Dennis Lehane - Rio Mistico

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Jimmy, Dave y Sean crecieron juntos en la sección peligrosa de Boston. Veinticinco años después vuelven a reunirse, cuando la hija de 19 años de Jimmy es brutalmente asesinada. Sean, que ahora es policía, es asignado para resolver el caso. Además de desenredar este crimen, Sean deberá estar pendiente de su amigo Jimmy, quien busca vengarse del asesino de su hija. Conectado al crimen por una serie de circunstancias, Dave se ve obligado a enfrentarse con los demonios de su propio pasado. A medida que la investigación se concentra alrededor de estos tres amigos, se despliega una siniestra historia, que tiene que ver con la amistad, la familia y la inocencia perdida demasiado pronto.

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– ¿Cómo dices? -dijo Annabeth, con los ojos clavados en el tocino que chisporroteaba en una sartén negra.

– ¿Necesitas algo? -le preguntó-. Si quieres, puedo ocuparme un rato de la cocina.

Annabeth, contemplando los fogones con una leve sonrisa, negó con la cabeza y respondió:

– No, estoy bien.

Jimmy miró a Celeste como si quisiera preguntarle: «¿Lo está de verdad?».

Celeste asintió con la cabeza y añadió:

– Jim, lo tenemos todo controlado.

Jimmy volvió a mirar a su mujer y Celeste sintió el más tierno de los dolores en su mirada. También sintió que un fragmento del tamaño de una lágrima saltaba del corazón de Jimmy y le caía en el interior del pecho. Se inclinó hacia delante y, alargando la mano hacia los fogones, apartó una gota de sudor de la mejilla de Annabeth con el dedo índice.

– ¡No! -exclamó Annabeth.

– ¡Mírame! -le susurró Jimmy.

Celeste pensó que debería salir de la cocina, pero temía que si lo hacía se quebrara algo entre su prima y Jimmy, algo demasiado frágil.

– No puedo -contestó Annabeth-. Jimmy, si te miro, me desmoronaré, y no me lo puedo permitir con toda esta gente en casa. ¡Por favor!

– De acuerdo, cariño. De acuerdo -dijo Jimmy, alejándose de los fogones.

Annabeth, con la cabeza baja, musitó:

– No quiero volver a perder la calma.

– Lo comprendo.

Por un momento, Celeste tuvo la sensación de que estaban desnudos ante ella, como si estuviera presenciando algo entre un hombre y su mujer que era tan íntimo como el hecho de hacer el amor.

Se abrió la puerta del vestíbulo y el padre de Annabeth, Theo Savage, bajó por el pasillo con una caja de cerveza en cada hombro. Era un hombre enorme, un ser humano rubicundo y de mejillas caídas que se asemejaba a un oso, poseía una extraña elegancia de bailarín mientras intentaba recorrer el estrecho pasillo con las cajas de cerveza sobre los hombros de mástil de barco. A Celeste siempre le había llamado la atención que semejante mole hubiera engendrado a unos hijos tan enanos: Kevin y Chuck eran los únicos que habían heredado su altura y su tamaño, y Annabeth era la única hija que había heredado su elegancia física.

– Las dejo detrás de ti, Jimmy -dijo Theo, y Jimmy se apartó mientras Theo lo rodeaba con delicadeza y entraba en la cocina.

Saludó a Celeste rozándole la mejilla con los labios y con un «¿ Cómo estás, cariño?»; luego colocó ambas cajas en la mesa de la cocina y abrazó a su hija por el estómago, apoyándole la barbilla en el hombro.

– ¿ Cómo lo llevas, cielo?

– Hago lo que puedo, papá -respondió Annabeth.

Le besó a un lado de la nuca, diciéndole «mi niña» y después, volviéndose hacia Jimmy, le dijo:

– Si tienes alguna nevera portátil, podemos ir llenándola. Llenaron las neveras junto a la despensa y Celeste continuó desenvolviendo toda la comida que les habían llevado, cuando los amigos y la familia empezaron a regresar a la casa a primera hora de la mañana. Había de todo: pan irlandés hecho con levadura de bicarbonato, empanadas, cruasanes, bollos, pasteles y tres bandejas diferentes de ensalada de patata; bolsas enteras de panecillos, fuentes de carne fría, albóndigas con salsa en una descomunal cazuela de barro, dos jamones curados y un pavo enorme cubierto por un trozo arrugado de papel de aluminio. Annabeth no tenía por qué cocinar, todos los sabían, pero lo comprendían: necesitaba hacerlo. Así pues, preparó tocino, salchichas y dos sartenes enteras de huevos revueltos; Celeste llevó toda la comida a una mesa que habían colocado contra la pared del comedor. Se preguntaba si toda aquella comida era un intento de aliviar la pena que se sentía por los muertos, o si en cierta manera albergaban la esperanza de engullirse el dolor, hartarse hasta no poder más y hacerlo bajar con Coca-Colas y bebidas alcohólicas, con café y con té, hasta que todo el mundo estuviera tan lleno y tan hinchado que se quedara dormido. Eso era lo que se solía hacer en las reuniones tristes: en los velatorios, en los funerales, en las ceremonias conmemorativas y en eventos similares: uno comía, bebía y hablaba hasta que no podía comer, beber o hablar más.

Divisó a Dave a través de la multitud de la sala de estar. Estaba sentado en el sofá junto a Kevin Savage y, aunque los dos hablaban, ninguno de los dos parecía ni muy animado ni muy cómodo; de hecho, ambos estaban sentados en los extremos del sofá y parecía una competición para ver quién iba a caerse antes. Celeste sintió una punzada de lástima por su marido: por ese mínimo, aunque siempre presente, aire de extrañeza que parecía cernir se sobre él de vez en cuando, especialmente entre aquella gente. Al fin y al cabo, todo el mundo le conocía. Todos sabían lo que le había sucedido cuando era niño, y aun cuando ellos pudieran vivir con ello y no juzgarle (y seguramente así era), Dave no acababa de conseguirlo, no era capaz de relajarse del todo cuando estaba rodeado de gente que le conocía de toda la vida. Cuando Celeste y él salían con pequeños grupos de amigos o de compañeros de trabajo que no fueran del barrio, Dave se sentía relajado y seguro de sí mismo, decía ocurrencias divertidas o hacía observaciones ingeniosas; en fin, se comportaba con tanta naturalidad como cualquier otra persona. (A sus compañeras de trabajo de la peluquería y a sus respectivos maridos Dave les caía muy bien.) Pero allí, en el lugar en el que había crecido y había echado raíces, siempre parecía quedarse un poco atrás en las conversaciones, no poder, seguir el ritmo de los demás, era siempre el último en entender un chiste.

Intentó llamar su atención y sonreirle, para hacerle saber que mientras ella siguiera allí dentro no estaría solo. Pero un grupo de gente se detuvo bajo el arco abierto que separaba el comedor de la sala de estar, y Celeste lo perdió de vista.

A menudo, era al estar rodeado de un grupo de gente cuando uno se daba cuenta de lo poco que veía o del poco tiempo importante que pasaba con la persona que amaba y con la que vivía. Aquella semana casi no había visto a Dave, a excepción del sábado por la noche en el suelo de la cocina después de que estuvieran a punto de atracarle. y casi no le había visto desde que Theo llamara el día anterior a las seis de la tarde para decirle: «Cariño, tengo malas noticias para ti. Katie está muerta».

– No es posible, tío Theo -fue la primera reacción de Celeste.

– Cielo, no sabes lo que me está costando decírtelo. Pero lo está.

A la pobre chica la han asesinado. -¡Asesinado!

– La encontraron muerta en el Pen Park.

Celeste había echado un vistazo al televisor que había sobre la encimera de la cocina y había visto que era la noticia más importante del telediario de las seis; aún la estaban retransmitiendo en directo y desde la cámara del helicóptero se veía cómo las fuerzas policiales se reunían a un extremo de la pantalla del autocine. Los periodistas, que aún no sabían el nombre de la víctima, confirmaron que se había encontrado el cadáver de una mujer joven.

Katie, no. No, no, no.

Celeste había dicho a Theo que se dirigiría a casa de Annabeth de inmediato, y allí es donde había estado desde que la llamaran por teléfono, a excepción de una corta siesta que se había echado en su propia casa entre las tres y las seis de aquella misma mañana.

y con todo, no se lo podía acabar de creer. Ni siquiera después de todo lo que había llorado con Annabeth, Nadine y Sara. Ni siquiera después de haber sostenido a Annabeth en el suelo de la sala de estar durante esos cinco minutos en que su prima no había dejado de temblar con violencia presa de fuertes espasmos. Ni siquiera después de haberse encontrado a Jimmy de pie en la oscuridad del dormitorio de Katie, con la almohada de su hija contra el rostro, sin llorar, sin hablar, sin hacer ningún tipo de ruido; estaba allí de pie con la almohada apretada contra la cara, aspirando el olor del pelo y de las mejillas de su hija, una y otra vez. Inspiraba, espiraba. Inspiraba, espiraba…

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