A través del escaparate de la tienda podían ver a Dave hablando con el dependiente junto al mostrador.
– Cabe la posibilidad de que la sangre que la Policía Científica encontró en el suelo del aparcamiento llevara varios días allí -apuntó Whitey-. No tenemos ninguna prueba de que esa noche se produjera una pelea en el bar. ¿Que la gente del bar dice que esa noche no hubo ninguna pelea en el bar? ¿Y qué? Podría haber pasado el día anterior o esa misma tarde. No hay ninguna relación causal entre la sangre del aparcamiento y el hecho de que Dave Boyle estuviera sentado dentro de su coche a la una y media. Pero, desde luego, sí que la hay con respecto a que estuviera sentado en ese coche en el momento en que Katie Marcus salió del bar -le dio un golpecito a Sean en el hombro-. ¡Venga, vamos a entrar!
Sean miró por última vez a Dave mientras éste pagaba al dependiente de la tienda. Dave le daba lástima. Al margen de lo que pudiera haber hecho, Dave provocaba ese sentimiento en la gente: lástima, en su estado más puro y un poco desagradable, tan afilada como una roca.
Celeste, que estaba sentada en la cama de Katie, oyó a los policías que subían por la escalera; sus zapatos pesados pisoteaban los viejos escalones al otro lado de la pared. Annabeth la había mandado allí, unos minutos antes, para que cogiera un vestido de Katie que Jimmy quería llevar a la funeraria; Annabeth se había disculpado por no ser lo bastante fuerte para entrar ella misma en la habitación. Era un vestido azul con un corte en los hombros, y Celeste recordó a Katie con él en la boda de Carla Eigen, con una flor azul y amarilla prendida a un lado de su peinado alto, justo encima de la oreja. Ese día había causado literalmente unas cuantas exclamaciones de admiración; Celeste pensó que ella misma nunca estaría así de guapa en toda su vida, mientras que Katie no se daba cuenta de lo deslumbrante que su belleza podía llegar a ser. Cuando Annabeth mencionó un vestido azul, Celeste supo de inmediato a cuál se refería.
Así pues, había ido hasta allí, al mismo lugar en que la noche anterior había visto a Jimmy sosteniendo la almohada de Katie contra su rostro intentando recordar su olor, y había abierto la ventana para airear la habitación del aroma húmedo a pérdida. Encontró el vestido guardado en una bolsa para ropa al fondo del armario, lo sacó y se sentó en la cama un momento. Oía los sonidos procedentes de la avenida, el chasquido de las puertas de los coches al cerrarse, el parloteo esporádico y apagado de la gente que paseaba por la avenida, el siseo de un autobús al abrir las puertas en la esquina de la calle Crescent, miró una fotografía de Katie y de su padre que había sobre la mesilla de noche. Era de hacía unos cuantos años, y la niña, sentada sobre los hombros de su padre, sonreía con rigidez a causa del aparato corrector. Jimmy le sostenía los tobillos con las manos y miraba a la cámara con aquella sonrisa tan maravillosamente franca que tenía, esa sonrisa que siempre acababa por sorprender a todo el mundo, aunque sólo fuera porque no había nada más en Jimmy que pareciera franco, como si esa sonrisa fuera el único lugar adonde no llegase su reserva.
Estaba levantando la fotografía de la mesilla en el preciso instante en que oyó a Dave decir: «¡Otra vez por aquí!».
Se quedó allí sentada, sintiéndose morir, mientras oía hablar a Dave y a los policías, y mientras oía lo que Sean Devine y su compañero decían cuando Dave hubo cruzado la calle para ir en busca de los cigarrillos de Annabeth.
Durante unos diez o doce segundos horribles, estuvo a punto de vomitar sobre el vestido azul de Katie. El diafragma se le sacudía arriba y abajo, sintió que la garganta se le estrechaba y que el estómago le hervía. Se inclinó hacia delante, con la intención de reprimir esa sensación' y a pesar de que un ruido ronco y seco se le escapó de los labios varias veces, no vomitó. Luego se le pasó.
No obstante, seguía teniendo.náuseas. Estaba mareada y tenía frío, y además tenía la sensación de que su cerebro había empezado a arder. Ardía con violencia, apagando las luces, y saturándole los senos y los espacios bajo los ojos.
Mientras Sean y su compañero subían por las escaleras, ella seguía tumbada en la cama, deseando que la partiera un rayo, que se hundiera el techo o que sencillamente alguna fuerza desconocida la levantara y la lanzara por la ventana abierta. Prefería cualquiera de esas situaciones antes que tener que enfrentarse con lo que se le avecinaba. Sin embargo, tal vez estuviera sólo protegiendo a otra persona, o había visto algo que no debía y le habían amenazado. Quizá el hecho de que la policía le interrogara sólo quisiera decir que lo consideraban sospechoso. Nada de eso significaba, sin duda, que su marido hubiera asesinado a Katie Marcus.
La historia del atracador era mentira. Eso lo había sabido desde el principio. El último par de días había intentado olvidarlo, sacárselo de la cabeza del mismo modo que una gruesa nube hace desaparecer el sol. Pero tenía la certeza, desde la noche en que se lo contó, que los atracadores no suelen pegar puñetazos con una mano mientras sostienen una navaja en la otra, y que no pronunciaban frases inteligentes del tipo: «La cartera o la vida, hijo de perra. No pienso marcharme hasta que consiga una de esas dos cosas». También sabía que no era muy frecuente que hombres como Dave, que no había participado en una pelea desde la época del instituto, fueran capaces de desarmarles y de darles una paliza.
Si hubiera sido Jimmy el que hubiera llegado a casa contando esa historia, sería otra cosa. Jimmy, por muy delgado que fuera, parecía capaz de matar. Daba la impresión de que sabía pelear, pero que sencillamente había llegado a una madurez tal que la violencia ya no era necesaria en su vida. Aun así, Jimmy emanaba un aire de peligro, cierta capacidad de destrucción.
Dave exhalaba un aroma diferente. Era el de un hombre con secretos, con ruedas mugrientas que le giraban en torno a una cabeza igualmente sucia, con una vida de fantasía, tras aquellos ojos demasiado tranquilos, a la que nadie podía acceder. Llevaba ocho años casada con Dave, y siempre había pensado que llegaría un momento en que Dave le permitiría entrar en su mundo secreto; sin embargo, las cosas no habían ido de ese modo. Dave pasaba mucho más tiempo en ese mundo imaginario que se había construido que en el mundo real, y quizá esos dos mundos habían convergido, de modo que las tinieblas de la cabeza de Dave salpicaran su negrura en las calles de East Buckingham.
¿Habría sido capaz de matar a Katie? Siempre le había caído bien, ¿o no?
Con sinceridad, ¿podría Dave, su marido, ser capaz de asesinar a alguien? ¿De perseguir a la hija de un viejo amigo a través de un parque oscuro? ¿De golpearla y de oírla gritar y suplicar? ¿De pegarle un tiro en la nuca?
¿Por qué? ¿Por qué querría alguien hacer una cosa así? Y si uno aceptaba que alguien, en realidad, era capaz de cometer una atrocidad semejante, ¿era una suposición lógica pensar que Dave podía ser esa persona?
Sí, se dijo a sí misma. Dave vivía en un mundo secreto. Sí, con toda probabilidad, nunca se sentiría una persona entera debido a todas las bestialidades que había sufrido de niño. Sí, lo del atracador era mentira, pero tal vez pudiera justificar esa mentira de modo razonable.
Como, por ejemplo…
Katie fue asesinada en el Pen Park poco después de salir del Last Drop. Dave le había asegurado que se había peleado con un atracador en el aparcamiento de ese mismo bar. Le había aseverado que había dejado allí al atracador, inconsciente, pero nadie le había encontrado. Sin embargo, la policía había comentado algo sobre la sangre del aparcamiento. Entonces, existía la posibilidad de que Dave hubiera dicho la verdad. Quizá.
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