John Katzenbach - Juicio Final

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John Katzenbach, maestro del suspenso psicológico, nos enfrenta de nuevo a una trama tan hipnótica como las de El psicoanalista y La historia del loco.
Matthew Cowart, un famoso y ya establecido periodista de Miami, recibe la carta de un hombre condenado a muerte que asegura ser inocente.
Pese a su escepticismo inicial, Cowart empieza a investigar el caso, comprende que el acusado no cometió los delitos que se le imputan y pone al descubierto mediante sus artículos una información que permite al convicto Robert Earl Fergurson salir en libertad.
Cowart obtiene entonces un premio Pulitzer por su tarea periodística. Sin embargo, y para su horror, el escritor se percata de que ha puesto en marcha una tremenda máquina de matar y que ahora le toca a él intentar, en una carrera contra el reloj, que se haga justicia fuera de los tribunales.

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– Iremos a casa de la abuela de Ferguson. Creo que él estará allí. A lo mejor lo sorprendemos durmiendo. A ver si hay suerte.

– ¿Y si no? -preguntó Cowart-. ¿Qué haremos entonces?

– Buscaremos mejor. Pero creo que allí lo encontraremos.

Shaeffer asintió. Sonaba sencillo e imposible al mismo tiempo.

– ¿Dónde va usted ahora? -preguntó Cowart de nuevo.

– Ya se lo he dicho. A organizar los refuerzos. Tal vez a rellenar algunos informes. Y quiero pasar por mi casa a ver a mi familia. Nos reuniremos antes de que salga el sol.

Luego arrancó y se alejó a gran velocidad, dejando al periodista y la joven detective en la acera, como un par de turistas despistados en el extranjero. Por un instante miró por el retrovisor y los vio dirigirse a la recepción del motel. Parecían pequeños, indecisos. Luego tomó una curva y los perdió de vista. Sintió una especie de liberación interior, como si se hubiera aflojado algo que lo estaba oprimiendo. Sentía también que la amargura brotaba en su interior, notaba su regusto en la lengua. La noche lo envolvía y, por primera vez en días, se sintió tranquilo, lo suficiente para dar rienda suelta a su ira. Condujo bruscamente, a toda velocidad pero sin rumbo. No tenía la menor intención de rellenar informes ni de organizar refuerzos. Se dijo: «Las cuentas con la muerte pueden esperar.»

Cowart y Shaeffer se registraron en el motel y se dirigieron al restaurante para comer algo. Ninguno de los dos tenía mucho apetito, pero era la hora de cenar, de modo que parecía lo lógico. Les atendió una camarera que, a juzgar por sus gestos, se sentía incómoda con el almidonado uniforme azul, probablemente demasiado estrecho, que le aprisionaba los exuberantes pechos. El interés que mostró al tomarles nota fue mínimo. Mientras esperaban, Cowart miró a Shaeffer y cayó en la cuenta de que no sabía prácticamente nada de ella. Y también de que había pasado mucho tiempo desde la última vez que había estado sentado frente a una mujer joven. Tras la agresiva personalidad que proyectaba la detective se escondía en realidad una mujer atractiva. Cowart pensó: «Si esto fuera Hollywood, habrían surgido entre nosotros sentimientos intensos por todas las vivencias comunes y ahora nos fundiríamos en un abrazo -pensó él y sonrió-. Pero me temo que ni siquiera lograremos mantener una conversación agradable.»

– Esto no es parte de los cayos, ¿verdad? -comentó por decir algo.

– No.

– ¿Usted creció allí abajo?

– Sí, más o menos. Nací en Chicago pero nos trasladamos allí cuando yo era pequeña.

– ¿Por qué decidió hacerse policía?

– ¿Es una entrevista? ¿Piensa escribir un artículo sobre mí?

Cowart le hizo un gesto desdeñoso con la mano, pero se dio cuenta de que posiblemente tuviera razón. Era probable que acabara incluyendo los pequeños detalles cuando se sentara a relatar todo lo ocurrido.

– No. Sólo trataba de entablar una conversación normal. No tiene por qué responder. Podemos quedarnos en silencio, a mí no me supone ningún problema.

– Mi padre era policía, detective en Chicago hasta que le dispararon. Después de su muerte nos trasladamos a los cayos. En busca de refugio, supongo. Yo pensé que tal vez me gustaría el trabajo de policía, así que me matriculé después del instituto. Lo llevo en la sangre, supongo. Y eso es todo.

– ¿Cuánto tiempo lleva…?

– Dos años en coche patrulla. Seis meses en atracos y robos. Tres meses en homicidios. Ya está. Ésa es mi historia.

– ¿Los asesinatos de Tarpon Drive han sido su primer caso importante?

Ella negó con la cabeza.

– No. Y, por cierto, todos los homicidios son importantes.

Shaeffer no supo si Cowart se había tragado el farol o se había percatado, pero él se centró en la ensalada, que era unos trozos de lechuga iceberg con un tomate cortado y salsa Thousand Island. Pinchó un cuarto de tomate con el tenedor y lo levantó.

– Nueva Jersey número seis -dijo.

– ¿Cómo?

– Tomates de Nueva Jersey -explicó él-. De hecho, seguramente no estén maduros pero por el aspecto éste podría tener un año, por lo menos. ¿Sabe lo que hacen? Los recogen cuando aún están verdes, mucho antes de que maduren. Por eso están duros como una piedra. Al cortarlos no se descomponen, no se salen las semillas ni la pulpa; así los quieren los restaurantes. Por supuesto, nadie se comería un tomate verde, de modo que le inyectan un colorante rojo para que luzcan mejor. Los venden por miles de millones a los locales de comida rápida.

Ella lo contempló. «Ya no sabe lo que dice -pensó-. Bueno, no es de extrañar. Su vida se ha ido al traste. -Se miró la mano-. Tal vez tenemos eso en común.»

Guardaron silencio. La taciturna camarera les llevó la cena. Cuando Shaeffer ya no pudo contenerse más, preguntó:

– Ahora dígame qué demonios cree que va a pasar.

Empleó un tono de voz bajo, casi de conspiración, pero cargado de apremio por saber. Cowart se apartó ligeramente de la mesa y la miró antes de responder:

– Creo que vamos a encontrar a Ferguson en casa de su abuela.

– ¿Y después?

– El teniente lo detendrá por el asesinato de Joanie Shriver, otra vez, aunque sea inútil. O por obstrucción a la justicia. O por mentir bajo juramento. O quizá como testigo material de la desaparición de Wilcox. Por cualquier cosa que se le ocurra. Entonces usted y él cogerán todo lo que sabemos y lo que no sabemos y comenzarán a interrogarlo. Y yo escribiré un artículo y esperaré a que explote la bomba. -La miró-. Al menos Ferguson estará controlado y no por ahí haciendo de las suyas. Es el único modo de frenarlo.

– ¿Y será así de fácil?

Cowart negó con la cabeza.

– No -respondió-. Será peligroso y arriesgado.

– Ya lo sé -repuso ella muy tranquila-. Sólo quería asegurarme de que usted también lo supiera.

Volvieron a guardar silencio durante unos instantes incómodos, hasta que Cowart dijo:

– Todo ha ocurrido muy deprisa, ¿verdad?

– ¿A qué se refiere?

– Parece que haya pasado mucho tiempo desde que Sullivan fue ejecutado en la silla. Pero sólo han pasado unos días.

– ¿Hubiera preferido que durara más? -preguntó ella.

– No. Quiero que termine.

– ¿Y qué pasará cuando todo termine?

Cowart no dudó en responder:

– Que tendré la posibilidad de volver a lo que hacía antes de que empezara todo esto. Sólo la posibilidad. -Se guardó la respuesta que consideraba más exacta: «Tendré la posibilidad de estar a salvo.» Soltó una risita sarcástica-. Lo más probable es que me linchen de mala manera en el proceso. Y a Tanny Brown. Tal vez a usted también. Pero… -Se encogió de hombros dando a entender que ya no le importaba, lo cual era mentira.

Para Shaeffer, la gente que pretendía que las cosas volvieran a ser como antes solía ser tremendamente ingenua.

– ¿Confía usted en el teniente Brown? -preguntó.

Cowart titubeó.

– Creo que es un hombre peligroso, si se refiere a eso. Pienso que ha tocado fondo. También creo que va a hacer lo que dice. -Se abstuvo de añadir: «Creo que está lleno de rabia contenida y odio hacia sí mismo»-. Aunque desde luego no ha alcanzado su actual posición infringiendo la ley -continuó-. Ha llegado hasta ahí jugando limpio, ateniéndose a lo establecido, comportándose como la gente esperaba que lo hiciera. Transgredió la norma en una ocasión, cuando permitió que Wilcox diera una paliza a Ferguson para que confesara. Pero no volverá a cometer el mismo error.

– A mí también me parece que ha tocado fondo -coincidió ella-. Pero se lo ve decidido. -¿En realidad pensaba eso? Podría decirse lo mismo de Cowart, o incluso de ella misma.

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