabama.

– Pero ¿cómo va a hacerlo? -preguntó Cowart.

– Intentará tendernos una emboscada. Sabe que si lo logra podrá moverse a sus anchas. -Brown reflexionó un instante antes de añadir-: Exactamente lo que ha estado haciendo hasta ahora.

– ¿Cree que en el claro…? -preguntó Cowart.

– Es un buen lugar para intentarlo.

Shaeffer miró al frente y dijo:

– Así pues, pretende matarnos. ¿Qué vamos a hacer?

Brown se encogió de hombros.

– Impedírselo.

Cowart miró el claro y susurró:

– Al parecer, ese claro es ineludible. Hay que cruzarlo por fuerza, ¿no?

El teniente, casi incorporado, asintió con la cabeza. Volvió a mirar el pequeño espacio abierto y pensó que era un buen lugar para el combate. Sin duda era el lugar elegido por Ferguson. No había forma de rodearlo, y tampoco de evitarlo. En aquel momento pensó en lo injusto que resultaba que la orilla del pantano conspirara con Ferguson para ayudarlo a escapar. Cada rama de árbol, cada obstáculo, les estorbaba a ellos y lo ocultaba a él. Escrutó la hilera de árboles en busca de algún color o alguna forma que no encajara. «Muévete, cabrón -pensó-. Sólo un pequeño movimiento para que yo te vea.» Al no ver ninguno, maldijo para sus adentros.

No veía más opción que seguir avanzando.

– No bajéis la guardia ni un segundo -les advirtió.

Salió al claro revólver en mano, con los músculos tensos y los sentidos alertas. Shaeffer lo siguió a un metro por detrás; sujetaba su arma con las dos manos, pensando: «Aquí se decidirá todo.» Sintió el deseo de hacer una sola cosa antes de morir. Cowart se incorporó y siguió a Shaeffer a otro metro de distancia. Se preguntó si los otros estarían tan asustados como él, y se contestó que eso no importaba.

El silencio los envolvió.

Brown estaba nervioso. La sensación de encontrarse en el punto de mira de Ferguson era acuciante y le quitaba el aire.

Cowart sólo notaba el calor y una vulnerabilidad extrema. Sentía que caminaba a ciegas. Sin embargo, él fue quien se percató de un leve movimiento: la vibración de unas hojas, un chasquido entre los arbustos y un cañón metálico que les apuntaba. Gritó «¡Cuidado!» al tiempo que se arrojaba al suelo, sin poder creer que, en pleno ataque de pánico, hubiera logrado articular una palabra.

Brown se lanzó hacia delante, rodó por el suelo y trató de colocar el arma en posición de tiro, sin saber hacia dónde disparar.

Sin embargo, Shaeffer no se agachó, sino que se dio la vuelta gritando hacia el movimiento y disparando a ciegas. El disparo se desvaneció en el aire. Pero el estruendo de su 9 mm fue ahogado por tres atronadoras detonaciones procedentes del revólver de Ferguson.

Brown lanzó un grito sofocado cuando una bala impactó en el suelo, junto a su cabeza. Cowart intentó pegarse al máximo a la tierra mojada. Shaeffer volvió a gritar, esta vez de dolor, y se desplomó en el suelo como un pájaro con un ala rota, sujetándose el codo herido. Se retorció entre gritos agudos. Cowart alargó el brazo y la arrastró hacia sí mientras Brown se incorporaba, apuntando con el arma aunque sin ver nada. Tenía el dedo en el gatillo, pero no disparó. Al quedarse en silencio, oyó el ruido de los árboles y arbustos entre los que Ferguson corría.

Shaeffer sostenía su pistola sin fuerza, la sangre le corría brazo abajo hacia la muñeca e iba manchando el brillante acero del arma. El periodista cogió la pistola y se puso en pie, siguiendo el rastro de la huida de Ferguson.

No fue consciente de que se estaba saltando el guión.

Disparó.

Sin vacilar, dejó que el estruendo de la pistola borrara toda reflexión acerca de lo que estaba haciendo, apretó el gatillo y disparó las ocho balas que quedaban contra la espesura de árboles y matorrales.

Continuó apretando el gatillo con la recámara ya vacía, plantado en medio del claro y escuchando el eco de las detonaciones. Luego dejó caer el brazo de la pistola con gesto de agotamiento.

Por un momento los tres parecieron congelados, hasta que Shaeffer soltó un gemido de dolor y Cowart se agachó a socorrerla. El quejido hizo reaccionar a Brown, que aparentó volver en sí. Se arrastró por el suelo y examinó la herida en el brazo de la detective. Vio el hueso astillado que traspasaba la piel. La sangre arterial manaba a borbotones de la carne desgarrada. Levantó la vista hacia el bosque, como si buscara consejo, y volvió a agachar la cabeza. Tan rápido como pudo, rasgó una tira de su chaqueta e hizo un torniquete alrededor del brazo herido. Rompió una rama verde de un árbol y la anudó con la tela. Sus manos se movían con agilidad: hay viejas lecciones que nunca se olvidan. Tras girar la rama para ajustar la ligadura, vio que la hemorragia disminuía. Miró a Cowart, que había ido hasta el extremo del claro para escudriñar la frondosidad del bosque. El periodista continuaba con la pistola en la mano.

– Creo que le he dado -dijo y se volvió hacia Brown extendiendo la mano: estaba manchada de sangre.

Brown se puso en pie, asintiendo.

– Quédese con Shaeffer -le dijo.

Cowart negó con la cabeza.

– No, yo voy con usted.

La herida gimió.

– Quédese -repitió Brown.

Cowart se disponía a decir algo, pero el policía añadió:

– Ahora es mío.

El periodista resopló con frustración. Las sensaciones se agolpaban en su interior. Pensó en todo lo que había hecho hasta ese momento y se dijo: «Esto no puede acabarse aquí para mí.»

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