John Katzenbach - Juicio Final

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John Katzenbach, maestro del suspenso psicológico, nos enfrenta de nuevo a una trama tan hipnótica como las de El psicoanalista y La historia del loco.
Matthew Cowart, un famoso y ya establecido periodista de Miami, recibe la carta de un hombre condenado a muerte que asegura ser inocente.
Pese a su escepticismo inicial, Cowart empieza a investigar el caso, comprende que el acusado no cometió los delitos que se le imputan y pone al descubierto mediante sus artículos una información que permite al convicto Robert Earl Fergurson salir en libertad.
Cowart obtiene entonces un premio Pulitzer por su tarea periodística. Sin embargo, y para su horror, el escritor se percata de que ha puesto en marcha una tremenda máquina de matar y que ahora le toca a él intentar, en una carrera contra el reloj, que se haga justicia fuera de los tribunales.

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– No se preocupe, todo irá bien.

– ¿Dónde están los refuerzos?

– Están esperando -masculló el teniente.

– ¿Dónde?

– Cerca.

– ¿Podría mostrarme dónde?

– Desde luego -respondió Brown, y sacó su revólver reglamentario de la pistolera que colgaba al hombro-. Aquí. ¿Satisfecha?

Aquello puso punto final a la conversación. A Shaeffer no la sorprendió que fueran a proceder solos. De hecho, cayó en la cuenta de que ella lo prefería así. Se permitiría el lujo de plantar cara a Ferguson cuando llegaran a la cabaña de la abuela. «Ese capullo creyó que me había asustado. Pensó que yo había salido corriendo -se dijo-. Pues aquí estoy. Y no soy ninguna chiquilla indefensa.» Bajó la mano hasta su pistola. Miró a Cowart, que iba con la mirada al frente completamente absorto, ajeno a todo.

Pensó que nunca volvería a acercarse tanto a la esencia de lo que significaba ser policía como en aquel momento y los que vendrían a continuación. La determinación de aquella búsqueda parecía haber sobrepasado con mucho las consideraciones profesionales, como los derechos y las pruebas, y haber entrado en un terreno completamente distinto. Se preguntó si la proximidad de la muerte siempre desembocaba en la locura, y se respondió: «Por supuesto.»

– Está bien -dijo tras una breve pausa; había empezado a subirle la adrenalina-. ¿Cuál es el plan?

El coche dio un tumbo al pasar por un bache.

– Caramba -exclamó agarrándose al asiento-. Este cabrón vive en el quinto pino.

– Hacia allá es todo pantano -respondió Cowart-. Y tierras pobres de labranza hacia este lado. -Wilcox se lo había enseñado a él-. ¿Cuál es el plan? -le preguntó a Brown.

El teniente se detuvo a un lado del camino y paró el coche. Bajó la ventanilla y el aire húmedo del rocío penetró en el interior. Señaló adelante, más allá de la amalgama de luces y sombras grisáceas.

– La casa de la abuela está a unos cuatrocientos metros en esa dirección -dijo-. Haremos el resto del trayecto a pie. Así no despertaremos a nadie innecesariamente. Usted, detective Shaeffer, rodeará la casa y vigilará la puerta de atrás. Tenga el arma preparada. Asegúrese de que no huya por ahí. Si lo intenta, deténgalo. ¿Entendido? Deténgalo…

– ¿Quiere decir que…?

– Digo que lo detenga. Estoy seguro de que ciertos procedimientos son los mismos en Monroe que aquí en Escambia. Ese cabrón es sospechoso de homicidio. De varios homicidios, incluida la desaparición de un agente de policía. Ése es suficiente motivo razonable para actuar. También es un criminal convicto. O al menos lo fue en su día… -Miró a Cowart, que no dijo nada-. Bien, detective, ya conoce las normas sobre el uso del arma. Deduzca lo que tiene que hacer.

Shaeffer palideció ligeramente pero asintió con la cabeza.

– Entendido -respondió, tratando de imprimir alguna firmeza a su voz-. ¿Cree usted que va armado? ¿Y que nos está esperando?

Brown se encogió de hombros.

– Es probable que vaya armado. Pero no creo que nos esté esperando agazapado. Hemos venido muy rápido, seguramente tanto como él. No me parece que esté preparado, todavía no. Pero no olvide una cosa: éste es su territorio.

– Ya.

Tanny Brown respiró hondo. Al principio su voz había sonado fría y distante, pero ahora traslucía agotamiento e inquietud, quizás indicio de un final inminente.

– ¿Lo ha entendido? -le preguntó a Shaeffer-. No quiero que Ferguson escape por la puerta de atrás y se oculte en la zona del pantano. Si se mete ahí no lograremos encontrarlo. Él se ha criado aquí y…

– Lo detendré -dijo ella. No agregó «esta vez lo haré», aunque era lo que tenían en mente los tres.

– Bien -continuó Brown-. Cowart y yo iremos por delante. No tengo una orden, así que improvisaré sobre la marcha. Primero llamaré a la puerta y me anunciaré, y luego entraré. No se me ocurre otro modo. Al cuerno los procedimientos legales.

– ¿Y qué pasa conmigo? -preguntó Cowart.

– Usted no es policía, de modo que no tengo control sobre sus actos. Si quiere acompañarnos, hacer sus preguntas, lo que sea, adelante. Lo único que no quiero es que después aparezca un abogado alegando que he vulnerado los derechos de Ferguson, otra vez, por traerlo a usted conmigo. Así que usted va por su cuenta. ¿Entendido?

– Entendido.

– ¿Le parece bien? ¿Lo entiende?

– Sí, está bien -asintió Cowart. Iban separados en busca de lo mismo. Uno llamaría a la puerta con una pistola, el otro con una pregunta, ambos buscando las mismas respuestas.

– ¿Piensa arrestarlo? -preguntó Shaeffer-. ¿De qué lo acusará?

– Bueno, primero le sugeriré que nos acompañe para que podamos interrogarlo. A ver si viene voluntariamente. Si se niega lo arrestaré otra vez por el asesinato de Joanie Shriver, y además por obstrucción a la justicia y por mentir bajo juramento, como ya les dije ayer. Por las buenas o por las malas, vendrá con nosotros. Una vez lo tengamos a buen recaudo, aclararemos todo lo ocurrido.

– ¿Va a pedírselo o…?

– Intentaré ser educado -respondió Brown, y una leve y triste sonrisa asomó a la comisura de sus labios-. Pero tendré el arma amartillada, el dedo en el gatillo y el cañón apuntando a la cabeza de ese hijoputa.

Shaeffer asintió.

– No se saldrá con la suya -añadió Brown en voz baja-. Mató a Joanie y a Bruce. Y a saber a cuántos más. Esto se tiene que acabar aquí.

Hubo un tenso silencio.

Cowart pensó: «Llega un punto en que las pruebas que exige un tribunal de justicia dejan de importar.» Unos rayos de luz atravesaron tímidamente las ramas de los árboles, lo bastante para revelarles las formas del camino.

– ¿Y usted, Cowart? -preguntó de pronto el teniente-. ¿Lo tiene todo claro?

– Lo suficiente.

Brown asintió y abrió la puerta.

– Perfecto -dijo, incapaz de disimular cierto tono burlón-. Entonces, vamos allá.

Al bajar del coche al estrecho camino de tierra, encorvó ligeramente sus anchas espaldas, como dispuesto a enfrentarse a una tempestad. Por un instante, Cowart lo observó avanzar a paso firme y pensó: «¿Cómo pude suponer en algún momento que entendía lo que hay realmente dentro de él o de Ferguson?» Ahora, ambos hombres le parecían igual de misteriosos. Desechó ese pensamiento y se dio prisa en alcanzar al teniente. Shaeffer se situó al otro lado y mientras los tres marchaban en línea, la niebla matutina amortiguaba sus pasos formando una especie de volutas de humo gris alrededor de sus pies.

Cowart fue el primero que divisó la casa, en un pequeño claro al final del camino. La bruma procedente de la ciénaga la envolvía con un halo misterioso y fantasmagórico. Dentro no había luces; al primer vistazo no percibió ningún movimiento, aunque suponía que habían llegado a la hora de levantarse. «Seguro que la anciana se levanta antes del canto del gallo -pensó-. Y también seguro que se queja de que el pobre bicho no cumple con su obligación.» Aminoraron el paso a la vez y se ocultaron en las sombras de los árboles para inspeccionar la casa.

– Está ahí -susurró Brown.

– ¿Cómo lo sabe?

El teniente señaló hacia la parte trasera de la cabaña. Cowart vio que por detrás sobresalía el capó de un coche. Aguzó la vista y distinguió entre la suciedad el azul y amarillo de la matrícula: Nueva Jersey.

– Además, es su tipo de coche -susurró Brown-. Un par de años. Fabricado en Estados Unidos. Apuesto a que no tiene nada que llame la atención. Completamente anodino. El tipo de coche que pasa inadvertido, como el que tenía antes.

Se volvió hacia Shaeffer y le puso la mano en el hombro, apretándolo. Cowart advirtió que era el primer gesto afectuoso que le dedicaba a la joven policía.

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